La periodista Adriana Marín reconstruyó parte de la historia de Perrillo, un poblado que 40 años atrás fue centro cultural de la música y el tejido, y hoy es un cúmulo de despojos por la guerra.

Por: Pompilio Peña Montoya

Imágenes: cortesía Adriana Marín

La vereda Perrillo queda en el extremo más alejado de Sonsón, Oriente de Antioquia. Para llegar, primero hay que tomar un vehículo por una vía destapada desde el casco urbano. Luego de tres horas en carro hay que seguir a pie durante otras cuatro por un camino de bosques y extensas colinas. Al llegar al lugar, diseminadas a lo largo de un camino de tierra amarilla, una serie de casas campesinas desmanteladas, sin color y ahogadas por la espesa vegetación, describen los horrores de la violencia que hace dos décadas obligó a huir a sus antiguos ocupantes.

Llegar a Perrillo no solo es difícil por la distancia, es una travesía que ni siquiera los antiguos pobladores de esta vereda se atreven a hacer. A la periodista Adriana Marín Franco siempre le intrigó este hecho, y entre más indagaba por conocer los pormenores del conflicto armado en esta franja de Sonsón, en límites con el norte de Caldas, más advertía con asombro la riqueza económica, cultural y comunitaria que alguna vez fue Perrillo, el pueblo donde sus padres fueron felices.

Foto: cortesía Adriana Marín

De una larga investigación, de un rastreo minucioso de protagonistas y un trabajo de descripción rica en imágenes y datos, nació la crónica Perrillo, el antes y el después de la guerra, un relato a muchas voces, a muchos ojos, a muchos recuerdos. Este texto periodístico es resultado de su trabajo de grado titulado: Representaciones de las víctimas del desplazamiento forzado en la vereda Perrillo del municipio de Sonsón, Antioquia, entre los años 2004 y 2007, con el cual obtuvo su título como periodista en la Universidad de Antioquia.

En su crónica Adriana Marín le da cabida al color ausente de las cosas y a las evocaciones de su madre, de otros familiares y habitantes que alguna vez hicieron de la vereda, estación de músicos de tiple y guitarra que tocaban serenatas hasta el amanecer.

Perrillo, hasta finales de los años 90 con la incursión paramilitar que buscó aniquilar a las guerrillas de las Farc y el ELN de la zona, fue un próspero centro comercial de 48 familias que sabían sacarle a esa tierra cosechas abundantes y tejer ruanas, cobijas, alfombras y cojines con la lana del ovejo, animal cuyo berrido fue la tarjeta de presentación de este poblado que en el 2004 vivió el desplazamiento masivo: los Cardona, los Henao, los Betancur, los García y los Arias tuvieron que huir. Lea también: El Costurero de Tejedoras por la Memoria de Sonsón cumple una década

Por donde antes transitaban comerciantes, músicos, médicos, aventureros, arrieros, caballos, bueyes y mulas cargadas de carbón, madera, papa y maíz, hoy no se ve ningún habitante.

Foto: cortesía Adriana Marín

Crónica de un viaje

Adriana Marín hizo este largo viaje junto a su madre y tres personas más, conocedores del territorio, que le fueron señalando y descubriendo las historias de cada finca, cada verja rústica, cada pared agujereada, cada ladera y cada vestigio.

Uno de los apartados, al principio de su crónica, dice: “Otra puerta nos esperaba en la próxima colina. Divisamos algunos potreros con ganado, quizás los únicos que veríamos. Más adelante dos casas semidestruidas, sin color, sin puertas, sin ventanas, nos miraban sin decir nada. Sus patios estaban cubiertos de hierba, sus habitaciones vacías y sin su gente. Si ellos aun estuvieran ahí, hubieran salido a nuestro encuentro con una limonada para calmar la sed, pero ya no estaban, se han ido, sin querer, sin desearlo…”.

Más adelante, la cronista cuenta que el primer grupo ilegal que llegó a Perrillo fue el frente 47 de las Farc. En 1983, siete jóvenes que andaban de civil se identificaron ante la comunidad como miembros de la guerrilla. Con los años su presencia se hizo más numerosa y terminaron por controlar parte de la vida de la vereda, tomándose como propia las tierras más altas, desde donde era posible divisar largas distancias de los cuatro puntos cardinales, como aquel corredor a la entrada de la vereda que conecta a los municipios de Nariño y Argelia, en Antioquia, y Salamina y Aguadas, en Caldas.

Adriana sigue narrando sus impresiones, que dan al lector la sensación de seguir las imágenes de una cámara: “Después de otras mil vueltas, llegamos a una campiña más despejada, había pinos dispersos y una palma tan alta que se perdía entre las nubes. Un camino a punto de desaparecer nos llevó hacia otra casa, desplomada por un árbol, y marcada con unas letras negras que ni los años han borrado: ELN, muerte a los sapos. Así mismo, en medio de un jardín una rosa fucsia florecía entre la hierba y los estragos del abandono. Ella había resistido, al igual que Emilia Valencia, la mujer que la plantó con amor y esperanza”.

Foto: cortesía Adriana Marín

Al llegar a Perrillo, la reportera entra en las casas desoladas y amenazando desplomarse, reconstruyendo la vida doméstica, barriendo con la mirada el polvo y la tierra de los pisos y las paredes de madera, imaginando gracias a los relatos de sus acompañantes episodios como las parrandas de los hermanos Lope y Arturo Henao, expertos en guascas y carrileras, y que, según la esposa del primero, no había ningún cumpleaños o bautizo sin su presencia. Pero a cambio de esa alegría de baile, el tiempo le exhibía a Adriana tablas podridas, libros con las hojas pegadas, zapaticos de niños, girones de trapos, esqueletos de camas y las viciadas atmosferas húmedas de balcones, salas, cocinas y habitaciones.

Y allí estaba, entre matorrales, la casona que fue la escuela, un lugar insignia de aquella vereda porque todas las celebraciones y actos culturales y artísticos eran realizados en sus instalaciones. La madre de Adriana, doña María Ismelda Franco, quien se había negado volver a Perrillo desde hacía años, apenas si pudo contener las lágrimas al ver aquella postal deplorable en donde pasó los primeros años de su vida. Unos pasos más adelante de aquella única calle del pueblo, María Ismelda se detuvo en frente de lo que fue su casa, la de sus padres y demás familiares, 40 años atrás, y no pudo contener las lágrimas.

Adriana Marín tiene claro que el buen periodismo de memoria es aquel que despierta en el lector emociones sin caer en lugares comunes, dibujando la tragedia y la nostalgia con poesía y testimonios que solo la voz del momento puede entregar. Allí se escucha la sabiduría de los antiguos habitantes de Perrillo, a quienes la guerra arrebató la felicidad completa, y que sin su testimonio sería difícil entender un conflicto cuyo eco aún estremece la voz de quienes lo padecieron.