El 3 de diciembre de 2018, un hombre armado atentó contra la vida de José Ariza, líder comunitario de Vista Hermosa, Meta. Esta es la historia de ese día, de lo que ocurrió antes y de lo que vino después.

Por: Juan Camilo Castañeda

José Ariza nació hace 38 años en el municipio de San Juan de Arama, sur del Meta. Siendo niño fue dado en adopción en Viotá, Cundinamarca, donde creció. Aunque guarda buenos recuerdos de su familia adoptiva, algunas las circunstancias que ha atravesado le hacen pensar a este campesino y líder comunitario que “si la vida fuera un partido de fútbol, a mí me tocó ser la pelota”.

De su madre biológica sabía poco, de su padre nada. La única certeza con la que creció fue que tenía dos hermanos y que vivían por la región de la serranía La Macarena. Hace 6 años, cuando ya habían muerto sus padres adoptivos y se encontraba radicado en un municipio del suroeste de Antioquia, la curiosidad por saber quiénes eran ellos lo arrastró hasta la zona que históricamente había sido un bastión de la guerrilla de las Farc. En La Macarena pidió permiso a este grupo armado para poder buscarlos. Pronto se enteró de que uno había pertenecido a los insurgentes y había fallecido. Del otro, aunque sospecha que corrió la misma suerte, solo pudo saber que estuvo en las filas del Ejército. “Independientemente de quiénes fueran, creo que era mi derecho conocer a mi familia”, explica José.

A pesar de que en 2013 el conflicto armado en La Macarena era intenso, José se sintió cautivado por esa región y decidió quedarse: “en medio de la guerra se vive cierta paz”, comenta. Habla de la tranquilidad de la selva, del aire puro, de poder cultivar sus propios alimentos. En la vereda a la que llegó, un pequeño caserío a 45 kilómetros de La Macarena y a 96 de Vista Hermosa, Meta, se encontró con una comunidad de campesinos que conservaban unas prácticas de autocuidado y solidaridad que lo hicieron sentir cómodo. Cree que por haber terminado el bachillerato en una zona en la que no hay escuelas, sus vecinos empezaron a buscarlo para que ayudara a solucionar problemas que ocurrían en la comunidad y que lo fueron posicionando como un líder.

José advierte, sin embargo, que las características que lo hicieron un líder las cultivó desde años atrás, cuando participó en grupos juveniles y en organizaciones sociales y campesinas en Cundinamarca y Antioquia. “Yo toda la vida he visto a campesinos pasándola mal, aguantando hambre y con miedo de reclamar sus derechos, que no son una cosa del otro mundo. Al menos, en mi caso, intento alzar la voz, reclamar cosas que están plasmadas en la Constitución, que la entiendo como un acuerdo de otras personas donde dicen qué es lo justo”, comenta.

El proceso de paz

En una librería de Medellín, lejos del campo –su escenario natural– vestido con una camisa tipo polo blanca de cuello azul, bajo la cual lleva un chaleco antibalas, José dice que en su momento no estaba a favor de la firma del Acuerdo de paz entre el Estado y las Farc.

Aunque los actores armados se encontraban en las faldas de su vereda, tenía dos razones de peso para oponerse a dicho pacto: la primera es que considera que en la negociación no se tuvo en cuenta la voz de las comunidades; y la segunda, él anticipaba que después el desarme de las Farc surgirían nuevos grupos armados y los campesinos estarían vulnerables a otras violencias.

En ese conflicto armado, entre los insurgentes y el Estado, para campesinos como José era fácil identificar a los actores que actuaban en la región. “Un ejemplo –explica José–, aparecía un muerto y uno preguntaba: ¿señores de las Farc fueron ustedes? y ellos decían no, entonces uno sabía que era el gobierno. Pero hoy hay un bochinche que no lo podemos entender por esa fragmentación y ese fue el miedo de nosotros”.

Ante esos miedos manifestados por José en distintos escenarios, el gobierno le hizo la promesa de que el Ejército se encargaría de la seguridad de los territorios que serían abandonados por las Farc, una tarea que cree que no han cumplido. “Nos parecía muy bueno que dejaran de morir policías, soldados y guerrilleros, pero ahora llevamos del bulto nosotros, los líderes sociales que reclamamos derechos, que mediamos entre los actores armados, que gestionamos proyectos, recursos y que, si lo hacemos bien, sin corrupción, terminamos incomodando a tantos actores que están involucrados ahí: sea gobierno, grupo armado, empresario, etcétera”, explica José.

El comité

A José lo invitaron a asistir a la Décima Conferencia de las Farc que se celebró entre el 18 y el 23 de septiembre de 2016 en los Llanos del Yarí, Meta. Acudió porque mientras las Farc estuvieron activas eran quienes ejercían el poder en la región de La Macarena. En esa conferencia el grupo guerrillero tomó la decisión de dejar definitivamente las armas. Pero para José la noticia más importante en aquellas jornadas fue el parte que los jefes del grupo guerrillero dieron en una reunión a los líderes comunales: “nos declararon a todos libres, tanto como comunidades, como autoridad civil, podíamos hacer las cosas sin necesidad de autorización de ellos”, recuerda.

Ahí sintió alguna esperanza con la firma del Acuerdo. Ese parte de libertad le permitía tener autonomía para organizar a la comunidad y gestionar de manera independiente recursos y proyectos y reclamar ante el Estado sus derechos.

En 2017 emprendió una tarea ambiciosa junto con otros 16 presidentes de Juntas de Acción Comunal de la región, una alianza a la que simplemente llamaron Comité pro carretera. “Se juntaron finqueros, comerciantes, campesinos, trabajadores que aportaban un dinero de acuerdo con sus capacidades. Si no tenían, aportaban un día de trabajo y así. El objetivo era mejorar la vía que comunica a Vista Hermosa con La Macarena y resolver algunas necesidades inmediatas”, relata.

Hasta 200 millones de pesos llegaron a recoger para la reparación de la vía. Las inversiones de ese dinero eran decididas en reuniones en las que participaba toda la comunidad y organizaron un sistema de fiscalización para verificar que se gastara correctamente y todos los que aportaban tenían derecho a preguntar por informes de ejecución. “Hubo reuniones a las que llegaron a asistir más de 500 personas y tocaba matar un novillo para el almuerzo de todos”, recuerda José.

Mediador en la guerra

A principios de 2017, cuando las Farc y el Estado ya habían firmado el Acuerdo, tras la negociación en La Habana, a José lo contactó un mayor del Ejército que patrullaba por la vereda con 300 soldados. Había perdido comunicación con un grupo de guerrilleros que también andaban por la zona y se dirigían a uno de los espacios de concentración. El mayor quería evitar un encuentro que produjera un enfrentamiento armado. “El Ejército no estaba preparado para la paz. Los mandos la tenían clara, pero las tropas no. Lo mismo pasaba al otro lado, entonces, nosotros teníamos que evitar eso, nos tocaba ponernos en el medio”. Su tarea en aquella oportunidad fue coordinar con otros líderes de la zona la circulación de información que permitiera al Ejército y al grupo insurgente moverse de manera tal que evitara un encuentro.

Pero con la firma del Acuerdo, la dejación de armas y la libertad que les dio las Farc, la violencia no paró y, como José lo anticipó, se crearon grupos disidentes. “Se perdió la ideología. Allá algunos de ellos se dedicaron fue a obtener dinero y eso nos perjudicó”, anota. Por eso, siendo el líder de la vereda siguió mediando entre los actores armados y los civiles, una situación que le trajo problemas.

Como el día en que lo llamó un capitán del Ejército que se encontraban liderando un operativo militar contra grupos disidentes. El capitán le pidió el favor de ayudar a proteger a un niño de la vereda que había sido reclutado forzosamente y había huido del grupo armado. “Me dijo que no podía frenar el operativo y tampoco podía dejar ir al niño. Entonces, yo le dije: ‘muy sencillo, acompáñeme a una casa, déjeme tropa ahí, que nos cuiden al niño y a mi, hasta que las instituciones del Estado puedan entrar por nosotros’. Ese operativo duró 48 horas hasta que pudo entrar un helicóptero a sacarnos a los dos”.

Los llevaron a La Macarena y cuando iba a regresar a la vereda, un vecino le avisó a José que lo estaban esperando a mitad de camino y que lo iban a matar. Decidió tomar una avioneta a Villavicencio y regresar a la vereda por la otra carretera de acceso. Pero entonces empezaron las amenazas en su contra, hasta que gran parte de la estructura armada que operaba allí fue desarticulada por las Fuerzas Militares.

En otra ocasión secuestraron a cuatro empleados de una empresa en la vía que conecta a Vista Hermosa con La Macarena. A dos de ellos los asesinaron y el grupo armado responsable lo contactó para que fuera el mediador en la tarea humanitaria de devolver los cuerpos a los familiares. José pidió a la comunidad crear un comité que gestionara la labor, pero solo una persona se ofreció como voluntaria. Los dos se dirigieron hasta el punto de encuentro acordado con el grupo armado, que los guio hasta un terreno en el que se veía la tierra movida. Eran las 11 de la mañana y les pidieron no regresar al pueblo a dar la información hasta la medianoche.

A las 5 de la tarde José salió del lugar con el compromiso de no dar información hasta que fueran las 12. Al otro día orientó a una comitiva del CTI de la Fiscalía y del Ejército por la selva en la que se encontraban los cadáveres. Pero los familiares de las víctimas lo señalaron como responsable de sus muertes. “A la noche siguiente me llamó el personero y me dijo que aparecieron las otras dos personas vivas, gracias a Dios, porque ellos eran los que podían contar la historia, dieron su versión y a mi no me volvieron a molestar”.

Las amenazas y el atentado

Esas tareas como mediador a las que llegó, más obligado que por voluntad, y la gestión del Comité, precipitaron las amenazas y la persecución contra José y, según dice, contra otros 17 líderes de la organización que han sido perseguidos en los últimos dos años.

La última situación, y la que cree más definitiva para la sentencia de muerte que dictaron en su contra, fue la negativa de José al grupo disidente para que el dinero que recolectaba el Comité se les entregara a ellos. La comunidad prefirió liquidar la asociación y les propusieron a los armados que, como en la época en que las Farc controlaba la zona, fueran ellos directamente los que cobraran “los impuestos”.

Aunque las autoridades le advertían el riesgo que corría y le ofrecían protección por fuera de la vereda, José decidió quedarse alentado por la terquedad de estar cerca de su comunidad y no interrumpir los procesos adelantados. “Nosotros decíamos que no estábamos solos, que teníamos a un pueblo que nos respaldaba”, explica.

Pero el respaldo no fue suficiente. A las 5 de la tarde del lunes 3 de diciembre de 2018, tras una jornada cotidiana de trabajo en el campo, José encontró afuera de su vivienda a un desconocido que venía a pedirle un favor peculiar: que le ayudara a ubicar unas reses que traía a pastorear. José le explicó que él solo podía ayudarle contactándolo con las personas que tenían tierra suficiente para ello. El desconocido se fue al caserío a buscar algo de comer y José fue tras él. Aprovechó que el hombre se distrajo haciendo una llamada, para preguntarle a un vecino, con el que nunca tuvo buena relación, si lo conocía. Le dijo que sí. “Este viene es por mí”, pensó José y se fue, como costumbre, a casa de un amigo a tomar café oscuro y a hablar de las historias del día.

El desconocido regresó y le dijo a José que no tenía saldo en el teléfono, que si le prestaba el suyo y lo acompañaba a hacer otra llamada. José lo acompañó en la motocicleta, corrió su cuerpo hasta la espalda del desconocido que conducía y sintió que llevaba un arma “empretinada”. Fueron a la casa de José, lugar en el que había buena señal de celular. “¿A cuál número le marco?”, le preguntó José con el teléfono en la mano. En ese instante el desconocido ya le apuntaba. “¡No!”, le gritó, pero el hombre le disparó.

José recibió el disparo en la ingle. Pero aquella noche la suerte estaba de su lado. El segundo disparo no salió porque se trabó el arma y José, como pudo, corrió hacia unos potreros aledaños. Mientras huía observaba cómo el desconocido que lo quería matar alumbraba con el farol de la moto la tierra por donde él ya iba dando tumbos.

José se sumergió en la selva. “Entré con miedo. No por la herida, sino por el olor a la sangre porque en esa parte hay tigres, y la tigra cuando está recién parida ataca mucho, es muy agresiva” relata.

Anduvo por la selva varias horas hasta que pudo treparse a un árbol donde, casualmente, le entró señal al teléfono que había roto en medio de la huida. Se comunicó con emergencias, contó los detalles y pidió que dieran aviso a los personeros municipales, a los alcaldes y al general del Ejército de la región, al que conocía.

Antes del amanecer José empezó a caminar por la selva para buscar a un grupo de soldados que tenían una posición fija y que se encontraban a unos 19 kilómetros del árbol en el que se protegió. Cree que caminó quince… se desmayó. Despertó cuando entró una llamada a su celular, era el general del Ejército que le preguntaba por su ubicación. Un par de horas más tarde, casi 17 después de haber recibido el impacto de bala, un grupo de soldados lo ubicó y en helicóptero fue trasladado al hospital de La Macarena.

El verdadero calvario

En ese punto se le quebró la voluntad de regresar a la vereda. Viajó a Bogotá para denunciar el caso y buscar la protección del Estado. “Ahí comenzó el verdadero calvario”, comenta cuando recuerda los primeros días en la capital. “Llegar a una parte donde no conocía a nadie, sin tener donde dormir, donde comer, fue lo más duro”, relata José.

El Estado le concedió un esquema de seguridad de la Unidad Nacional de Protección, donde le asignaron dos escoltas, un chaleco antibalas y una camioneta para transportarse. Además, durante tres meses le dieron un auxilio económico para resolver las necesidades básicas. “Después me tiraron a la calle y me trasladaron para Antioquia. Me fui para el suroeste antioqueño a que me restablecieran los derechos, pero todavía me los niegan”.

En el suroeste esperaba encontrar trabajo en el campo, pero la única opción que encontró era laborar en las obras de reformas del parque de un municipio, pero su esquema de seguridad le prohibía realizar tareas al aire libre. “Esto es una vida muy difícil porque uno pierde hasta la libertad. Me siento como en una cárcel” anota José.

Desesperado por su situación económica se trasladó a Medellín para pedir ayuda en la Defensoría del Pueblo. El funcionario que lo atendió remitió la queja a un programa de protección que tiene la Gobernación de Antioquia y que hoy le brinda el mínimo vital: “por lo menos ya tengo asegurada la vivienda y la comida por un tiempo. ¿Pero después qué? yo no me puedo comer las llantas del carro que me asignaron”.

Por eso espera que pronto lo ubiquen en un puesto de trabajo. La oportunidad más cercana es vincularse con el programa de sustitución voluntaria de cultivos, tarea en la que tiene experiencia porque en La Macarena lideró, como miembro de una organización de 714 “raspachines”, la erradicación voluntaria del 96 por ciento de los cultivos de coca.

Él reconoce que la mayoría de habitantes de aquella región subsistían del cultivo y la recolección de la coca y recalca que ante la erradicación voluntaria el gobierno le ha incumplido a los cultivadores y recolectores. “Hasta la vereda fue el general del Ejército, Omar Sepúlveda, a felicitarnos por la erradicación, pero no nos han cumplido. A algunos campesinos les llega un subsidio cada dos meses de dos millones de pesos, eso mientras se aprobaban los proyectos productivos que presentamos hace dos años y que no se han empezado a ejecutar. Y a los recolectores, a la fecha, no nos han dado un peso”, cuenta José.

En Medellín José vive entre el reclamo al Estado para que restablezca sus derechos y la creación de vínculos con organizaciones sociales que le permitan seguir ejerciendo liderazgo, ahora enfocado en asesorar a personas y comunidades.

Una de las cosas que más lamenta José es el rechazo y la estigmatización sobre los líderes sociales. En algunas ocasiones, al presentarse como líder, la gente le pregunta cuál es el frente de las Farc en el que participó. “Nos confunden como si fuéramos militantes de un grupo armado. Además, como uno es el que pelea, el que reclama, hay gente que lo mira mal a uno, que cuando les digo que soy líder me dicen que de lejitos. Si la gente se preocupara de verdad por saber quiénes somos, qué hacemos y que no somos solo una cifra de muertos, nos entenderían y valorarían nuestra función en la sociedad”, concluye.

José espera encontrar de nuevo un lugar en el campo, en el que pueda cultivar la tierra. Dice que no importa el municipio, porque nada lo ancla a un lugar y tiene claro que donde sea que vaya encontrará necesidades e injusticias que, como ha ocurrido antes, lo conducirán a emprender el liderazgo que tanto lo caracteriza.