Recorrimos los murales de San Carlos junto a José López, uno de los artistas que está detrás de la resignificación de espacios en ese municipio del Oriente antioqueño.

Por: Elizabeth Otálvaro Vélez

A dos cuadras del parque principal de San Carlos, sobre la calle que conduce a la salida hacia el vecino municipio de Granada, está el edificio Punchiná. Una edificación de tres plantas que fue conocida durante el conflicto como “la casa del terror”; allí se asentaron los paramilitares y tras su desmovilización se conocieron los hechos de tortura y barbarie que ocurrieron bajo el techo de ese lugar, incluso, en su solar fue encontrado el cuerpo de Leidy Cano, una menor de 15 años que estaba desaparecida.

Pero este espacio no es más una oda al dolor. En la actualidad funciona allí el Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación (CARE). En sus paredes hay flores pintadas por niños y adultos y todo un arsenal de memorias de transformación. Entre ellas, un mural de diez metros de alto por tres de ancho en el que cuentan la historia del pueblo desde sus antepasados indígenas hasta nuestros días, pasando por la importancia de sus campesinos, sus cultivos y el cambio en sus ríos y cascadas cuando fueron aprovechadas para la generación de energía. Es un resumen de la historia de San Carlos pintado por Joselo y su equipo y es también el primero de los 31 murales que hasta el momento adornan las paredes de este pueblo.

Joselo es José López, un artista sancarlitano que se ha encargado, junto a un grupo de jóvenes, de hacer que el mundo vuelva de nuevo su mirada hacia este municipio del Oriente antioqueño, esta vez no para hablar del éxodo de sus habitantes a causa de la violencia, sino para evidenciar la metamorfosis de un pueblo que ahora se cuenta en sus paredes.

En el edificio Punchiná lo esperábamos un grupo de doce personas, visitantes de Pueblo Bello, corregimiento de Turbo; de Medellín, de Granada y, por supuesto, sancarlitanos, muchos de ellos víctimas del conflicto armado.

La cita para recorrer las calles de San Carlos era a las cuatro de la tarde y muy puntual llegó Joselo para narrar a través de su trabajo artístico cómo es que la juventud logra que una comunidad pueda superar el miedo. “Donde unas manos hicieron daño, nosotros hacemos arte”, fue la frase con la que nos dio la bienvenida al recorrido. Él tiene 35 años y desde hace más de diez, junto a su pareja Alejandra Giraldo y su amigo Juan Fernando Marín, vienen trabajando para conseguir que San Carlos esté invadido por murales.

Tocaron puertas y recibieron muchas negativas como respuesta, hasta que en mayo del 2017 consiguieron que el municipio fuera declarado por decreto administrativo como “San Carlos, el pueblo de los murales”.

Cuenta Joseló que todo empezó a tomar forma hace cuatro años, cuando pintó el mural del interior del CARE, al tiempo que construyeron de manera colectiva un mosaico en la fachada de esa edificación, con la imagen de una abuela bordando la bandera de San Carlos como metáfora de los ancestros tejedores de historias. Esa fue la primera oportunidad para implementar una metodología que han denominado como “los colores de mi alma”, una estrategia para construir con la gente las historias que desean ver plasmadas en sus paredes a través de un ejercicio básico que consiste en aprender el uso del color y de las figuras geométricas, pero, sobre todo, a partir del acuerdo común de construcción de una memoria colectiva que ilustre las prácticas ancestrales, las tradiciones, los rostros de la resistencia y todas aquellas historias que el conflicto no consiguió arrasar.

El objetivo del colectivo “San Carlos, memoria de sueños y esperanzas”, que además de sus tres fundadores hoy cuenta con la participación de Danilo Marín y Valentina Londoño, es resignificar los espacios que fueron escenarios de violencia durante el conflicto armado, en esa fracción del territorio antioqueño.

Joselo tiene su propia historia: en una esquina del pueblo recibió una de las amenazas de muerte que lo obligaron a desplazarse en el 2001. Allí no está más el recuerdo de ese pasado triste que lo acompañó los ocho meses en los que vivió cerca de Medellín y otros tantos mientras San Carlos era un pueblo fantasma, en ese lugar actualmente está uno de sus murales, donde se representa la tradición campesina que por un tiempo la guerra ensombreció.

El segundo mural del recorrido está en una esquina del parque principal. La chiva que todos podemos asociar fácilmente con la vida campesina es un símbolo de las buenas historias de San Carlos. Representa un viaje hacia la vereda, la ruta de la cosecha y, según el artista, el retorno de más de nueve mil personas que dejaron el municipio a causa de la guerra, pero que al volver reconstruyeron no solo sus vidas sino también el pueblo. En ese momento, Jaime Montoya, visitante de Granada e integrante de la asociación de víctimas Asovida, contó cómo para su pueblo la chiva también fue un símbolo en la época en la que los grupos armados se atrincheraron en sus calles y veredas. Entonces, entendimos para qué podían servir los murales de San Carlos a los visitantes, pues propiciaron una conversación y emergieron las propias historias que otrora tuvieron que ser silenciadas.

Continuamos el camino reconociendo los rostros que Joselo y su equipo han inmortalizado: don Arcadio, un anciano que todo sancarlitano reconocen como una figura importante del pueblo por su simpatía, tiene su mural. También, la mamá de Joselo, que para él significa la motivación y el cuidado de la vida. Y otros, como el joven médico Juan Gabriel Giraldo, quien murió en un accidente de tránsito pero dejó un legado de servicio humanitario en el municipio, han recibido a través del muralismo un homenaje.

Algunos de estos murales tienen el sello de la cooperativa Coogranada, una de las entidades que creyó en la obstinación de los jóvenes artistas y que financió siete murales que en total suman 350 metros cuadrados. Otros tienen el sello de fundaciones como Tenarco y particulares que han apoyado esta iniciativa. Igualmente, aparece la firma de sus autores, pues de los 31 murales hasta ahora construidos, diez han salido de su propio bolsillo.

“Me quiero ir para todos los rincones de San Carlos”, cuenta Joselo mientras nos tomamos una cerveza justo al lado del último de los diez murales que nos mostró en la ruta de esta tarde. “Todas las obras tienen algo del artista”, repite. Estamos al lado de la pintura que ilustra el rostro de Alejandra, su pareja y la mujer que ha acompañado sus pasos en el muralismo y en el teatro; y es que Joselo, desde 1996, cuando todavía los violentos dominaban el pueblo, se resistía con el arte a la guerra. En aquel entonces a través de teatro con el grupo La Gotera, un símbolo de juventud y arte para esquivar los embates del conflicto.

Espera que al finalizar el 2018 San Carlos ya tenga sesenta murales. Ese día, antes del recorrido, estuvieron trabajando en el número 22 ubicado en la vereda Chocó, en la vía hacia el municipio de Granada, donde las casas abandonadas por la guerra empiezan a pintarse de vida. Ese el segundo mural que adorna la carretera por la que en tiempos del conflicto todos temían transitar; el primero fue pintado en la vereda La Hondita y ambos hacen parte de una serie de murales financiados a través del proyecto de la Corporación Región “San Carlos, caminos de reconciliación”.

Como “una nueva cruzada”, define Joselo a la alianza que la corporación “San Carlos, memoria de sueños y esperanzas” hizo con el proyecto liderado por la Corporación Región. Como parte de esa alianza la meta es pintar diez murales en las veredas Chocó, La Hondita y Dinamarca, asimismo dos en la zona urbana, uno en la fachada de la Casa de la Juventud y otro como homenaje a quienes han hecho parte del Hogar Juvenil Campesino. Todos adornan las paredes y calles de un municipio que se reinventó de múltiples maneras tras la guerra, todos hacen parte de la esperanza de vivir en paz sin perder de vista aquello que significa ser un campesino.