La Orquesta Filarmónica de Bogotá inició un programa de enseñanza en música para niños y jóvenes del campo en Sumapaz, lugar que por años fue uno de los fortines de las FARC a unos pocos kilómetros de la ciudad.

Por: Adrián Atehortúa

Suena la campana que hace las veces de timbre para anunciar el cambio de clase y por los pasillos del colegio Juan de la Cruz Varela, en la vereda La Unión, de Sumapaz, los estudiantes de todos los grados y todas las edades se preparan para entrar en el salón que les toca según el instrumento musical que saben interpretar. Es miércoles y hoy la jornada es especial, dedicada solo a la música: desde Bogotá, la ciudad, llegan los Artistas Formadores de la Orquesta Filarmónica de Bogotá que cada tres meses vienen a revisar los avances de cada muchacho en su técnica y a ayudarles a mejorarla.

Son doce profesores en total, cada uno experto en un instrumento de los tantos que componen la banda sinfónica del colegio: clarinete, flauta, trompeta, saxofón, tuba, corno, fagot, percusión… acaban de bajarse del bus que los trajo en un viaje de cinco horas atravesando el páramo y los estudiantes corren a tomar sus instrumentos para empezar la clase que todos —incluidos otros profesores— han esperado por meses.

La travesía comenzó en la madrugada a eso de las 4:30 a.m., en el barrio La Soledad, localidad de Teusaquillo, pleno corazón de Bogotá, la ciudad. Llegaron de a poco y abordaron aún envueltos en sueño, armados con cobijas, almohadas, bufandas, guantes, bebidas calientes, porque ya saben cómo es esto: el viaje dura entre cuatro, cinco, seis horas, depende de lo que pase en el camino y en ese tiempo muchas cosas o nada podría pasar.

Es la única forma de llegar a Sumapaz y es ardua. A eso de las ocho de la mañana y durante las últimas dos horas, en el recorrido solo se ven kilómetros y kilómetros de frailejones, riscos y lagunas como enormes cristales verdes. Se puede ver la niebla que sale del suelo como una exhalación de la tierra y sube al cielo para hacerse nubes que se lleva el viento. El sol se desplaza lento sobre un cielo de un azul anormal y vibrante. El único rastro de civilización que hay son las señales de tránsito en la carretera y pueden pasar diez, quince minutos sin que aparezca un carro, una moto, un humano. Usme, la última cabecera municipal, quedó atrás hace mucho.

Foto: Adrián Atehortúa

El camino está más roto que pavimentado, no funciona la radio, no hay señal de celular, no hay una casa en cientos de metros a la redonda. Si a mitad de camino le pasara algo serio al bus, algo como quedar atascado en un pantanero después de una fuerte lluvia que acá se puede presentar en cualquier momento, todos los músicos a bordo tendrían que esperar un tiempo considerable en medio de la nada hasta que llegara la ayuda adecuada.

Pero ninguno piensa en esas cosas. Todos van dormidos. Una vez llegan a la puerta del colegio se bajan del bus con la actitud de los futbolistas que llegan al estadio para un partido en el mundial, como si acabaran de salir de una suite de lujo. A su paso los niños los saludan emocionados en medio del bullicio propio de los colegios en hora de recreo. Los profes se reúnen en una cocineta donde se calienta una aguapanela para todos y hacen un pequeño plan previo a las clases para ver cómo se distribuirán los espacios, qué se hará primero, si clase de coro o de instrumento, y una vez arreglado todo comienza el entrenamiento. Un silencio de campo se apropia de todo y solo es interrumpido por el sonido lejano de notas y escalas musicales a la deriva que se oyen a lo lejos. Allá un clarinete, allá un saxofón…

“Al comienzo la motricidad fina era un poco difícil. Algunos niños tenían las manos un poco duras por el trabajo propio del campo: apartar, ordeñar, cultivar… pero eso se ha mejorado mucho. Es un contraste ver a los chicos con el overol puesto en las labores agropecuarias y después cantando, tocando un instrumento…”, dice Rubby Rodríguez, la profesora que ha liderado el programa de formación musical. Oriunda de La Mesa, Cundinamarca, llegó a la música por medio de las bandas juveniles que se formaron en su pueblo y de inmediato supo que eso era lo que quería hacer. Clarinetista, músico de la Universidad Nacional Pedagógica, 43 años, llegó a la OFB en 2014 y hace tres años la institución le propuso iniciar un programa piloto para llevar la enseñanza musical a la zona rural de Bogotá. En otras palabras, es la mujer que ha liderado todo lo necesario para que los niños de Sumapaz también sean músicos expertos algún día si así quieren.

“Cuando llegué a Sumapaz tenía la certeza de que tendríamos que hacer música sin más elementos que una guitarra y un teclado… sé qué es iniciar procesos pero realmente no pensé que la distancia entre los estudiantes y el colegio fuera a dificultar algunas cosas… La OFB ha sido muy cuidadosa con los procesos, entonces, cuando llegamos el compromiso era hacer música oral y procesos de iniciación por medio de percusión corporal con objetos como vasos, balones, palos de escoba… pero sabía que contaba con un equipo de trabajo muy profesional y lograríamos muchas más cosas”, recuerda Rubby Rodríguez.

Foto: Adrián Atehortúa

Y así fue. En muy poco tiempo, de las clases curriculares de música que veían los 120 estudiantes del colegio se conformó una banda con los más dedicados. Así pasaron de las aulas a presentarse en festivales de música distritales y a un encuentro nacional. Muy pronto la labor de Rubby y su equipo fue impulsada con un nuevo esfuerzo de la OFB y en 2017 hicieron el programa de instrumentalización con el que dotaron el colegio con todo lo necesario para conformar una banda sinfónica: 40 instrumentos de viento y un set de percusión. Comenzaron entonces las sinfonías en el páramo.

“Las personas que hemos estado a la cabeza del proyecto escolar y educativo de la orquesta no nos imaginábamos que esto fuera a tal punto la ruralidad de Sumapaz, tanto que no imaginábamos que tuviéramos que viajar cuatro y cinco horas para llegar hasta acá… Cuando hicimos la primera visita el impacto fue grandísimo porque vimos que aquí la música podía ser algo que funcionara mucho dentro de la comunidad. Tenía que ser algo hecho con mucho cuidado, de una manera particular, porque esto es otro mundo al que es la capital. En últimas, el interés de la Orquesta Filarmónica sobre Sumapaz es porque Sumapaz es una localidad de Bogotá. Y la OFB quiere cubrir todas las localidades de Bogotá”, dice José Fernando Giraldo, director de la Orquesta Filarmónica Infantil del Proyecto Educativo de la Filarmónica de Bogotá, quien viene cada cuatro meses a ver sus nuevos avances. Su entusiasmo con el proyecto en Sumapaz, como el de los demás profesores, es absoluto.

Él y cualquier bogotano de las últimas generaciones lo sabe de memoria: Sumapaz es la localidad número 20 de Bogotá y solo por eso la OFB también debía estar ahí. Lo que pocos saben es que Sumapaz representa el 47 por ciento de la totalidad del territorio del Distrito Capital, siendo así la localidad más grande, y su constitución se dio en 1986 con un carácter estrictamente rural, en gran parte para proteger el páramo que ahí existe y le ha dado fama, el páramo más grande del mundo, que provee de agua pura a la zona central del país. Por eso parece increíble para muchos que esto también sea Bogotá y esté tan cerca pero tan lejos de Bogotá, la ciudad, con todo su caos de capital. Esa particular riqueza también ha propiciado en parte la larga historia de su constante tragedia y es algo que cualquier bogotano sabe a medias.

Foto: Adrián Atehortúa

En brevísimo resumen, todo empieza desde la colonia, cuando el páramo comenzó a ser territorio en disputa entre latifundistas que se peleaban por dominar su estratégica ubicación que comunica el oriente y el centro de Colombia. A lo largo del siglo XX esas peleas dieron paso a las resistencias campesinas que generación a generación se vieron enfrentadas a los gobiernos nacionales por la propiedad de la tierra, pasando por tres periodos de intensa violencia durante las presidencias de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla. Eso implantó un espíritu de resistencia campesina que tuvo su mayor encarnación en Juan de la Cruz Varela, quien militó en el comunismo buscando una reforma agraria, llegó a defender ese proyecto de ley siendo congresista en los años sesenta, y por eso y mucho más es considerado el más importante líder campesino de Colombia en el siglo pasado.

A pesar de su legado, en pocos años Sumapaz se convirtió en el lugar ideal para la llegada y el dominio de las recién conformadas guerrillas de las FARC. Tan cerca de Bogotá y tan lejos del Estado, pronto Sumapaz se volvió uno de los fortines guerrilleros más importantes y el más cercano a la capital, siendo Henry Castellanos alias ‘Romaña’ uno de sus principales comandantes. Tras el fracaso de los diálogos de paz de la presidencia de Andrés Pastrana, el ejército emprendió una enorme cruzada para hacerse al páramo de nuevo bajo el nombre de Aniquilador II, que contaba con más de 4 mil hombres armados por tierra y aire y pasarían a conocerse como el Batallón de Alta Montaña.

Así los campesinos de la localidad número 20 de Bogotá vivieron algunos de los días más violentos de su historia. Los helicópteros que los sobrevolaban, el eco de las balaceras de los combates que se oían a lo lejos, los frailejones disfrazados que los guerrilleros vestían con uniformes para despistar a los soldados y a los que estos disparaban confundidos en medio de la niebla. Eso lo recuerdan de memoria los poquísimos habitantes de la vereda La Unión, que no es más que una calle curvada que desciende con la montaña con unas pocas casas a lado y lado, como una simulación a escala real de un pesebre. Pocos imaginaban que menos de diez años después y tras dos siglos de todo tipo de batallas, el páramo se llenaría de sonatas y cantos.

Eso también lo aprenden los estudiantes del Juan de la Cruz Varela. Pero en esta jornada de miércoles solo se hace música. Rubby Rodríguez entra al salón de quinto de primaria, da unas pocas instrucciones con el tono de amigable autoridad de los mejores profesores y en poco tiempo los niños convierten los pupitres en la formación de un coro. Arruman en un rincón las botas pantaneras con las que vienen de todos los rincones de la montaña a estudiar atravesando trochas y pantanos, el uniforme de diario impecable después, la espalda recta y separada al asiento. Respiran y exhalan profundamente, estiran los brazos… y comienzan el calentamiento vocal. Rubby alza la mano como sosteniendo una batuta invisible y tras su movimiento se escucha un extendido y afinado “Oooooo…” al unísono.

Aunque no se tenga la más mínima noción de apreciación musical, lo que se oye en el colegio y la vereda suena a un acto lírico de trayectoria. Cuando se juntan a tocar una pieza en las tardes, La Unión se llena con una música de fondo propia de los mejores conservatorios. Y en las noches y los fines de semana, por los rincones del páramo y las montañas se oyen las mismas notas sueltas que parecen llamarse unas a otras como pájaros al amanecer, porque todos los niños del Juan de la Cruz Varela pueden llevarse su instrumento a casa para ensayar cuando quieran. No hay excusa para no tocar fuera del aula, como cualquier otra tarea de colegio. Los padres de los niños lo han entendido y por eso, después de labrar la tierra u ordeñar la vaca, muchos de los niños toman el clarinete, el saxo o la trompeta que se llevaron a casa y soplan sus notas al viento.

“Lo mejor es ver esto… Estos chicos te copian todo, y con el tiempo se nota cómo van siendo mejores… Es decir, no los conocí a todos de niños, pero los otros profesores, los papás, ellos mismo me dicen a veces “no te imaginas cómo era este chico antes” y dicen que es por la música… Creo que es bueno, porque ellos no dejan de ser ellos, su esencia… Es un privilegio venir hasta aquí, un pulmón de Bogotá, conocerlos… sentir que como tal la violencia y estrés no existe aquí. Uno quisiera hacer más.”, dice Carlos Ardila, el profesor de iniciación musical de todos los que ahora cantan y tocan por todas las aulas.

A diferencia de los profesores que acaban de llegar de la ciudad, que vienen tres o cuatro veces al año, Carlos Ardila hace la magallanada del páramo cada semana. Es la mano derecha de Rubby Rodríguez y el encargado de encaminar a todos en el Juan de la Cruz Varela en sus primeros pasos musicales. Tiene 32 años, creció en Ciudad Bolívar y ahí conoció el clarinete gracias a que su padre lo llevaba a clases en el programa Batuta que se hacía en esa localidad. Al terminar el bachillerato supo que la música era lo suyo y se graduó en la materia en la Universidad Central. Dice que la música cambió su vida y, si se mira su dinámica de trabajo, al menos puede entenderse que no se trata de un trabajo convencional.

Hace dos años llegó a dar clases en Sumapaz. Cada domingo a las tres de la tarde se embarca junto a Rubby y los profesores que dictan las demás materias en el colegio para emprender su labor. Llegan en la noche a la vereda La Unión, justo a tiempo para comer, y pernoctan en una habitación que les adaptaron dentro del colegio. Lo mismo hacen los demás profesores porque ninguno vive en Sumapaz: todos tienen sus casas en Bogotá, la ciudad. A diferencia de los demás profesores, que se quedan hasta el viernes, Rubby y Carlos regresan a la ciudad los miércoles, cumpliendo con todas las horas semanales de trabajo. En esos tres días dictan sus horas de clase sin parar de ocho de la mañana a tres de la tarde. Y esperan un nuevo domingo para volver a empezar la maratón de ensayos en el campo.

“Todos apostamos que los chicos mejoren en su técnica musical. Y eso seguro va a hacer mejoras en su calidad de vida, en su pensamiento… que la música los lleve a eso. Y yo creo que la música va a hacer que este proyecto brille solo”, dice Carlos Ardila en un momento en el que tiene un descanso mientras todos sus chicos dan lo mejor de sí con los profesores especializados que están por terminar su visita.

Pasadas las tres de la tarde, Rubby baja la mano y el silencio se retoma. Termina el coro y en los demás rincones del colegio se silencian también los clarinetes, los fagots, las trompetas… ahora el ruido que domina es el de la lluvia que comienza a caer. Los profesores se suben de nuevo al bus en medio de un aguacero que se extenderá una hora y media más por todo el campo. Abordan el bus y comienza el camino de regreso. Si al bus le pasara algo serio a mitad de camino, algo como una de esas varadas que solo puede resolver un mecánico experto, pasarían varias horas de hacer nada en medio de la absoluta nada antes de que llegara la ayuda adecuada para arreglarlo.

Pero ninguno de los músicos piensa en eso, no hablan de eso. Atrás van dejando la zona más rural de Bogotá. El viento sopla helado sobre el páramo y se lleva las nubes golpeando los riscos que caen en la noche. Más allá del páramo suenan los instrumentos. Todos van dormidos.

Foto: Adrián Atehortúa