La artista colombiana, afrodescendiente y migrante Astrid González expone en Fragmentos del mundo, del Museo de Antioquia, la obra Pronunciar perejil en la masacre, acerca de la violenta división fronteriza entre República Dominicana y Haití, y las disputas por una memoria histórica que trasciende a los problemas del presente.

Por Margarita Isaza Velásquez
Fotos: cortesía Astrid González

El perejil es una hierba inocente, de origen mediterráneo y asiático, que hoy se cultiva en todo el mundo, especialmente para usos culinarios. En inglés se llama “parsley” y en francés, “persil”. En español, nadie pone mayor reparo a sus sílabas y letras; ni a la sutileza de la ere, ni a la leve inspiración de la jota, tampoco a la ele que trunca cualquier continuidad. Perejil, sin más ni más.

Pero la palabra que nombra esta hierba umbelífera signó en la primera mitad del siglo XX la división identitaria de una de las fronteras más dolorosas de América Latina: la de República Dominicana y Haití, en una isla del Caribe, donde entre septiembre y octubre de 1937, y quizás desde mucho antes y hasta mucho después, ocurrió la que ahora pocos conocen como la Masacre del Perejil. Se calcula que, en ese par de meses, por no poder pronunciar “perejil” en perfecto español, sin dejos de francés o de lengua creole, fueron asesinados por militares dominicanos en connivencia con civiles entre 9.000 y 20.000 haitianos. La trampa funcionaba más o menos así: un soldado veía a una persona de piel negra y le pedía, no ya sus documentos, sino que dijera “perejil”; si fallaba en la dicción, entonces era haitiano y merecía morir.

En la frontera entre República Dominicana y Haití ocurrió en 1937 la Masacre del Perejil. Imagen cortesía Astrid González

La artista colombiana Astrid González no ha pisado nunca esa frontera, ni sabía hasta hace pocos años de la histórica separación entre haitianos y dominicanos, cimentada y ensañada por la dictadura del general Rafael Trujillo, quien gobernó la República Dominicana entre 1930 y 1952. Menos había oído hablar alguna vez de la Masacre del Perejil y de sus víctimas. Porque, si bien lo que ocurrió no es un secreto, e incluso se conoce que el gobierno estadounidense de Franklin D. Roosevelt obligó a República Dominicana a pagarle una indemnización a Haití —que nunca llegó a los sobrevivientes y a los familiares de las víctimas—, estos hechos fueron silenciados durante generaciones y, más que eso, justificados en la memoria incompleta de que los haitianos habían cruzado la frontera para cometer fechorías, aprovecharse de los dominicanos y robar en los prósperos ingenios azucareros donde solicitaban trabajo.

De estos asuntos fue enterándose Astrid González cuando vivía como migrante en Santiago de Chile. Se había ido en el 2016, a poco de graduarse en Bellas Artes de Medellín como Maestra en Artes Plásticas. Ya en ese momento sus trabajos artísticos tenían que ver con “una dicotomía de la identidad”, atravesada por ser una mujer negra nacida en Medellín, hija de padres chocoanos, profesores de español, que estaba formándose una posición política en torno a las experiencias de racialización en la cultura regional, que carecía de referentes afro tanto en el arte como en otras expresiones.

“Empiezo a pensarme mi propia ‘universidad’ y a estudiar la historia del arte afro en Colombia. Me encarreto con lo que fui conociendo y empiezo a desarrollar el trabajo más desde lo afro: las representaciones, las imágenes, las preguntas, los referentes, la bibliografía misma”, cuenta ahora, desde su taller en la casa Campos de Gutiérrez, barrio Prado de Medellín, acerca de las raíces de sus búsquedas como artista, que acaso sin saberlo fueron las que un día, ya en otra geografía, la llevaron a pensar, cuando supo de la Masacre del Perejil, que esa historia encarnaba un gran poder de reflexión.

Astrid explica que en Chile estuvo varios años sin pensar en el arte. Se dedicó a lo que la obligaban las circunstancias: a ser migrante; a las diligencias y limitaciones que eso conlleva, trabajando en oficios disímiles y mal pagos como vender ropa en un almacén, cuidar niños o ser asistente de cocina, sin que la visitaran las preguntas o los lenguajes del arte.

Mientras tanto conoció a otros migrantes de distintas nacionalidades. En el barrio República, en el centro de Santiago, compartió casa con 25 personas y se dio cuenta de que los haitianos todo lo cocinaban con perejil. Y una que otra vez la historia de la masacre surgió en el comedor. En ese momento, los haitianos eran la población migrante más grande de Chile: en 2017, según cifras de la Policía de Investigaciones de ese país, ingresaron más de 104 mil personas de esa nacionalidad. Antes de los haitianos, los peruanos eran la población migrante más masiva en Chile.

Con estas personas Astrid tenía en común, además de ser migrante, el ser afrodescendiente, y por eso había una conexión o empatía distinta, que le permitía reconocer algo de sí misma en la experiencia de los haitianos. Con ellos se encontraba no solo en la casa sino también en espacios organizativos y centros político-culturales. Hasta ese momento, dice, “en Chile no era natural hablar de racismo, sino solo de xenofobia o de discriminación, pero no de racismo, y eso me pareció muy revelador”. En 2019, por primera vez se reconoció en ese país la noción de “afrodescendientes de Chile” o “afrochilenos”, en la Ley 21151, que fue el resultado de las luchas emprendidas por organizaciones y colectivos de reivindicación histórica y cultural afro, especialmente del norte del país, Arica, donde reside la mayor población afro de Chile y es a la vez uno de los principales lugares de acogida de migrantes haitianos. Con esa ley de reconocimiento, Astrid entendió por qué en Chile se asumía, con respecto a los haitianos, afrocolombianos y africanos, más una diferencia de clase que una diferencia racial.

Astrid González nació en Medellín en 1994. Es Maestra en Artes Plásticas de la Fundación Universitaria Bellas Artes. Foto: cortesía de la artista.

Y esas diferencias se extendían también hacia los migrantes. “Había, por ejemplo, dos dominicanos en la casa y empecé a notar que las prácticas de racismo y discriminación eran específicamente con los haitianos; oía comentarios de que ellos iban a hacer en Chile lo mismo que habían hecho en República Dominicana: vienen a llenar el país, vienen a ocuparlo”, relata Astrid, quien poco a poco había vuelto a hacerse preguntas por el arte y había retomado el lenguaje de las imágenes para explorar respuestas. “Empecé a sentir como un hueco aquí en el pecho; sentía que me hacía falta algo, que me hacía falta el arte”, dice. Ya para entonces estaba en una etapa más tranquila de su situación migratoria, pero se dio cuenta de que no tenía espacio físico suficiente para hacer fotografía y escultura como lo había hecho en Medellín, ni tampoco la capacidad económica ni la red de artistas que le permitieran pensar en exposiciones.

“Entonces empiezo a trabajar con video, que tenía mi cámara, y de nuevo me conecto con el arte: el video me permite incluir testimonios, sonidos, ruidos, música, la imagen en movimiento”, recuerda Astrid. Hizo entonces una residencia en Temuco, sur de Chile, con un grupo de artistas mapuche, y de ahí resultó un proyecto de video. Luego entró a un grupo de investigación con la Universidad Católica de Chile y comenzó a darle más forma al proceso sobre la Masacre del Perejil con una financiación del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) de esa institución.

Los referentes literarios vinculados a la masacre fueron algunas de las claves que le permitieron a la artista desarrollar los videos y materialidades que componen su obra Pronunciar perejil en la masacre, expuesta como parte de Fragmentos del mundo, en el Museo de Antioquia, hasta finales de julio de 2023.

Por ejemplo, de la novela Masacre River, del escritor haitiano René Philoctète (1932-1995), Astrid retomó: Durante las últimas veinticuatro horas el pueblo haitiano en la frontera ha estado aprendiendo a decir “perejil”. Una palabra banal. Una hierba de cocina. Si la puedes pronunciar bien, bueno, eres dominicano, “blanco de la tierra”, y los soldados presentan armas: “¡Guardia, salud!”. Pero si la r merodea a la i, si la j absorbe la l, la p cojea hasta la r, la e queda atrapada en la j, o si la p, la l, la r se dislocan, se aglomeran, se agarran entre sí, se deshacen, empiezan a agredirse, se irritan, entonces eres haitiano y estás listo para el pelotón de fusilamiento: “¡Guardia, fusílelo!”.

Sucedió entonces el estallido social chileno, en el 2019, y luego la pandemia con el cerramiento de las grandes ciudades. Durante esos tiempos, Astrid realizó los dibujos y videos del proceso artístico, que denominó “Pronunciar perejil en la masacre”, “Honor y machete” y “Testimonios”. Los dibujos fueron pensados desde el principio como baldosas hidráulicas, en una pieza que llamó “Asepsia”, porque en la historia latinoamericana, a finales del siglo XIX y principios del XX, estas sirvieron como mecanismo de higienización: se embaldosaban las calles y los espacios de tránsito peatonal para limpiarlos más fácilmente y evitar con ello la proliferación de enfermedades. Y para esto servía también el perejil: para limpiar el cuerpo, sus órganos, al decir de otro referente literario, The farming of bones, de la escritora haitiano-estadounidense Edwidge Danticat.

Así, baldosas, dibujos, videos, recortes de prensa y un mapa de la frontera han hecho parte del proceso de la Masacre del Perejil, el proyecto con el que Astrid ganó la X Convocatoria de Nuevos Talentos en el Arte, de la Cámara de Comercio de Medellín, y selló su reencuentro con Colombia, adonde decidió volver en 2021 para continuar su camino artístico.

Las baldosas hidráulicas de la obra «Asepsia» representan la operación de higienización y limpieza racial emprendida por la dictadura de Rafael Trujillo en República Dominicana. Foto: cortesía Astrid González.

Fue a raíz de ese premio y de una exposición anterior en el Museo de Arte Moderno de Medellín que Camilo Castaño, curador del Museo de Antioquia, conversó con Astrid para que hiciera parte de la exposición temporal Fragmentos del mundo, que reúne nueve procesos artísticos, miradas críticas en torno a la relación de las personas con la naturaleza y el territorio. Allí, Pronunciar perejil en la masacre comparte espacios y experiencias con los procesos de artistas como Libia Posada, José Ignacio Vélez, Santiago Vélez, Juliana Góngora, María Buenaventura, Jorge Barco, Federico Ríos y ECO Arquitectos.

La historia de la masacre, la experiencia de la migración, las reflexiones acerca de la sociedad racializada y el volver a habitar la ciudad de su infancia, entre mil cosas más, hacen eco en el presente de Astrid González, para alcanzar nuevos proyectos, seguir interpelando al mundo contemporáneo y, claro, continuar creando.

«Honor y machete» es el nombre de uno de los videos que componen la obra de Astrid González en el Museo de Antioquia. Imágenes: cortesía de la artista.