“Black Lives Matter” (las vidas negras importan) empezó como un hashtag en redes sociales que se convirtió en un movimiento internacional de lucha contra el racismo, una protesta ciudadana contra la violencia racial que interpela la conciencia de la humanidad, mientras nosotros, que supimos de la ignominia de los “falsos positivos” hace más de una década, seguimos sin un hashtag y sin una ciudadanía movilizada que reconozca que todas las vidas importan.

 

Por Andrés Suárez*

Foto: Lauracotes Wikimedia Commons

Black Lives Matter (las vidas negras importan) surgió como un mensaje de reacción en redes sociales ante una decisión judicial que en 2013 absolvió a un policía blanco por el asesinato de un hombre negro en los Estados Unidos, una respuesta ciudadana contra lo que se consideraba una injusticia más que persistía en negarse a rechazar y a condenar la violencia racial.

Un hashtag que no solo se hizo viral sino que se convirtió en un movimiento internacional en el que se multiplicaron gestos simbólicos dentro de la lucha contra el racismo, algunos de los cuales se han inscrito en la vida cotidiana de la ciudadanía global como el gesto de poner una rodilla en tierra durante un minuto antes del inicio de cada partido en la liga profesional de fútbol en Inglaterra o en la consigna impresa en la parte posterior de las camisetas de los equipos de fútbol, allí donde usualmente van los apellidos de los jugadores.

Este mensaje es simple pero profundo, nos interpela porque nos dice que mientras las vidas no importen, la violencia continuará; que mientras las vidas no importen, las injusticias se perpetuarán. Pero es un mensaje en tono positivo, no dice lo que nos falta, reivindica lo que somos: que las vidas de los otros importan y, al hacerlo, llama a la acción.

Esta sencilla frase ha sido considerada como una de aquellas que ha cambiado al mundo, los pequeños grandes cambios que imprime el lenguaje en tiempos en que se nos imponen pocas palabras, pero contundentes.

Esa consigna no debería sernos ni ajena ni distante, mucho menos pasar desapercibida, sobre todo si pensamos en la ignominia de muchos crímenes del conflicto armado y de nuestra violencia cotidiana que han sido posibles justamente porque se han perpetrado en contra de otros cuyas vidas no importaban. Pensemos en las ejecuciones extrajudiciales conocidas como “falsos positivos”; el asesinato y la desaparición forzada de personas que fueron presentadas como bajas en combate por agentes de Estado.

 

Los “falsos positivos”

Hace más de diez años supimos de los “falsos positivos” y hace un par de semanas la Jurisdicción Especial para la Paz presentó la resolución de conclusiones para el juzgamiento y sanción de los máximos responsables y participantes determinantes del subcaso Norte de Santander del macrocaso 03 sobre asesinatos y desapariciones forzadas presentadas como bajas en combate.

Este pronunciamiento de la justicia transicional nos recuerda que la estrategia criminal se apuntaló no solo en la exigencia de resultados operacionales, de su medición por conteo de cuerpos o de los incentivos materiales y simbólicos como los permisos, las vacaciones o los reconocimientos, sino también en la posibilidad de que esto pudiera llevarse a cabo porque las vidas de las víctimas seleccionadas no importaban.

La señora Blanca Monroy, madre de Julián Oviedo Monroy, desaparecido en Soacha el 2 de marzo de 2008 y presentado al día siguiente como baja en combate en Ocaña, expresaba su tristeza al oír cómo los máximos responsables reconocían que habían matado a personas inocentes, a sabiendas de que lo eran, y que no les había temblado la mano para hacerlo, según expresó en la serie documental de justicia restaurativa No más silencio de la Jurisdicción Especial para la Paz, en el capítulo “Las locas estábamos diciendo la verdad” del 30 de octubre de 2022.

En su declaración la señora Blanca añadió: “Las locas no estábamos siendo locas, estábamos diciendo una verdad, nuestros hijos no eran guerrilleros, nuestros hijos eran unos muchachos de bien, humildes, trabajadores, pero eran unas personas de bien”.

Lo que resulta incomprensible para doña Blanca es lo que revela el patrón macrocriminal de los “falsos positivos”: las vidas de los otros simplemente no importaban.

Eligieron a jóvenes desempleados de barrios periféricos de las grandes ciudades, pero también buscaron a personas con adicción a las sustancias psicoactivas, a personas en situación de discapacidad y a personas habitantes de calle, aquellos que no importaban porque nadie iba a preguntar por ellos y ellas. Quienes fraguaron esta estrategia criminal buscaron a las víctimas en las grandes ciudades, estaban convencidos de que no se iba a saber, porque simplemente eran vidas que no importaban.

Pero después los pudieron matar porque a ellos tampoco les importaban, de ahí que no tuvieran ni siquiera que apelar al desprecio por el enemigo para justificar el asesinato, solo transferir la identidad de aquellas vidas que no importaban a la de aquellas vidas que despreciaban, las etiquetas eran intercambiables sin mayores problemas de conciencia, los que no importan pueden ser presentados como aquellos a los que despreciamos.

El agravante es que las víctimas no eran el enemigo, no fueron atacadas por lo que hicieron, sino por lo que eran, aquellas vidas que no importaban, ni en la guerra ni en la paz, y que por tanto eran prescindibles.

 

Las continuidades entre los “falsos positivos” y las “limpiezas sociales”

Las vidas que no importan no solo han sido funcionales para reproducir la violencia entre quienes han hecho la guerra, hacen parte de la cotidianidad de nuestras violencias al margen del conflicto armado. ¿Acaso los “falsos positivos” son muy distintos de las “limpiezas sociales”? ¿No se han presentado acaso las “limpiezas sociales” como éxitos en la seguridad ciudadana con la participación y el beneplácito de amplios sectores de la sociedad?

Hay mucho más de continuidad de lo que aceptamos, una y otra comparten la idea de que hay vidas que no importan, que hay vidas prescindibles, y que la reafirmación de un orden social y moral todo lo justifica.

Las víctimas de los “falsos positivos” fueron también víctimas de las “limpiezas sociales”: habitantes de calle, personas con adiciones a sustancias psicoactivas, personas en situación de discapacidad y jóvenes, que por el solo hecho de serlo, fueron asesinados en una sociedad que demandaba orden y seguridad. No importa lo que hagan, importa lo que son: vidas que se desprecian y que pueden ser exterminadas con aprobación social.

Los “falsos positivos” deberían ser el espejo de las “limpiezas sociales” y reconocer que unas violencias se alimentan de otras, y que un hashtag sobre las vidas que importan impacta la vida que continúa después de la guerra, porque lo más fácil sería pensar que los “falsos positivos” son parte de un pasado superado que no se repetirá mientras no nos cuestionemos por el fondo de la práctica criminal, que no es otra cosa que tomar conciencia por las vidas que importan.

 

Las vidas que importan en clave de reparación

La resolución de conclusiones de la JEP contra los máximos responsables y participantes determinantes en los “falsos positivos” del subcaso Norte de Santander también incluye proyectos de sanción restaurativa que fueron presentados por los comparecientes, consultados por las víctimas y aprobados o reformulados por la Sala de Verdad y de Reconocimiento.

Estos proyectos de sanción restaurativa se concentran en acciones de reparación simbólica con un contenido restaurador centrado en la dignificación y la memoria, por eso la mayoría de las propuestas son trabajos de memoria como memoriales, exposiciones museográficas, videos documentales y cátedras para la no repetición.

Sin embargo, me preguntaba si no hicieron falta proyectos de sanción restaurativa con un enfoque preventivo que trascendieran a las víctimas directas del macrocaso. Esto implica pensar en las víctimas potenciales como fórmula de prevención y no repetición, apuntar a las identidades de las vidas que no importan, a las de aquellos que son como las víctimas de los hechos y que por eso mismo pueden serlo en el futuro, que la individualización no nos haga perder de vista a los que aún están pero que comparten la situación de vulnerabilidad de quienes fueron víctimas.

Por qué no pensar en una sanción restaurativa en la que los comparecientes desarrollaran un trabajo social al servicio de centros de rehabilitación para personas con adicción a sustancias psicoactivas, centros especializados para personas en situación de discapacidad, hogares de paso para habitantes de calle o centros comunitarios y culturales en barrios periféricos para jóvenes en situación de vulnerabilidad, porque de lo que se trata una sanción restaurativa es de que el compareciente pueda transformarse mientras repara un daño, y qué mejor manera de hacerlo que trabajando para aquellos cuyas vidas no les importaron, reconociendo en la cotidianidad con ellas y ellos la importancia de sus vidas y compartiendo esto con resto de la sociedad.

Hagamos entonces nuestra versión colombiana de “Black Lives Matter”, no protestando contra una decisión judicial sino más bien respaldándola, apropiando la verdad para transformar, porque es un mensaje que le habla a muchas de nuestras violencias y que debemos asumir para la no repetición. Multipliquemos los símbolos, improvisemos los gestos e irrumpamos en la cotidianidad de la ciudadanía, hagamos nuestras las palabras y traduzcámoslas en prácticas, siempre recordando que la memoria no solo mira al pasado, sino que se proyecta hacia el futuro.

 

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.


 

* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad.