Hugo de Jesús Tamayo Gómez 

Mónica Hoyos Giraldo siempre está sonriente. Al abrir la puerta camina hacia adelante y sube las escaleras de madera con afán, pero cada dos o tres escalones hace un pare, mira hacia atrás y dice: “Siga por aquí, señor”.

Su habitación está al fondo, después de llegar al segundo piso y recorrer el largo corredor de la añeja vivienda. Inmediatamente entra en ella, mira para todas partes. Observa y muestra cuando tenía tres, cuatro y cinco años. También señala las fotos de los grados de jardín y bachillerato y a sus compañeros. Después se detiene en otras donde está con toda, o mejor dicho, la que era toda su familia. Su pequeña habitación es una llama viva: las paredes blancas son ocupadas por recuadros de colores alrededor de las fotografías, que la alumbran; además, hay cartulinas color fucsia con frases alusivas al amor y a la vida. Luego detiene su mirada en un álbum con más fotos; lo toma y se sienta en la cama.
En esa habitación, en esas fotos y en su alma se esconde esta historia:

Cuando mi papá ya no salía al pueblo por causa de la violencia, mi mamá me dejaba enllavada y me decía que no mirara para la calle. Y yo por una rendijita de la puerta, desde el balcón, me ponía a ver pasar los carros; un día vi una volqueta con puros muertos. Otra vez vi que pasaban a caballo con los que habían matado ahí colgando y moviéndose con el paso; cuando los descargaron, al pie de la quebrada, sacaron un hacha y empezaron a partirlos. Pero nada que veía llegar a mi papá.

La última vez que vi a mi hermano Edis Norbey, y a mi papá, fue un día que mi mamá me llevó a la finca. Estando allá, Norbey se fue a pescar y lo cogió la guerrilla y le dijeron: “o se va con nosotros o lo matamos”. Ese día lo hicieron andar como tres horas y lo iban azotando por todo el camino. Cuando él me mostró la espalda toda rajada yo me puse a llorar y mi mamá me dijo que le rogara para que se viniera para el pueblo. Al decirle eso, Norbey me contestó: “Y si no le ayudo a mi papá, ¿quién nos va a dar para la comida?”.

Como ya mi papá no podía venir a visitarnos y mi mamá no podía ir a la finca, un día una tía vino aquí a decirle a mi mamá que cuando mi papá le estaba sirviendo el desayuno a mi hermano, llegaron y le dijeron que se tenía que ir con ellos y que si no iban a matarlos. Cuando él salió, lo único que le alcanzó a decir a mi papá era que le diera la bendición. Eso fue en marzo de 2004 y desde ese momento no volvimos a saber de él.

Unas dos semanas después de la desaparición de Norbey, ya pasó lo de mi papá… Ahí se volvió negra mi vida.
Nos íbamos a ir para la procesión de Viernes Santo, y, mientras mi mamá y mis hermanos salían, yo me puse a jugar en la calle, cuando veo que paró un bus al frente de la casa y vi que venía familia de la vereda. Muy contenta me iba a subir al carro, pero el ayudante se bajó y me dijo: “Aquí viene su papá, llame a la mamá”, y como hacía muchísimo tiempo no lo veía, toda feliz fui a la carrera a decirle a mi mamá, que se estaba bañando. Y grité: “¡Mamá, llegó mi papá!”, y me devolví, sin dejar de correr, a verlo bajar porque él ahí mismo que llegaba me cargaba y me daba chitos. Al momentico llegó mi mamá, que no sé cómo salió tan rápido del baño; ella también empezó a mirar el bus y, al no verlo, le dijo al ayudante: “¡Dígale que se baje rápido pues!”. Entonces se le acercó un tío que también venía ahí y le habló pasito: “No, es que a él lo traemos es en la maleta”. Y mi mamá dijo: “Cómo así!”. “Sí, es que lo mataron”, le dijo mi tío.

Mi mamá casi se cae. Se puso a llorar y a llorar. Y me decía: “Ya no va a volver a ver a su papá”. Eso era lo único que entendía en ese momento. Pero lo que no podía entender era cómo hacía yo para que mi mamá no llorara más. Uno de cinco años no sabe qué hacer. El carro siguió y mi mamá ya no se quería arreglar.

En la velación yo estaba como aturdida, elevada. Mi mamá me miraba y me repetía: “Ya no va a volver a ver a su papá”. Yo solo veía que no paraba de llorar. Lo enterraron al otro día.

Después de lo ocurrido con mi papá y mi hermano, quienes eran los que nos sostenían, seguí un tiempo en el hogar donde me tenían mientras mis papás trabajaban, pero le tocó sacarme porque no tenía con qué pagar.
Como los domingos la parroquia recoge mercados para repartir los lunes a la gente más pobre, mi mamá se madrugaba a hacer fila. Los lunes uno era feliz esperándola en la casa con las cosas. Aunque había veces que traía solo una librita de arroz, porque eran muchas las familias que hacían fila. ¡Huy!, fueron muchos los días que mi mamá me mandaba a estudiar con aguapanela, que era simple simple, pues apenas se veía el agua con un poquito de color, o incluso con mera agua porque no había nada de panela.

Después, una señora se dio cuenta de nuestra situación, entonces fue y habló con las monjitas en el internado campesino y les dijo que por qué no me recibían allá, que mi mamá les pagaba con trabajo: labrando la tierra pagaba mi comida. Pero para mí a veces era peor porque sabía que mientras yo desayunaba bien, allá en la casa no tenían con qué comer. Yo no sabía cómo pasar una cucharada pensando en eso. No sé si era más duro pasar hambre o imaginarme lo que ocurría en la casa. Entonces yo guardaba en una bolsa cositas del almuerzo y como mi hermano menor también almorzaba allá después de que hacía el aseo, con él mandaba la bolsita; y cuando las monjas se descuidaban, cogía pan o alguna otra cosa y los fines de semana le llevaba a mi mamá.

Ya estando en el grado segundo, llegaron unas muchachas que me sacaron del salón un momentico y me preguntaron que cuánto hacía que habían matado a mi papá y que si quería ir a una reunión donde iba a ver más niños para que compartiera con ellos y jugara.

Yo me fui con Andrés Camilo, mi hermano menor. Estaba muy asustada y con pena, pero al ver tantos niños y otras niñas de mi misma edad que estaban jugando, me familiaricé más fácil. Ese día empezó la Fundación Casa del Niño y la Niña. Lo que más recuerdo de ese diciembre fue un relojito que me dieron allá de regalo, porque yo nunca había tenido uno y menos que alumbrara.

En la Fundación teníamos la oportunidad de hablar con doña Gloria Aristizábal, la psicóloga, y así iba sanando tanto rencor. Porque yo sabía que iba a crecer y decía que algún día iba a conocer a los que mataron a mi papá y les iba a hacer algo. Esa era la historia que yo contaba para desahogarme, y como que uno no lo creía, aunque era la realidad, pero me he ido recuperando.

Era muy triste recordar las cosas. Yo empezaba a decir “papá” o “hermanito”, y ahí mismo me salían las lágrimas. Lo más duro en la Fundación era el encuentro con doña Gloria: un día me llamó y, como ya me suponía para qué era, yo por dentro temblaba del miedo. “Tengo que hablar y no voy a ser capaz”, pensaba muy asustada. Cuando me senté, ella me anticipó: “Bueno, Mónica, hablamos o hablamos”. Ese día recuerdo que cuando empecé a contar, lo que más hice fue llorar. Cada ocho días fui contando a poquitos. Creo que hablé de todo lo que me había sucedido como a los dos años.

Además, como para desahogarme, le contaba a la psicóloga que mi mamá sufría mucho porque no tenía comida para darnos, que nos mandaba a estudiar con hambre, que lavaba ropa ajena para que le dieran papa o una panela. Con el tiempo me di cuenta que yo no era la única a la que le habían pasado cosas duras y que era muy afortunada por tener a mi mamá viva, porque varios de mis compañeritos se habían quedado sin papá y sin mamá.

En tiempos de Navidad y de cumpleaños, en la Casa del Niño y la Niña hacían una fiesta. Eso era increíble; se le olvidaban a uno las tristezas porque éramos desesperaditos, pendientes de los dulces y del regalito que nunca faltaba.

En diciembre también nos decían que le escribiéramos cositas al Niño Dios. Yo siempre le pedía en la boletica: “Niño Dios, yo quiero estar con mi hermanito. Niño Dios, yo le pido que devuelva a Edis Norbey o que por lo menos le regresen a mi mamá los huesitos, porque ella sufre mucho. Si usted le da eso, mi mamá deja de llorar”. Mi mamá también me decía que le pidiera eso al Niño Dios. Los otros compañeros le pedían patines y bicicletas, pero yo solamente le pedía que aparecieran los restos de mi hermanito. Es que mi mamá lloraba a toda hora.
Cuando nos tocaba ir a La Casa del Niño y la Niña, era el día más feliz. La noche anterior, Camilo y yo preparábamos la ropa y lo que íbamos a llevar. Como nos daban un ratico para jugar antes de empezar las actividades, el que llegara más temprano era el que podía disfrutar de los patines, aunque fueran ‘pecuecosos’ (porque los usábamos varios niños en diferentes días), era lo que más nos gustaba; los que llegaban tarde se conformaban con las muñecas o los juegos de mesa. Uno ahora se ríe al recordar el olor tan horrible de la pieza cuando uno entraba a coger los patines.
Aunque uno se sentía bien en la Fundación, cada rato volvían los recuerdos, sobre todo cuando salíamos a vacaciones después de celebrar la Navidad. Aunque en el último año, antes de sacar grado (que es hasta ese momento que a uno lo admiten allá), dije que no podía seguir así. Me ponía a mirar a los que se habían graduado: ellos ya con su proyecto de vida, desarrollándolo, y pensaba: “¡cómo seguir quejándome y vivir así con dolor toda una vida! Tengo que salir adelante y ayudar a mi mamá”.
Eso era como difícil porque hay cosas que no se pueden superar del todo; uno cree que ya ha olvidado y no es así. Por ejemplo, hace unas semanas fue el día del padre, y saber que no podía compartir con él; recordar que cuando llegaba de la finca a caballo con mis amiguitos, lo hacíamos bajar y él nos montaba… Ese día me quería encerrar, pero fui al cementerio.
Seguí pensando en mi mamá, porque yo la veía que terminaba muerta del cansancio con el trabajo en el hogar campesino y a mí me daba mucho pesar. Entonces un día le dije: “Mamá, retírese, que de alguna forma vemos cómo hacemos para la comida”. En esos momentos apareció un ‘angelito’ en la Fundación. Una de las que inició la Casa del Niño me consiguió un padrino que mensualmente aportaba, creo que 50 mil pesos, y con eso nos daban un bono para mercar.
Ocho años después fui con mis hermanos a la finca y desde abajo de la carretera una hermana mía me mostró: “Mire, allá era donde vivíamos”. Estaba todo en rastrojo, en puro monte, pero el techo sí se alcanzaba a ver. Subimos. Vimos en la entrada el contador de la luz, luego entramos hasta la cocina, al baño y después a una pieza, y ahí todavía permanecían algunos afiches de mi hermanito (al ver eso se me salieron las lágrimas). Seguimos recordando cosas, pero sin mencionar la tristeza, porque nos preocupábamos por contar solo anécdotas bonitas de cuando vivíamos allá. Todos nos reíamos y hablábamos que qué bueno organizar de nuevo la casa para estar yendo, pero eso sigue abandonado.
El año pasado me gradué de bachiller y técnica en Asistencia Administrativa del Sena. Desempeño esa técnica con Adepag –proveedor de los restaurantes escolares de Granada–, y con ese ingreso le doy plata a mi mamá, pero también quiero ayudar a mi hermanito Camilo, porque él me dice que desde que mataron a mi papá no ha podido perdonar y eso ahora lo tiene sumido en las drogas.
Mónica, sentada en su cama, después de haber paseado la mirada a sus 17 años de vida a través de fotografías, deja el álbum abierto encima de las piernas y los ojos puestos sobre la foto de los 15 años, que está acompañada de una frase. Antes de leerla, dice: “Yo quiero sacar a mi hermano Camilo de donde se encuentra y poner a vivir como una reina a mi mamá. Ese es mi sueño”.
Y leyó en voz alta:
La vida está llena de pequeñas sorpresas como las que me han brindado Dios y mi familia. Corrí tras el sol, tras el mar, tras las nubes, vestí muñecas de sueños y alcancé el umbral de mi juventud, tengo mi mirada en el presente y me siento mujer, tengo en mi mente un futuro lleno de anhelos, oportunidades y sueños por vivir.