Un investigador mexicano, en pasantía por la Universidad de Antioquia, analiza la obra de Juan Manuel Echavarría y encuentra puntos de conexión entre las memorias de la violencia en Colombia y la realidad de las víctimas del narco y el Estado en los contextos de su natal Sinaloa y de su país.

Por Gerardo Muñoz Alvarado*

El 11 de octubre visité el Museo de la Universidad de Antioquia. De entrada, un vistazo a sus tres grandes pisos me advertía las muchas horas y días que me llevarían el asimilar el proyecto gestionado por el artista Juan Manuel Echavarría, cuyas decenas de pinturas expuestas corresponden a los trazos de excombatientes del conflicto armado: guerrilleros, paramilitares y militares colombianos cuentan sus historias de vida en tablones de madera.

Cabe decir que vengo de un país donde las políticas de la memoria han fracasado, pese a la persistencia de las víctimas en México, que hacen el trabajo del Estado y autogestionan sus propias memorias colectivas. Yo nací en Mazatlán, un puerto turístico del estado de Sinaloa en el noroeste de aquel país, en donde, como la mayoría de mi generación nacida en los noventa, recordamos la violencia desde la niñez. Por eso, la propuesta de Echavarría me ha parecido una obra de un pensamiento pacifista profundo, con fuerte valor sociológico, epistemológico y político.

Me resulta sorprendente la complejidad acumulada en tan aparentes sencillos trazos, en tan frágiles figurillas, muñequitos que me recuerdan por un lado a las pinturas hechas por los hijos de rebeldes zapatistas en el sur de México, en las que retratan su vida cotidiana y a la vez exponen sus demandas, y por otro lado pienso en los exvotos religiosos, una práctica novohispana que se remonta al siglo XVIII, con la que en tablitas de madera llamadas precisamente “retablos mexicanos”, se pintaban las memorias de los milagros realizados por los diferentes santos católicos en situaciones adversas.

La apuesta de Juan Manuel Echavarría es la de reconocer un panorama complejo a través de esos otros retablos, los cuales ponen en relieve elementos fundamentales de cómo se construye la guerra. Se puede decir sin ambages que las pinturas demuestran que el exterminio del cuerpo joven es la base de las formas necropolíticas del conflicto armado.

El sociólogo José Manuel Valenzuela Arce define el juvenicidio como el proceso social que sostiene el exterminio; en ese sentido, los testimonios de los excombatientes muestran cómo los cuerpos jóvenes son objeto de desconfianza y sospecha perpetua, cómo son convertidos en moneda de cambio, como objetos de aleccionamiento e imposición del terror.

En su libro Juvenicidio: Ayotzinapa y las vidas precarias en América Latina y España, el sociólogo mencionado llama juvenicidio “al acto límite que arranca la vida de la persona, pero ese acto límite no surge del vacío, ni aparece de manera repentina como rayo sobre cielo sereno, sino que es producto y conclusión de diversas formas de precarización económica, social, cultural e identitaria de jóvenes que devienen prescindibles a partir de su situación social y sus repertorios de identidad”.

Llama mi atención cuando la comisionada Lucía González le preguntó a Juan Manuel Echavarría en una entrevista para la Comisión de la Verdad: “¿Qué es lo que crees que hay en la cultura que es nuestra pregunta de fondo?, ¿qué ha hecho que Colombia lance tantos hombres a la guerra y que la guerra se convirtiera en ese lugar para tantos que la sociedad ha negado?”. La respuesta del artista fue rotunda: “Yo creo que el machismo es una de esas causas principales”. Una causa que es evidente en las muestras de masculinidad extrema y de violencia sexual generalizada, interseccionadas con la marginación y el racismo, que, como se puede observar en los retablos, se tratan de escenarios rurales vinculados con comunidades negras e indigenas, cuya deuda ha sido una constante histórica de los Estados nacionales en América Latina.

El valor sociológico de la obra me lleva a ampliar la mirada, más allá de los sujetos absolutamente lógicos; en ese tenor, los testimonios de los excombatientes tienen el potencial de romper epistemológicamete con miradas dicotómicas, binarismos: sus trazos conducen a la incomodidad de reconocer que las cosas no pueden simplificarse, a cuestionar la insuficiencia de nuestros propios prejuicios, de evaluar todo como buenos-buenos y malos-malos. Me lleva también a pensar en los contextos mexicano y sinaloense que yo conozco, sobre lo complicado que resulta reconocer el fenómeno más allá del sentido común que impone la violencia misma, en los  discursos estigmatizantes que no solo conforman parte de  la vida cotidiana, sino de las prácticas institucionales, en las diferencias e implicaciones que guarda la obra de Echavarría, la cual cuenta con un contexto de voluntad política lo suficientemente robusto como para otorgarle, en palabras de Susan  Sontag, “una contiuidad narrativa”.

En México, si bien desde la desaparición de los 43 normalistas en Ayotzinapa en 2014 han emergido importantes movimientos de víctimas de la violencia, existe un sentimiento general de abandono, y, pese a que el gobierno federal actual liderado por Andrés Manuel López Obrador se ha autoproclamado como purificador de la vida pública, se ha mostrado tan indolente como las administraciones pasadas y ha puesto en práctica una forma de negacionismo.

Y en Sinaloa no ha sido sustancialmente distinto. Siendo históricamente un epicentro del tráfico de psicoactivos ilegales en México y el mundo, y territorio disputado violentamente desde hace más de un siglo (como lo explica el libro El siglo de las drogas, de Luis Astorga), el gobierno del estado (perteneciente al partido del oficialismo) ha adoptado una postura propagandística con el tema de las violencias extremas. Por un lado, se muestra “solidario” a través del Instituto Sinaloense de Cultura, mediante la organización de eventos artísticos relacionados con el tema de la violencia, aprovechándose así de la necesidad de expresión de las víctimas quienes han participado desde ahí como estrategia comunicativa; pero, por otro lado, relucen en un presente continuo la impunidad, los homicidios y las desapariciones. Lo que debería construirse como una política de Estado no pasa más allá de una especie de asistencialismo, de una caridad distante de la seriedad que implicaría implementar medidas de justicia, verdad y no repetición.

Las iniciativas de memoria en Sinaloa ocurren desde los altares familiares hasta las acciones como las de Mirna Nereida Medina Quiñones, madre buscadora y fundadora del colectivo Las Rastreadoras de El Fuerte, en el norte del estado, quienes han localizado centenares de osamentas y se han convertido en un ejemplo para otros colectivos como Sabuesas Guerreras, Tesoros Perdidos, Una Luz de Esperanza o Por las Voces sin Justicia. Sobresalen también las voces persistentes de periodistas como Marcos Vizcarra y el proyecto Hasta Encontrarles, lo mismo que la acción del taller gráfico con participación de las víctimas impulsado por el artista Juan Panadero en Culiacán.

Empero hace falta un esfuerzo monumental como el que ha sido crucial en Colombia con los procesos de justicia transicional. En ese sentido, La guerra que no hemos visto, interpreto, es un espacio en el que confluye todo ese trabajo social que un artista Juan Manuel Echavarría ha hecho con víctimas del país; es el producto de múltiples esfuerzos, capitales políticos y culturales (sin idealizar los avances del campo de las memorias en Colombia ni negando sus tensiones y contradicciones). De alguna manera, me resulta una especie de posible futuro alterno para México y para Sinaloa, donde Estado, gobiernos y sociedad nos pongamos a pensar y accionar desde un pacifismo profundo, más allá de las narrativas que imponen las mismas lógicas de exterminio, cuestionando el sentido común que en muchos casos reproduce el odio, y que conducen en la práctica a la negación, a la impunidad y al olvido.

 


Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Unidad Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.

* Gerardo Muñoz Alvarado es estudiante del doctorado en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM. También es maestro en Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Sinaloa y licenciado en Sociología de la UNAM. Sus temas de estudio son las violencias extremas, los discursos sociales y las memorias colectivas. Actualmente realiza una pasantía de investigación en la Universidad de Antioquia.
Correo: gerardomugnozalvarado@gmail.com