¿En manos de quién, y con qué propósitos, debe recaer la defensa del Estado? ¿Cuál es el papel de los ciudadanos en la provisión de seguridad? En esta columna de opinión, el profesor Julián Andrés Muñoz Tejada analiza las propuestas de colaboración entre ciudadanía y fuerza pública que inevitablemente recuerdan la puesta en marcha de organizaciones como las Convivir en los años noventa.

Por Julián Andrés Muñoz Tejada*

El 2024 inició con dos anuncios sobre colaboración entre ciudadanía y fuerza pública: el primero lo hizo Fedegán, con los Frentes Solidarios de Seguridad Ganadera; el segundo fue realizado por el gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, quien propuso la creación de Escuadrones Militares y Policiales Antioquia Segura (Empas).

Estas propuestas surgieron en un contexto marcado por la nostalgia, especialmente en sectores que recuerdan la gestión de la seguridad durante los mandatos de Álvaro Uribe Vélez en la Gobernación de Antioquia (1995-1997) y la Presidencia de la República (2002-2006; 2006-2010). Como si se fuera en busca de la seguridad perdida, estas propuestas generan simpatías entre quienes asumen que la provisión de seguridad se reduce a las lógicas de la guerra y al combate de criminalidades específicas.

Los escuadrones a los que alude el Gobernador se inscriben en el horizonte de una renovada promesa por exaltar la seguridad como “el primer bien de la república”. Se lee en el sitio web de la Gobernación de Antioquia: “El gobernador Andrés Julián dio detalles sobre la estrategia de los Empas – Escuadrones Militares y Policiales Antioquia Segura, indicando que desde la Gobernación se darán recursos a jóvenes que quieran ser parte de la Policía y el Ejército, y estos nuevos uniformados sustituirán a soldados o policías profesionales que tienen labores administrativas para que estos últimos sean parte de los Empas”.

Estas propuestas tuvieron reacciones disímiles en dos tipos de público: por un lado, en quienes entienden que en efecto es un deber ciudadano apoyar a la fuerza pública en sus labores de control; y, por otro, en quienes advierten los peligros de involucrar a civiles en la provisión de seguridad. Ambas visiones responden a lógicas distintas. Para la primera, la seguridad es una responsabilidad conjunta de la fuerza pública y la sociedad; para la segunda, la provisión de seguridad es sobre todo una responsabilidad que debería estar a cargo de la fuerza pública, sin que esto excluya el deber de aportar información en casos puntuales.

El valor cívico de armarse

La primera perspectiva entiende como un deber cívico la defensa de la república, lo que incluye la apelación al deber patriótico de armarse para apoyar a la fuerza pública.

Se trata de una mirada que evoca la noción de ciudadano armado, abordada por la profesora María Teresa Uribe en el artículo “El republicanismo patriótico y el ciudadano armado” (2004). Se trata de un tipo de sujeto, cuyo compromiso con la república va más allá de lo que normalmente se espera de los ciudadanos, que paguen impuestos y que en general cumplan con los dictados de la ley. A este ciudadano soldado lo determina la defensa frente a las amenazas que pueda sufrir el orden encarnado en la república.

Con el paso del tiempo, en las lógicas de la modernidad política se hizo necesaria la separación entre participación política y el uso de armas por los ciudadanos, sobre todo en aquellos contextos donde los Estados lograron, con cierto éxito, instituirse como los referentes de orden y autoridad para quienes habitaban dentro de sus fronteras territoriales. La profesionalización de las fuerzas armadas implicó que aquellos que se ocupaban de proveer seguridad debían ejercer sus funciones de conformidad con las reglas del Estado de derecho, y que debían diferenciarse dos escenarios de provisión de seguridad: el externo, a cargo de las fuerzas militares, y el interno, a cargo de los cuerpos de policía.

La colaboración estrecha de los civiles con el cumplimiento de los deberes a cargo de la fuerza pública supone, por lo tanto, una evocación a momentos en los que se confundía el deber de participar políticamente con la responsabilidad de tomar las armas si las circunstancias lo ameritaban.

Ideas como la del Gobernador de Antioquia y de Fedegán, de involucrar a los civiles en labores propias de la fuerza pública, no son nuevas en Colombia. Existen al menos dos antecedentes que nos lo muestran, como un eco de experiencias ya ensayadas, cuyos costos en términos de violaciones de derechos humanos son excesivamente altos.

En primer lugar, encontramos las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada, creadas mediante el Decreto 356 de 1994, y mejor conocidas como Convivir. El artículo 42 del citado decreto las definía como organizaciones “de la comunidad en forma de cooperativa, junta de acción comunal o empresa comunitaria, con el objeto de proveer vigilancia y seguridad privada a sus cooperadores o miembros dentro del área donde tiene asiento la respectiva comunidad”.

Como señaló el Centro Nacional de Memoria Histórica en el informe ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad (2013), para el año 1997 existían 414 Convivir en el país, y cuando la Corte Constitucional decretó la inconstitucionalidad de las normas que permitían el porte de armas largas y la realización de labores de inteligencia, estas agrupaciones “transitaron masivamente a la clandestinidad para engrosar los brazos del paramilitarismo. De hecho, reconocidos jefes paramilitares como Salvatore Mancuso, Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, Diego Vecino y Rodrigo Peluffo, alias Cadena, fueron representantes legales o integraron las Convivir, llegando a perpetrar con sus armas varios crímenes, como la masacre de Pichilín, Sucre, el 6 de diciembre de 1996”, se lee en la investigación.

Aunque el Gobernador de Antioquia no se refiere directamente a situaciones como las generadas en los tiempos de las Convivir, el eco de sus excesos aún resuena, y cualquier medida que sugiera un llamado a que los civiles “colaboren” con la fuerza pública en el cumplimiento de sus funciones aún crea suspicacias entendibles en muchos sectores sociales, que de manera fundada ven peligros en que los civiles se involucren activamente en la provisión de seguridad.

El segundo antecedente lo hallamos durante el mandato de Álvaro Uribe, cuando fue presidente. Como se recordará, en el marco de su política de Defensa y Seguridad Democrática, se asumió que el combate del terrorismo no era una responsabilidad exclusiva de los organismos se seguridad. Se propuso también que la población civil debía contribuir en dicha tarea. Para ello, se diseñaron dos estrategias: en la primera, redes de cooperantes e informantes aportaron información orientada a la persecución de actividades y grupos definidos como terroristas; y en la segunda, se dispuso una suerte de servicio militar de medio tiempo con los “soldados de mi pueblo” e “infantes de marina de mi pueblo”.

Ambas estrategias contribuyeron a lo que en su momento se mostró como un relativo éxito en la colaboración de la población civil para combatir el terrorismo. Esa es la sensación de seguridad perdida que subyace a los recientes llamados a la sociedad civil para que colabore en las tareas de provisión de seguridad. Sin embargo, los elevados costos, tanto humanos, que se expresaron en un crecimiento desmedido de falsos positivos y en detenciones masivas, como institucionales, como ocurrió con la reforma constitucional que permitió la reelección, por cuenta de la cual fueron condenados varios congresistas y ministros del gobierno Uribe, hacen que los aparentes éxitos de la política de Defensa y Seguridad Democrática se deban evaluar con cuidado.

El rol del Estado

Los temores y las suspicacias que generan anuncios como el del Gobernador de Antioquia o los llamados que hacen otros sectores a conformar Frentes Solidarios de Seguridad Ciudadana, no son producto de la fantasía o los delirios de energúmenos inconformes a quienes les tiene sin cuidado la seguridad. Los antecedentes arriba mencionados muestran que la seguridad no puede ser el fin último que movilice a una sociedad o a quien la gobierna. Diríamos con Alessandro Baratta (autor de Criminología crítica y sistema penal, 2004) que, en lugar de un problemático derecho a la seguridad, lo que corresponde en el contexto de una democracia es la seguridad de los derechos, entre los cuales están la vida y el patrimonio de las personas.

Así mismo, la idea de que el Estado es el principal responsable en la provisión de seguridad remite a una vieja aspiración que acompaña el mito de creación de los Estados en la modernidad: su legitimidad reside en el monopolio del uso de la fuerza, y se reserva para sí la definición y aplicación del castigo.

Exceptuando casos como el de la legítima defensa, nuestro ordenamiento jurídico prohíbe que los particulares desplieguen acciones conducentes al castigo de otros. Ello no obsta para que, en virtud del principio de solidaridad social, como señala la Corte Constitucional en la Sentencia C-853 de 2009, la ciudadanía esté obligada a denunciar. Basta ver el delito de “Omisión de denuncia de particular” establecido en el artículo 441 del Código Penal para entender que todos los ciudadanos ya estamos obligados a denunciar, si tenemos conocimiento, entre otros, de la comisión de delitos como homicidio, secuestro, terrorismo.

Tampoco se trata de negar que algunas comunidades, sin recurrir a la violencia, han resistido a violencias e inseguridades mediante el arte y la cultura. Pero una cosa es reconocer la capacidad de agencia de las comunidades para resistir las violencias que viven a diario, y otra distinta, suponer que los particulares deben asumir como propias funciones que por principio deben estar en cabeza de las instituciones del Estado que integran el sector seguridad y justicia.

En conclusión, la búsqueda de la seguridad perdida y sus llamados a que civiles colaboren con la fuerza pública en su función constitucional de preservación del orden público no pueden conducirnos a que, otra vez, se borren las fronteras entre una participación mediada por la solidaridad social y el involucramiento activo en funciones de provisión de seguridad para las que no están preparados. Poco aporta a la reconciliación de una sociedad, en que las violencias de diversa índole (directa, simbólica y estructural) han impactado la vida de tantas personas, que, en lugar de fortalecer la fuerza pública a través, por ejemplo, de mejoras en sus capacidades de inteligencia, se involucre a civiles en la generación de violencia institucionalizada en contra de otras personas, como ocurre con el derecho penal. No porque esté reglada esta violencia legal institucional, conocida como fuerza, diluye su carácter aflictivo.

 

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.


*Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia. Correo: julian.munozt@udea.edu.co