La periodista, escritora y profesora Maryluz Vallejo presentó en la Universidad de Antioquia su libro “Xenofobia al rojo vivo en Colombia”. Un libro para reivindicar la memoria de esas víctimas qué, muchas veces, ni las propias familias conocían.

Por: Margarita Isaza

Quizás nos faltaron extranjeros cuando estábamos a tiempo de una modernidad política, económica, cultural y social en Colombia. Pero veo que no fue que faltaran, porque muchos venían desde sus lejanos países, desilusionados de guerras y hambres, con la idea tal vez de triunfar en este lado, de hacer algo diferente, de interferir en el movimiento de rotación del mundo, y lo que pasaba era que alguien se los impedía, les buscaba la expulsión a menudo por un simple rumor, y terminaban yéndose a otro destino en el que podían hacerse a una vida más amable: México, Argentina, Chile, países que hoy, en el siglo siguiente al albor modernista, se muestran más amplios de pensamiento y más trajinados en la tolerancia.

De eso, me parece, fue de lo que nos perdimos: de ser un país dispuesto a ensanchar su mentalidad, de correr los riesgos que trae la acogida de esos extranjeros que tenían paisajes y sueños de otras tradiciones, fueran de Europa oriental o de la isla de Cuba. Queríamos seguir siendo aldea, nosotros con nosotros, en democracia pobre pero constante, sin hablar lenguas ajenas, sin compartir la parcela. Ese miedo al comunismo, cuando muchos de los extranjeros que querían permanecer aquí estaban lejos de promoverlo, nos “protegió” de cierto cosmopolitismo, pero de nada sirvió contra un conflicto de fuerzas e ideologías extremas.

Cómo nos hubiera caído de bien una dosis de planeta a comienzos del siglo XX, pero escogíamos solo a los extranjeros adinerados, de mente cuadriculada, que solo podían ver en nosotros la aventura extractivista. Apartamos a los artistas y a los varados, confundidos con malos elementos, que lo único que tenían para ofrecernos era su espíritu de transgresión y sus ganas de hacerse a una vida de frutos y comunidad. Aupados por el policía del mundo (al que aún le rogamos simpatía), rechazábamos al que diera muestras de pensar diferente, porque, cómo no, podía ser comunista, desestabilizador, criminal. Y nos perdimos a la gente que pudo haber hecho mella en nuestra manera de pensar, en la herencia que íbamos a recibir de esa modernidad medio trunca, medio boba, de la gente pequeña.

No podríamos decir que pensamos como pensamos apenas por esta disposición limitada a acoger a los extranjeros. Claro que no. Pero sí podemos asir el significado cuando este límite lo extendemos a cualquiera que piense diferente. Y ahí aparecen como promotoras de esta tara las grandes instituciones que rigen nuestra cotidianidad: dios, patria y hogar, en ese orden de tamaño, tradición y culpabilidad. Religión, patriot(er)ismo y familia como puertas clausuradas y llenas de candados, terquedades incorruptibles a las que no nos atrevemos a defraudar, por donde no se pueden colar las ideas divergentes, la variedad de opiniones, las posibilidades de otros rumbos.

Pienso en todo esto luego de leer algunos capítulos de Xenofobia al rojo vivo en Colombia. Extranjeros perseguidos y expulsados en el siglo XX (Planeta, 2022), de la periodista y profesora Maryluz Vallejo, quien recurrió a una profunda búsqueda en archivos administrativos, prensa raída y correspondencias de varias épocas, para dar cuenta de este panorama del pasado que bien puede ser una radiografía del origen de uno de nuestros problemas más molestos aún en el presente: la escasa disposición que tenemos como colombianos para ensanchar las fronteras de nuestra mente y de nuestro porvenir. Nos metieron miedo al otro y no hemos sabido cómo liberarnos todavía de él.

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.