Durante cuatro días de agosto de 1996, Sonsón vivió lo que muchos de sus habitantes recuerdan como el principio de la incursión paramilitar para disputarle el control de la región a las Farc. Este es el relato de dos sobrevivientes.

Por: Daniela Osorio Zuluaga*
Foto: Costurero tejedoras por la memoria de Sonsón

En su libro Violencia pública en Colombia, Marco Palacios clasifica a los paramilitares en dos ramas: los de primera y los de segunda generación. Los primeros fueron creados como grupos de autodefensa a partir de 1965 para proteger de la guerrilla a terratenientes y ganaderos. Los segundos, conformados a partir de 1994, contaron con el respaldo de sectores del Estado, comerciantes y empresarios, y tuvieron un fuerte vínculo con el narcotráfico. Fueron estos paramilitares, los de segunda generación, los que empezaron a incursionar en Sonsón en 1996 y los protagonistas del “fin de semana negro”.

Para ese momento, los Frentes 9 y 47 de las Farc ya tenían una presencia histórica en el Oriente antioqueño. La instrucción dada a los paramilitares de Córdoba, Urabá y el Magdalena Medio que llegaban a la región era disputarles el control de la zona. Hasta entonces, los habitantes de Sonsón veían lejos el conflicto armado que vivían otras regiones.

Sin embargo, lo ocurrido entre el 24 y 27 de agosto de 1996 ratificó que esa distancia con la guerra había terminado. Ese fin de semana es uno de los momentos más recordados de la época de la violencia que, a partir de entonces, enfrentó el municipio durante cerca de dos décadas.

Alrededor de esta fecha se han construido versiones que no siempre coinciden. Mientras algunos sonsoneños aseguran que diez personas fueron asesinadas durante los días viernes, sábado, domingo y lunes, el Libro de defunción número 18 de la Notaría Única de Sonsón y El Portón, un medio de comunicación regional, indican que los asesinatos ordenados por los paramilitares ocurrieron el sábado 24 y el lunes 26 y que las víctimas fueron nueve.

Ahora, los familiares tienen las certezas que les brindaron varias versiones libres en el marco de la Ley de Justicia y Paz. Saben que las órdenes para realizar las “limpiezas sociales” vinieron de los hermanos Castaño y que las víctimas fueron asesinadas, con lista en mano, por un grupo liderado por Ricardo López Lora, alias El Marrano. Los mataron con la justificación, sin fundamento, de ser colaboradores de la guerrilla.

Esta es la historia de aquel “fin de semana negro” a partir del recuerdo de quienes vivieron de cerca estos días de angustia y tensión.

“No lo mataron en Corea, pa’ venirlo a matar en una cama”

A las 7:00 de la mañana, Jairo Dávila ya estaba vestido y organizado. Salió del cuarto, saludó a su padre y a su madrasta, y se bebió a sorbos el café que estaba acostumbrado a tomar en las mañanas. Ya en su trabajo, un taller llamado RR, empezó a construir jaulas para animales y a reparar las máquinas que habían llevado esa semana. Recibió a varios de sus clientes y preparó todos los productos que llevaría a la plaza de mercado del municipio para que fueran vendidos en el transcurso del día. Apiló las jaulas, cerró el local y emprendió su camino.

Después de haber recorrido un poco menos de una cuadra vio pasar a uno de los paramilitares que, poco a poco, se apoderaban del pueblo. Fue inevitable para él sentir un frío en el pecho, un miedo que no podía dimensionar. Era una mezcla entre el horror que le causaba y lo cotidiano que se había vuelto ver personajes de este tipo caminando o manejando libremente por las calles.

Descendió por la carrera séptima conocida como La Cañada y se sorprendió al ver que, a pesar de lo temprano, había más gente de lo normal. Vio muchas caras de asombro y escuchó varias voces angustiadas, temerosas, así que empezó a preocuparse. Pero no vio a nadie que le provocara la suficiente confianza para preguntar. De repente, se encontró con un tumulto de gente al frente del Hotel Maravilla y una voz, que no recuerda de quién ni de dónde, le dijo: “¡Ay, Jairo, mataron a don Manuel!”.

¿Don Manuel?, ¿Villa?, ¿en su propio hotel?, ¿por qué?, ¿quiénes?, se preguntó para sí mismo. Desconcertado, mientras simulaba escuchar toda la historia del asesinato, se cruzó de brazos sobre su saco de lana y recordó poco a poco cada una de las cosas que lo unían con el viejo amigo y vecino de su padre, Adam Dávila. Luego, entre el aturdimiento de la noticia, no tuvo más remedio que continuar con su recorrido y seguir con sus labores del día.

La tragedia no acabó ahí. Con el pasar de las horas, Jairo escuchó que el número de asesinatos aumentaba. La otra muerte que lo sacudió a él y a buena parte del pueblo ocurrió al mediodía, fue la de Marley Orozco, una mujer de 26 años, asesinada en el bar 3 copas. Al llegar a su casa y ver de nuevo a su padre en el mismo lugar donde lo había dejado en la mañana, le hizo un recuento detallado de los muertos, nombre por nombre; aunque hoy, 21 años después, solo recuerda a Marley y a Manuel.

Ese sábado 24 de agosto de 1996 fueron asesinadas seis personas más. Una hora después del asesinato de don Manuel, Jhon Fredy Arango, un estudiante de 16 años, fue baleado justo al frente de la Heladería Los Guaduales. En la tarde, por la carretera de la vereda San Francisco, fueron asesinados Mauro Arias, un campesino de 42 años, y los hermanos Edgar y Arnoldo Escobar Aguirre. Hubo dos heridos más, cuyos nombres se han perdido en la memoria de los sonsoneños, pero se sabe que fallecieron días después.

El padre de Jairo reaccionó, sobre todo, ante la muerte de la víctima más cercana: Manuel. “Vea, pues, no lo mataron en Corea, pa’ venirlo a matar en una cama”, dijo. Villa había sido militar y sobrevivió a la guerra de Corea. “Oiga, pero lo de Marley sí que está raro; acá no matan mujeres”, concluyó aquella tarde el viejo Adam Dávila.

Al caer la noche, ya eran ocho muertos en un pueblo hasta entonces calmado, donde cualquier bala retumbaba por días. Vendrían días oscuros, Jairo Dávila y su padre lo sabían.

“La única forma de perdonar es conocer la verdad”

Bernardo Marulanda, o Bernard, como suelen decirle algunos de sus allegados, no recuerda ningún acto que de verdad lograra escandalizar el pueblo hasta ese fin de semana. “Sónson llegó muy tarde al conflicto”, me suelta de repente esta frase como una forma de explicarme lo inesperada y sorpresiva que fue la guerra para ellos. Nadie imaginó que los horrores que se escuchaban en la radio o en la televisión fueran a llegar a un pueblo tan lejano y tranquilo. “El fin de semana negro”, como lo recuerda él, empezó desde el viernes, cuando varias paredes fueron rayadas por los grupos paramilitares con la sigla de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) y se empezaron a escuchar amenazas. “Muerte a sapos” fue otra de las frases que apareció en las paredes.

El sábado, con la muerte de Manuel Villa, de Marley y de todas las demás víctimas, Bernard sintió algo de miedo, pero confió en que su posición política lo protegería. Para ese entonces, era concejal por el M-19 en el municipio. Luego, entendió que, por el contrario, sus posturas políticas y el representar y defender ideales de izquierda fue lo que casi le arrebata la vida.

Ese lunes 26 de agosto, el día del atentado, Bernardo cambió todas sus rutinas. En vez de pasar a las 6:30 de la mañana por las mismas calles, cruzó a las 8:30 por un lugar que nunca recorría para ir a trabajar. Esa mañana ni siquiera pasó por la casa de sus padres a tomarse una buena taza de chocolate con arepa, aunque no recuerda las razones. Abrió su bar Génesis, puso a funcionar la greca y charló con su amigo Justo, quién llegó minutos después. Entre tanto, una señora del campo se sentó y pidió un café.

“¡Cierren las puertas!”, dijo una voz varonil que provenía de la entrada. Bernardo miró al hombre fijamente y, en cuestión de segundos, recordó que eso de cerrar los locales había sido la técnica con la que habían matado a otros. Sin pensar en las probabilidades que tenía de salir vivo ni en lo lejos que tendría que llegar para estar a salvo, simuló estar cerrando, pero en realidad se abrió paso para salir corriendo.

“¡Se nos va a ir!”, gritó el asesino, como si le hablara a alguien. Al salir del bar, el concejal vio a un metro de distancia a otro sujeto similar al que le había ordenado cerrar. Recuerda que en su condición de exdeportista logró correr como nunca. Corrió y corrió, buscó escondites, lugares donde pudiera estar a salvo y no encontró nada. Estaba atravesando el parque en diagonal cuando escuchó un tiro. Eso le dio más fuerza.

Mientras corría, analizaba opciones y decidió entrar en otro de los bares del parque principal. La gente debió asustarse, debió percatarse de su agitación, de sus ojos verdes llenos de pánico. “¡Acá no es! Vuelven y me encuentran, me encierran y ahí si me matan”, pensó para sí mismo. Salió agitado y halló entre sus pensamientos el único lugar donde no le podían hacer nada: el comando de Policía. No tuvo tiempo ni mente para mirar si tenía ventaja, si había chance de llegar, solo siguió corriendo.

Veía la puerta cada vez más y más cerca. Había llegado, estaba vivo y a salvo. Ya en el Comando, recuerda que ninguno de los policías se asombró con su llegada y que lo atendieron afuera. Ahí se dio cuenta de que estaba cubierto de sangre. El ardor, similar al de una quemadura de cigarrillo, que sentía mientras corría, era el de una bala que le atravesó la pierna.

Bernardo escapó de la muerte en dos ocasiones el mismo día. La primera, cuando por cosas del destino no pasó por la esquina de siempre y a la hora de siempre. Supo después que ahí lo esperaron por horas los mismos personajes. La segunda, cuando aún con una herida de bala en la pierna, logró correr más que la muerte.

Sin embargo, después de llegar al Comando, le esperaron horas de angustia mientras pensaba cada minuto que ya iban a volver por él. Aunque nunca lo insinuó, su relato coincide con la interpretación de otras personas que señalan la colaboración entre la Policía y los paramilitares. “Me iban a dejar solo en el hospital y yo les dije que me acompañaran”, recuerda. “Después de las curaciones, me llevaron a mi casa. Al rato, yo me devolví para el Comando porque sentía que ya iban a llegar”.

Al día siguiente, y debido a su posición como concejal, logró que lo trasladaran por aire a Medellín, donde vivió alrededor de cinco años. Con el paso del tiempo, fue conociendo otros detalles. Algunos de sus conocidos le contaron, por ejemplo, que cuando logró escapárseles, uno de los paramilitares maldecía y tiraba su gorra al piso. Alguien más le contó que los asesinos lo estuvieron esperando en las afueras del hospital.

Hoy, más de dos décadas después del único atentado que ha sufrido, se le ve tranquilo y apacible. Dice que la única forma de perdonar es conocer la verdad y que él ya perdonó. Dice que ha tenido la virtud de entender que la guerra tiene acontecimientos que no pueden marcarlo para toda la vida.

Al finalizar, cuando le pregunto si hay algo más que quiera agregar a su relato, Bernardo me devuelve una sonrisa y me responde: “Pues, sí, que siempre hay que perdonar porque, como dice Fisher, el resentimiento es un veneno que uno se toma esperando que el otro se muera”.

* Estudiante de Comunicación Social – Periodismo de la Universidad de Antioquia, sede Sonsón. Este artículo fue publicado originalmente en el periódico De la Urbe, edición Sonsón, número 1.