A diez años de haber visto la luz, la obra Réquiem NN continúa proponiendo reflexiones y debates en torno a la búsqueda de desaparecidos en Colombia. Sobre los rituales, la resistencia de las víctimas, la memoria y la identidad, conversaron los artistas Juan Manuel Echavarría y Fernando Grisalez, autores de la obra, con la directora de la Unidad Hacemos Memoria, Patricia Nieto.

Por Hacemos Memoria
Foto: Fundación Puntos de Encuentro

El 2006 lo recuerdan muchos habitantes de Puerto Berrío, Antioquia, como uno de los años en que más muertos llegaron por el río Magdalena: cuerpos descompuestos, desmembrados, que no tenían nombre ni origen conocido; muertos que habían sido lanzados a las aguas para que no se supiera más de ellos o de quiénes y cómo los habían asesinado.

Coincidieron allí en ese mismo año varios artistas que querían entender lo que ocurría con la violencia en ese municipio ribereño. Juan Manuel Echavarría y Fernando Grisalez, junto a otros colaboradores, empezaron a visitar a las familias que habían perdido a sus hijos y a recorrer los lugares que expresaban la relación de la gente con los muertos que traía el Magdalena. Patricia Nieto, periodista y escritora, fue al pueblo porque una psicóloga había contado en la radio que los habitantes de Puerto Berrío “adoptaban” a los NN en el pabellón de caridad del cementerio La Dolorosa.

Durante seis, siete años, Juan Manuel y Patricia se cruzaron en una búsqueda de comprensión de la violencia, y luego decidieron terminados los frutos de su arte. En el 2013, vio la luz la obra fotográfica de Echavarría, Réquiem NN, con un documental homónimo, y en el 2012, la periodista publicó el reportaje Los escogidos. Ambos registran y construyen memorias en torno al ritual de adopción de cuerpos sin identidad, y, más allá de observarlo como un asunto cultural, vinculan esta práctica a la deuda del Estado colombiano con las víctimas de desaparición y sus familias buscadoras.

Este 29 de noviembre, aún en el mes de las ánimas, los tres conversaron en el Edificio de Extensión de la Universidad de Antioquia, luego de la proyección de Réquiem NN, que hace parte de la obra retrospectiva de Juan Manuel Echavarría, exhibida en el Museo Universitario hasta mayo del 2024.

En el documental son protagonistas adoptantes de NN, pescadores artesanales, el animero, el sepulturero, el carretillero, el jefe de bomberos y un médico forense. Entre todos ellos, el rostro, la voz y el testimonio de Blanca Nury Bustamante son representativos de la razón de ser de la obra artística. Ella recorre las calles del pueblo entregando a vecinos y transeúntes el volante con el rostro infantil de su hija Lizeth Sossa Bustamante, desaparecida a los 10 años en octubre del 2007. Ella ora en su casa junto a sus nietos y le pide a Dios fortaleza para no desfallecer en la búsqueda de sus dos hijos: la niña y Jhon Jairo, que era soldado en el 2003 cuando no se volvió a saber más nada de él. Ella adopta a un NN, le reza por su búsqueda, y en la losa que cubre su bóveda escribe, con manos temblorosas, el nombre de su hijo; es su escogido, y por eso se atreve a bautizarlo.

Lo que emerge de esta práctica, que se ha documentado en el cementerio municipal de Puerto Berrío desde la década de 1980, es la solidaridad entre las víctimas del conflicto armado colombiano, quienes, sin saber de sus propios familiares, preservaron los restos de unos desconocidos, aun cuando estaba vetado sacarlos del río y darles sepultura, y con ello impidieron que se perdiera su rastro o que fueran inhumados en el osario mayor, es decir la fosa común donde la recuperación de la identidad se vuelve mucho más difícil.

En el Auto 023 del 2020, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ordenó una medida cautelar para proteger los pabellones del cementerio La Dolorosa, donde se encontraban los osarios provisionales de unas 400 personas sin identidad conocida que alguna vez fueron “escogidos” o “adoptados” por habitantes de Puerto Berrío.

Hoy el pabellón de caridad se ha transformado. En las losas de cemento, blanqueadas con cal, no aparecen más los nombres “Jhon Jairo S B”, que escribió Blanca Nury Bustamante en memoria de su hijo, ni el de “Gloria María de los Ángeles Urrego Mena”, cuya placa pusieron Jair Urrego y María Dilia Mena, dos vecinos que coincidieron en la persona adoptada y también protagonizan la obra de Echavarría.

Ahora cada bóveda dice “UBPD. JEP. Prohibido alterar”. El ritual cambió en Puerto Berrío, y la mayoría de adoptantes participaron en talleres con estas entidades del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, para “entregar” a los procesos judiciales a sus escogidos, seres ya amados, para que puedan un día, con la labor de la Unidad de Búsqueda y de Medicina Legal, reencontrarse con sus identidades verdaderas y las familias que aún esperan por ellos.

A continuación, presentamos un fragmento de la conversación entre Patricia Nieto, Juan Manuel Echavarría y Fernando Grisalez, cuyas búsquedas artísticas continúan cruzándose alrededor de la memoria histórica.

Patricia Nieto (PN): Réquiem NN está cerca de cumplir diez años, y tenemos en la Universidad de Antioquia su obra retrospectiva Cuando la muerte empezó a caminar por aquí. Juan Manuel, ¿con qué sensación termina la proyección hoy?, ¿cómo observa esta obra en este lugar, en esta otra mirada?

Juan Manuel Echavarría (JME): Es muy extraño ver algo que uno ha hecho, diez años después; y creo que me voy a demorar digiriéndolo, entendiendo esta sensación. Pienso que si hoy hiciera la película, quizás sería diferente. Nosotros llegamos a Puerto Berrío por primera vez en el 2006, y ya en el 2013 nos pareció importante, después de fotografiar y conocer historias, que fueran los adoptantes las personas que nos contaran sus experiencias. Queríamos hablar de este ritual.

Esta película deja una memoria de un ritual que ya no existe. Esta memoria visual de los favores, de los colores, del agradecimiento, pudimos preservarla como la memoria de un ritual único en Colombia. Fuimos a otros cementerios a ver si pasaba algo parecido, y no lo encontramos. En el cementerio de Puerto Boyacá, que fue un ombligo del paramilitarismo en el Magdalena Medio, había dos tumbas muy lujosas, de jefes paramilitares, y en una de ellas, el epitafio decía: “Si en la vera del camino hallasen mi cadáver, déjenlo para que los buitres de las FARC se lo devoren”. Yo veo que en Puerto Berrío no sucedió esto: los cuerpos, a pesar de tener esas amenazas, fueron respetados, hubo alguien que los sacara del río y cuidara de ellos.

PN: Quisiera preguntarle a Fernando. Ustedes son artistas y pueden ver varios asuntos de la vida y la muerte que se cruzan en el ritual, en el cementerio. ¿Cómo hicieron ustedes para encontrar lo bello en una situación tan aterradora, no solo de la muerte y la desaparición para unas personas, de la constatación de la muerte en unos cuerpos no reconocidos, sino también del ritual con los objetos? ¿Cómo encontraron lo estético y lo bello en esto que es un acontecimiento social?

Fernando Grisalez (FG): La práctica artística que hemos hecho la hemos trabajado siempre con comunidades. Hemos tomado decisiones al salir del estudio y llegar a los lugares de la guerra en Colombia. Llegamos como extraños, pero entramos muy discretamente, desde los primeros viajes, con la idea de entender cómo era Puerto Berrío. El cementerio, que fue nuestro escenario de trabajo, estaba muy cargado de emociones que no teníamos, y queríamos conocer qué pasaba allí: por qué había tantos NN, por qué unos tenían nombres y otros no, por qué unos tenían unos objetos y plaquitas… Y con la ayuda del sepulturero, íbamos en el día y había personas que estaban arreglando las tumbas; el sepulturero nos fue explicando cómo funcionaba todo y fuimos entendiendo que en el pabellón de caridad era donde los milagros se hacían. Donde estaban los adoptantes. Ahí tratamos de encontrar, de entender que esos gestos de humanidad, de dolor, de esperanza, de emoción, como lo era poner una florecita sobre un fondo verde o rojo, eran importantes. La fotografía nos permitió hacer eso. Veíamos una cantidad de expresión, de gestos humanos que habían sido hechos con el corazón, que mostraban la dedicación de unas personas. Que ahí estaba la esencia de todo. No solo de una estética popular, sino de la humanidad misma de los adoptantes.

Esto hacía parte de lo que nos preguntábamos. Y tratamos en las películas y en las fotos de preservar eso. En nuestros recuerdos quedó el olor del cementerio, que es imposible representar a veces en una imagen; pero sí podíamos llegar a los gestos, a la estética popular, para llegar a algo más profundo, como lo es la desaparición forzada en Colombia.

PN: Ustedes han hecho varias obras en las que participan con los otros (vemos en esta obra que los adoptantes actúan o permiten la producción de ciertas escenas) o también trabajos como La guerra que no hemos visto, que son procesos que acompañan las obras de otros. Juan Manuel, ¿en qué momento de su vida, de su trayectoria, decide trabajar en colaboración con los otros? Es una suposición mía, pero uno se imagina al artista creando en su estudio o yendo a los museos, muy en solitario… ¿Hay un momento en que usted piensa “esto lo tengo que hacer con gente, no solo con mi soledad”, sino con los que protagonizan o son testigos de estas historias?

JME: Sí, hay un antes y un después en la forma como yo trabajaba. Sucedió en el 2003, con un proyecto: Bocas de ceniza. Es un video de personas que sobreviven a masacres o que fueron testigos de masacres, y ellos compusieron sus propios cantos y les cantan a esos horrores. Después de hacer Bocas de ceniza, entendí que mi obra no podía seguir siendo creada desde mi estudio; quise romper esa burbuja que yo sentía que era mi estudio, y fue ahí cuando decidí que tenía que ir al campo, que tenía que ir a zonas rurales afectadas por la violencia, que tenía que ir a escuchar a personas que habían vivido la violencia en carne propio. Rompo las cuatro paredes de mi estudio. Y comienzo a aprender de los otros, y en las salidas de campo, a aprender con los pies.

PN: Fernando, en ese tumbar los muros del estudio y encontrarse en las calles con las personas para nutrir una obra hecha entre todos, ustedes se encontraron a unas personas muy importantes, en un momento en que las víctimas estaban emergiendo en la escena pública en este país. ¿Cuáles fueron los retos de trabajar con personas que tenían un dolor, un duelo, un sufrimiento, y acercarlos al proceso de producción de una obra de arte que iba a proyectarse, a hacerse pública?

FG: Al salir del estudio se abren muchas puertas también. Escuchar fue lo más importante de ese momento. Nos permitió escuchar las voces de las víctimas y, en otros proyectos, de los excombatientes, a quienes llamábamos victimarios. Era ir a conocer estos territorios y escuchar. Ahí se nos abren ventanas para entender lo que estaba sucediendo por ejemplo en Puerto Berrío: por qué el ritual de adoptar se daba solo allí. Esas preguntas se logran responder desde nuestro punto de vista gracias a escuchar a Nury, al sepulturero, al animero… Tuvimos la posibilidad de hablar con ellos y volvernos amigos. Durante seis años cada mes viajábamos a Puerto Berrío, nos quedábamos tres días, así conocimos a organizaciones de víctimas, a personas como Dalila Pulgarín y Hernán Orozco, estudiantes de Trabajo Social, que estaban allá con la labor de escuchar a las víctimas y reunirlas, de hacer una organización que defendiera sus derechos. Estábamos muy abiertos a conocerlos. Todavía hablamos con la gente de allí, y esto es volver a esos momentos en que compartimos el mismo olor seguramente y pudimos entenderlo, y reconocer las subjetividades de los adoptantes y la importancia y el significado de este ritual para los habitantes de Puerto Berrío.

PN: Nosotros hemos tenido un principio de escuchar a las víctimas, que luego se vio muy reflejado en el proceso de paz, como centralidad de las negociaciones, y cuando uno escucha a las personas que han sufrido, hay una vinculación afectiva, una empatía, una consideración en ese dolor, y siendo muy doloroso y exigente de parte de quien escucha ese sufrimiento y ese dolor hay una tendencia al abrazo. Hay un vínculo que permite “escuchar a quien se ama”, eso pasa con las víctimas; pero hay otros personajes que estuvieron en las armas, que fueron los actores que ejecutaron violencia sobre las personas, y uno se pregunta un poco cómo puede escucharlos. Es una pregunta profunda en este país, con hondura moral, porque si uno dice: puedo escuchar con compasión a aquel por el que me preocupo, ¿cómo puedo escuchar a aquel que me genera miedo, que me produce rechazo?… ¿Cómo puedo escuchar a aquel a quien odio o a quien temo? Quiero preguntar le entonces a Juan Manuel: ¿Cómo han hecho ustedes eso en los procesos de colaboración con excombatientes de las FARC y de las AUC? ¿Qué ha pasado con ustedes para poder hacer ese trabajo?

JME: En el 2001 hice un proyecto que se llama La María, con un grupo de mujeres secuestradas de la iglesia de Cali, el secuestro más masivo de la historia de Colombia, perpetrado por el ELN. Con este grupo de mujeres que estuvieron secuestradas en la selva húmeda de los Farallones de Cali, a cada una de ellas les pedí que me permitieran grabar sus historias. En el caso de La María, se trataba de mujeres muy educadas, graduadas, y le pregunté a Melisa, una de ellas, si tuvo temor de que la mataran y me contestó: “No, porque los que nos tenían eran de la edad de mis niños”. Y cuando yo escuché eso, y cuando Melisa, Rosana y otras me decían que eran niños los que las tenían secuestradas, yo dije: tengo que oír historias desde la otra orilla, y ahí se me sembró la inquietud.

En el 2006 tuve la suerte de poder ver una exposición de excombatientes de las AUC en La Ceja, en la que pintaban unos cuadros muy tímidos sobre la violencia. Y eso me interesó mucho. Yo dije: quiero saber qué los arrastró, qué se los llevó a la guerra. Y se abrió una ventana inmensa. Y empezamos a hacer con Noel Palacios, cantante de Bocas de ceniza, unos talleres con ellos en los que les propusimos que nos enseñaran qué es la guerra. Y fueron cuadros y relatos tan contundentes, donde vimos a unos seres humanos rotos por la guerra, donde entendimos que había muchachos que entraban a los 16 años; y luego, cuando hicimos talleres con excombatientes de las FARC, una muchacha nos dice: “Yo entré a los 14 años porque a mí me violentaban en mi casa”, y ahí, en todo ello, empecé, empezamos a entender la juventud de estos muchachos, a ver que en muchos casos ellos fueron víctimas y aprendieron a ser victimarios. Aprendimos que la guerra no es en blanco y negro, que hay muchos grises. Cuando entendí que venían de una niñez muy complicada en sus casas y en las zonas donde vivían, yo quise y los sigo abrazando, y les sigo agradeciendo a todos ellos que me enseñaron a entender mejor la guerra y a romper estereotipos. Y he ido a sus casas, conocido sus familias, y he podido recibir su enorme hospitalidad, ser también sus amigos.

Acabamos de hacer una película Malo pa’ pintar muñecos, y es la historia de un muchacho que entra a los 8 años a las FARC, y él cuenta que cuando empezó, entró porque las autodefensas le mataron a su padre, y él se va para las FARC, es del Caquetá, y que cuando mataba y descuartizaba se acordaba del papá, del daño que le habían hecho. Cuando el comandante le decía “mate, descuartice y aprenda”, entendí yo eso de que ellos primero fueron víctimas y después victimarios.

Al final de la conversación, entre los artistas y la directora de la Unidad Hacemos Memoria, personas del público ampliaron las reflexiones e hicieron preguntas sobre el trabajo de memoria histórica, su pedagogía, y la ética de un arte vinculado con quienes han padecido el conflicto armado colombiano. La obra fotográfica Réquiem NN estará exhibida en el MUUA de la Universidad de Antioquia, en Medellín, por seis meses más. El documental del mismo nombre se encuentra disponible en YouTube: