‘No hubo fiesta’ es un relato en primera persona del periodista Alonso Salazar sobre las guerrillas en Colombia. Su mirada al pasado es crítica con las ideologías que hicieron pensar a muchos jóvenes, en la década del ochenta, que su compromiso revolucionario necesariamente debía desembocar en el monte, con un fusil terciado al hombro.

Por: Juan Camilo Castañeda

Alonso Salazar (Pensilvania, Caldas, 1960) no publicaba un libro desde el año 2003, cuando escribió Profeta en el Desierto. Vida y Muerte de Luis Carlos Galán. Por su carrera política, como Secretario de Gobierno (2003 – 2006) y como Alcalde de Medellín (2008 – 2011), se distanció de las letras.

Salazar volvió a escribir y otra vez sobre la violencia, pero no precisamente la del narcotráfico, tema recurrente en su obra, en libros como Las subculturas del narcotráfico (1990), No nacimos pa’ semilla (1992), o La parábola de Pablo (2001). En No hubo fiesta (2017) se interesa por la violencia política, especialmente por esa que se desató en la década de los ochenta con el auge de grupos guerrilleros como el Movimiento 19 de Abril (M19), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Es un relato de una generación que creyó posible cambiar la realidad del país a través de las armas y hacer de la revolución una fiesta, algo que nunca se concretó.

¿Qué lo motivó a escribir No hubo fiesta?

Quería contar qué pasó con la gente con la que uno vivió. Me concentré en la Universidad de Antioquia, porque mi relación con el entorno del movimiento estudiantil, de la izquierda y de la guerrilla me suscitaba muchas preguntas y nunca había hablado extensamente de eso.

En cierta medida fui un caso atípico, porque en ese contexto y en ese momento, el compromiso mayor era tomar las armas. Yo preferí otra línea que fue trabajar en barrios populares con la gente. Me fui cada vez más lejos de esa lucha armada, pero no de mis amigos. Entonces, con ellos terminé compartiendo un tiempo largo y me parecía que a través de sus vidas podía contar la historia de esas guerrillas con una visión crítica, por eso, advierto desde el principio que mi visión puede ser injusta porque como se dice: después de la batalla todos somos generales.

¿Cómo fue el reencuentro con esas personas que entrevistó y con las que recordó ese pasado?

Todos ellos tienen percepciones distintas de esa historia, por eso yo también advierto que solo a mí me compromete lo que ahí digo, porque hay personas que aún tienen una justificación de esos compromisos, gente que está en una izquierda militante y otros que ya han tomado distancia.

Leí hace poco una frase que hubiera sido el epílogo perfecto para el libro: “El pasado es cada vez más impredecible”. Frente a momentos y circunstancias había tanta diferencia en cómo las recordábamos, aún en cosas muy físicas, que yo digo que la memoria es demasiado selectiva, no permanece intacta, sino que… no sé a través de qué proceso, la memoria se va recreando o difuminando, o hay cosas que se van acentuando. Por eso, desde el punto de vista metodológico fue interesante, pero me ayudaron a volver, a reconstruir lo que se había ido como a una especie de neblina para poderlo recuperar.

La universidad es uno de los escenarios en los que transcurre parte del libro, ¿Cómo percibió ese ambiente en la década de los ochenta, un momento de efervescencia de las guerrillas, en un lugar donde esas ideas tenían acogida y donde había en el ambiente un compromiso con la lucha revolucionaria?

Tenía un hermano que era militante de izquierda. Yo, desde el colegio, también hice parte de un colectivo. Entonces, cuando llegué a la Universidad parecía que iba a seguir ese camino. Es un momento, la década de los ochenta, en el que empezó verdaderamente el apogeo de la guerrilla en Colombia, porque antes eran como de mentiras.

Yo me encontré con gente que venía como en sentido contrario, saliendo de grupos como el EPL y el M19, de los que escuché una visión muy crítica sobre la lucha armada y por eso me fui yendo a una opción civil. Empecé a ver en la Universidad una especie de perdición de un proyecto revolucionario, porque todo era como tan absurdo, tan cíclico, movilizaciones sin razón, procesos muy autodestructivos del propio entorno universitario, eso me indicó que no era verdaderamente posible desarrollar un proyecto de izquierda construido en la universidad.

Los campus universitarios fueron un espacio preciso para esas movilizaciones de los años ochenta y tenía más sentido en la medida en que había una serie de reivindicaciones muy precisas de autonomía universitaria y una convicción de un proyecto revolucionario, había una fe de que iba a salir muy rápido. El problema es que después de varios años de esas efervescencias, estábamos estancados como en lo mismo y se carecía de autocrítica.

¿Que lo marcó de la relación con esas personas que se cruzó en la Universidad y que salían de grupos guerrilleros?

Fue muy recién iniciado ese proceso de la Universidad que vi la catástrofe en cuanto a la pérdida de la vida de personas muy cercanas, como el ‘Mono Candelo’ y Alberto Turizo, que participaron en el secuestro de Marta Nieves, familiar de los Ochoa; de ‘Tacho’, Santiago Montoya, que fue un poco más adelante. El contexto era para muchos muy seductor, sobre todo el M19, que haló también el crecimiento de las otras guerrillas.  Eran como los “chachos” del paseo, sin embargo, ya mis dudas, y a lo mejor también una actitud personal —yo nunca he disparado un arma— me llevó a ir preservando esa distancia. Creo que puede ser muy injusto con ellos a estas alturas de la vida. Fueron espíritus intensos, muy deseosos y altruistas, desperdiciados.

Usted se distanció de los movimientos políticos con filiaciones y compromisos con grupos insurgentes, pero no se distanció de sus amigos. Hizo viajes por el país con ellos e incluso buscó a alguno que desaparecieron ¿Qué percepciones le quedaron de ese país que conoció en ese momento y con esas personas?

Con ese movimiento estudiantil me pasó algo y es que conocí un país que no conocía. En ese tiempo sí que éramos parroquianos, regionalistas, salir de Medellín era muy difícil, los vuelos en avión eran impensables. El viaje a Bogotá era como de veinte horas y estar allá, en ese contexto de las universidades, me daba la sensación de que había una efervescencia, una movilización nacional y no alcanzaba uno a advertir que eran cosas muy excepcionales.

Los otros recorridos eran distintos. Yo sabía, por ejemplo, que Jairo Bedoya estaba muy vinculado con la Unión Patriótica (UP) y a las Farc, que en ese momento eran lo mismo. Sin embargo, sostenía con él una relación de amistad y por eso es que narro ese viaje a Urabá[1]. Lo veo a él interactuando con ese entorno, es como una manera de dibujar lo que allí estaba pasando. A Jairo no hubo chance de buscarlo, no hubo ninguna pista, se evaporó de las calles de Prado.

En cambio, en el tema de ‘Tacho’ [Santiago Montoya, excombatiente del M19], la búsqueda de él era por una lealtad personal, un cariño, un aprecio, por acompañar a la novia en esa búsqueda y al final la impotencia total, éramos como un par de hojitas en esas ciénagas, frágiles, al son de cualquier corriente. Valiente la novia que volvió. Yo sí sentí, con un solo viaje a Ayapel, que era suficiente y que no había nada qué hacer.

¿Cómo vio la negociación reciente con las Farc? ¿Usted en algún momento creyó posible un escenario en el que las Farc, que fueron tan tercas e intransigentes en décadas anteriores, firmaran un acuerdo de paz?

La guerrilla también nos derrotó a los que trabajábamos por la paz, porque hizo ver imposible esa posibilidad y abrió campo a una gran aprobación popular a las acciones de fuerza, que los llevaron a la situación donde se presentaron las fragilidades de esa estructura de mando y no se sintieron tan invencibles como en otro momento. Creo mucho en la expresión de Daniel Pécaut que dice que en Colombia no ha habido una guerra civil, sino una guerra contra la sociedad y la guerrilla hacía parte de esa guerra contra la sociedad.

Las Farc llegó muy tarde a ese proceso, la prueba está en la cantidad de gente que votó por la paz. Miles de personas que se movilizaron cuando la coyuntura del referendo y luego las Farc solo alcanzó 50 mil votos en el proceso electoral para el Congreso. Esa es una prueba impresionante y dramática, yo nunca me imaginé que fueran a llegar a una cifra tan baja, pero es la evidencia de que ellos hace mucho tiempo dejaron de representar al pueblo, una categoría que a veces es muy difícil de entender.

La lucha armada sigue activa con el ELN. Estamos en un momento político donde hay una oportunidad para cerrar esos capítulos de violencia política, ¿Cómo analiza la negociación con ese grupo guerrillero en un momento coyuntural donde el país está polarizado y donde se pone la paz en el centro de la contienda electoral?

Creo que la paz en el sentido global que está hoy es irreversible, independientemente de quién gane la presidencia. Que digan que la van a cambiar o a destrozar es un discurso de campaña, porque los acuerdos tienen unos seguros legales y además no tiene sentido práctico empujar gente otra vez a procesos de violencia.

El gran desafío nacional eran las Farc, lo que pasa es que ellos ya desaparecieron, pero está el tema del ELN, de las bandas criminales y las disidencias, pues vuelven y configuran el panorama. Pero si uno mira con objetividad, sin el enfoque mediático, proporcionalmente estos hechos son de una escala menor de la que se vivía hace unos años. Siento que los medios viven de ese conflicto y los opositores de la paz, el expresidente Uribe, ha hecho un esfuerzo por decir que esa paz no existe, que es falsa.

Lo curioso es que el ELN es el movimiento cristiano, eso quiere decir que es el movimiento más mesiánico y yo cito en el libro una frase del cura Pérez ya moribundo, después de estar varias décadas de guerrillero, donde dice que el tema era persistir y resistir. El ELN no es un movimiento político, es un movimiento como místico, de resistencia, que hace daño. Por ejemplo, Marta Ruiz, una periodista, me ayudó a entender que la guerra de verdad la hacían las Farc y que lo del ELN era una guerra de mentiras. Quizás lo del ELN sea mucho más claro una guerra contra la sociedad que contra el Estado.

La fiesta, en el libro y para las guerrillas, era lograr la revolución. No hubo revolución con armas, pero personas que estuvieron en grupos insurgentes la siguen buscando en la democracia ¿Qué piensa eso?

Yo veo dos cosas: una, que todas las organizaciones guerrilleras en la legalidad fracasaron. Hoy en día no sabemos dónde está el rastro del EPL, tuvieron figuraciones en algún momento fuertes en Urabá, pero el propio conflicto con las Farc volvió eso tan complejo que ambos perdieron. El M19 mantenía una fuerza muy grande que era esa convicción de Pizarro, con una habilidad política extraordinaria porque él mismo dijo que no necesitaba que le concedieran nada. La decisión de desmovilizarse fue política, por lo que lo único que pedía era un estatus legal para hacer política abierta. Ese fue un proceso en el que se pidió eso y algunas condiciones económicas para los excombatientes.

Tanto el ELN como las Farc han querido negociar la revolución. Digamos que el tema más complejo de reformas lo lograron las Farc con esos cuatro años en La Habana. El absurdo de eso está en que esa paz tenía unos enemigos naturales y de repente, hablando en términos militares, apareció el fuego amigo, es decir, que dentro del proceso de paz es que se está desmoronando. Aparecieron factores de crisis, como lo de la Justicia Especial, lo del supuesto tráfico de drogas, la corrupción o la ineptitud de Santos y su Gobierno para ejecutar los proyectos, entonces, lo que se ve es que Santos tuvo suficiente con la vanidad del Nobel y todos los premios que le seguirán dando y las Farc no fueron capaces de hacer un clic al estilo Pizarro, sino que pensaron que ese programa revolucionario negociado en La Habana era suficiente, pero la gente nunca entendió ni leyó, la gente esperaba que dejaran esa arrogancia.

Ese fracaso en la vida política, pensando en el M19, en la UP, se da solo debido a los errores de las mismas guerrillas e izquierdas o también tienen factores externos.

La sociedad es acción-interacción. El exterminio de la UP, cosa repudiable y repugnante, creo que hay que ponerlo aparte. Yo en su momento voté por la UP, en unas elecciones que fueron históricas por la cantidad de votos que sacó la izquierda, pero luego vino toda esa guerra de exterminio en la que hay que tener en cuenta que se vieron involucrados los enemigos de las Farc, narcotraficantes y sectores del Ejercito de y las Fuerzas Armadas ultraconservadoras. Sin embargo, el exterminio de la UP tampoco se puede entender sin ver cómo fue la evolución de las guerrillas desde 1964. En eso yo creo que la izquierda ha dejado una idea unilateral y es que ellos solo han sido víctimas y no es así. Si uno mira historias simples, como la masificación del secuestro, de la extorción, nos obliga a pensar que esa acción de fuerzas reaccionarias también tuvo unos móviles, aparte de las estrategias de contrainsurgencia del Estado, hay unas series de justificaciones que le dieron fuego a una mentalidad paramilitar.

Hay excepciones, entonces, estarían Navarro y Petro, pero ya son esfuerzos personales. Ya son ellos más como individuos, los dos muy sobresalientes, pero atrás de ellos no están esas organizaciones, ya están con gente que no son de esos movimientos.

No hubo fiesta es un libro sobre la guerra, pero usted también ha sido gestor de paz, ¿Puede ser esta la oportunidad para escribir sobre esos esfuerzos?

Siempre le dicen a uno que debe escribir el Sí nacimos pa’ semilla, pero yo creo que, en general, todo esto está por narrarse, sobre todo la gesta social por la paz fue muy grande, incluido el último empujón después de la pérdida del plebiscito.

[1] En el capítulo Las Farc, la guerrilla campesina y el Partido Comunista, Salazar relata un viaje a Urabá con su amigo Jairo Bedoya, quien era miembro del Partido Comunista y después pasó a integrar las filas de las Farc.