Desde las arepas asadas al carbón en su infancia, pasando por Danta y llegando a la investigación académica, Mónica Montoya ha forjado una conexión profunda con el maíz, un portador de memoria y prácticas ancestrales.

Por: Juliana Builes Aristizábal 

Foto: cortesía Sara Bolívar  

El primer recuerdo que Mónica tiene del maíz es el aroma de las arepas asadas al carbón en los fogones que algunas señoras de su barrio en Ibagué sacaban cuando ya caía el sol. Los vecinos las compraban para desayunar al día siguiente.  

Mónica también recuerda las épocas en que iba de vacaciones a Medellín a la casa de su abuela y ella le preparaba la “arepa tela” para comer en la mañana. Sin embargo, en su memoria de adulta treintañera no está esa imagen que quizá quienes nacieron en otros tiempos y contextos sí conservan: la de la persona cocinando en leña el grano de maíz, moliéndolo en un viejo aparato de metal y luego armando el alimento con sus propias manos. Cuando Mónica crecía, en los años noventa, las arepas ya se podían comprar listas en la tienda y conservar en la nevera. 

“Yo digo que me encontré con el maíz desde que nací, porque mi cumpleaños es el 21 de junio y ese día es el solsticio de verano, cuando se celebran las fiestas del Inti Raymi, es decir, la fiesta del sol. Allí se celebra la cosecha del maíz y la de otros alimentos”, cuenta Mónica Montoya, dueña de Danta, un proyecto productivo que transforma el maíz criollo y ancestral en alimentos.  

Danta nació a mediados de 2017 como un proyecto productivo para promover el rescate de maíces nativos y criollos a través de la elaboración y transformación de amasijos: esos alimentos que se hacen con masa, en este caso proveniente del grano cocido. Mientras cursaba el pregrado de Historia en la Universidad Nacional, sede Medellín, Mónica había explorado diferentes temas de estudio; sin embargo, siempre sintió que no se conectaba del todo con alguno. “Danta nació el día en que empecé a preguntarme qué quería hacer con mi vida”, lo que sucedió después de graduarse como historiadora. “En ese momento, comencé a leer sobre la historia de los alimentos y llegué al maíz a través de un texto que me tocó las fibras, era de Gregorio Saldarriaga, un investigador de la Universidad de Antioquia”, relata hoy Mónica, más de seis años después de aquella iluminación. 

La primera arepa que hizo Danta fue de color café, pues venía de la variedad maíz azulito, una especie criolla sembrada por los campesinos e indígenas zenú de Asoproval en San Andrés de Sotavento, departamento de Córdoba, en el Caribe colombiano. El apellido “criollo” se le da al maíz por la necesidad de diferenciarlo de las semillas certificadas, explica Mínica. “Todo el mundo nos decía que eso parecía malo, que parecía carne”, dice refiriéndose al color de aquellas arepas tan particulares.  

Por hacer arepas distintas, mantener su emprendimiento y ensayar a fabricar otros amasijos, Mónica profundizó en sus conocimientos sobre el maíz. “Unos llegan al mundo del maíz por medio de las semillas, otros llegan por medio de la cosecha, otros, como yo, por la transformación y la comercialización”, y fue así como comenzó a hacerse muchas nuevas preguntas sobre un producto que es la base alimentaria de gran parte de los países de América Latina.

Según la corporación Espora, la cual conserva semillas nativas de diferentes alimentos, se cree que en México está el centro origen del maíz, donde existen por lo menos 67 razas. Colombia tiene 23.

Según la corporación Espora, la cual conserva semillas nativas de diferentes alimentos, se cree que en México está el centro origen del maíz, donde existen por lo menos 67 razas. Colombia tiene 23.

La maestría  

En 2019, Mónica comenzó a estudiar la Maestría en Ciencia de la Información con énfasis en Memoria y Sociedad. En este contexto, su emprendimiento productivo se entrelazó con la investigación académica, lo que dio origen al proyecto Recuperación de las memorias y saberes tradicionales del maíz criollo para su salvaguardia y contribución a la defensa de la soberanía alimentaria. 

El proyecto, que se convirtió en su trabajo de grado en modalidad de profundización, lo planteó en la vereda La Lomita de Santa Rosa de Osos, a hora y media de Medellín. Allí abordó el caso específico de un guardián de semillas, un productor tradicional de maíz y una portadora de saberes ancestrales relacionados con la transformación del maíz. Mónica llevó a cabo un proceso de observación participante con el fin de comprender las dinámicas del maíz criollo desde adentro de los mundos de estas tres personas. 

“Yo me empecé a peguntar cómo podíamos pensarnos el maíz como un sujeto. Por ejemplo, las semillas entendidas como un archivo biológico, porque en ellas se almacena un montón de siglos de domesticación y de adaptación. Pero a su vez como un archivo cultural porque ¿Quiénes las han domesticado?, ¿Quiénes las han adaptado?, pues nosotros lo hemos hecho, también heredando un montón de saberes” cuenta Mónica desde su lugar de trabajo en el barrio Prado de Medellín, donde funciona Danta.  

La vereda La Lomita depende económicamente de la siembra y venta del café. El maíz es uno de los varios cultivos de pancoger, es decir, que hacen parte de la economía de subsistencia y que están arraigados a lazos culturales y emocionales que contribuyen a la preservación y continuidad de este alimento. Además, el maíz forma parte de la dinámica familiar y comunitaria de la región. Así se lo mostraron Walter Pérez, Luz Angela Pérez y Javier Salazar, los protagonistas de su investigación. 

Los guardianes de semillas como Walter Pérez juegan un papel importante en este cultivo, pues son los encargados de conservar, multiplicar y difundir la existencia de las variedades de maíz criollo. Las semillas de maíz criollo se intercambian entre los miembros de la comunidad y son inagotables, una característica con la que no cuenta las semillas certificadas, que solo pueden generar una cosecha.  

La relación entre la semilla de maíz y quien la planta, como Javier Salazar, desencadena la movilización de todos estos conocimientos. Finalmente, la portadora de saberes tradicionales, en este caso Luz Angela Pérez, transmite su conocimiento sobre la elaboración de productos a base de maíz de generación en generación, lo que arraiga ciertas costumbres culinarias en las familias que reciben esta información, como sucede en La Lomita.  

Sobre esto, añade Mónica. “Decimos que el maíz puede ser un archivo que permanece inmóvil, pero cobra vida precisamente cuando se manifiesta en el contexto donde se siembra, se cosecha y se transforma”. 

Después de haber abordado académicamente la memoria del maíz, Mónica consolidó su trabajo con Danta. Hoy en día el proyecto produce arepas con maíces criollos y nativos de diversas regiones del país, dependiendo de las cosechas disponibles en cada momento. Nunca dos producciones son completamente idénticas, debido a las variaciones en las condiciones de la siembra. San Andrés de Sotavento y La Lomita, en alturas y territorios disímiles, son los suelos en que se sigue cosechando el maíz de las arepas de Danta. Las recetas por su parte provienen de la tradición familiar de Mónica y de su profunda conexión con el grano madurado por el sol.