La llegada del narcotráfico a Medellín sembró muerte, violencia y también historias de amor. Eduardo y Piedad se vieron involucrados en esa espiral de dinero, lujos y locura, hasta el punto de casarse en una cárcel.

 

Texto e imágenes: Paulina Mesa*

Piedad** se casó en una catedral que no tenía torres que llegan hasta los cielos, sino muros altos de color gris; en lugar de pinturas religiosas, la ocupaban obras costosas de pintores famosos en habitaciones lujosas; y no había santos de ropajes terciopelo sino guardias vestidos de azul camuflado. Desde esta catedral no impartía cátedra el obispo, pero daba órdenes un patrón. Casi lo mismo. Piedad no pudo llegar a un altar de iglesia, pero llegó vestida de novia hasta La Catedral, una cárcel de máxima seguridad en Envigado.

Iba vestida de tristeza. Su cabeza adornada con una corona de perlas diminutas la hacía ver como una diosa del Olimpo y un traje blanco lleno de piedras blancas y plateadas la cubría desde sus hombros hasta sus pies. Dicen que las perlas son un símbolo de llanto, hacen las veces de las lágrimas que derrama la novia ante el altar. Ella las derramó hasta la muerte.

El 14 de diciembre de 1991, el salón social de la cárcel La Catedral, que parecía más bien una finca de recreación, estaba decorado con mesas, arreglos florales y copas de champaña; sicarios, políticos, familiares y amigos vestidos de gala. En un altar improvisado esperaba paciente el padre Rafael García Herreros, reconocido a nivel nacional por el programa de televisión Minuto de Dios, y por el papel que jugó en la liberación de los secuestrados. Todos vieron deslumbrados la entrada triunfal de Piedad a la cárcel, caminando hacia el altar, y aplaudieron sin parar cuando ella le soltó el “sí, acepto” a uno de los lugartenientes más importantes de Pablo Emilio Escobar Gaviria, narcotraficante y  jefe del Cartel de Medellín.

En realidad, a Piedad casarse le parecía una locura. Ella se veía a futuro como una profesora de alguna escuelita de la ciudad, pero un papá periodista y poco creyente de la estabilidad económica que pudieran brindar las ciencias sociales, le hicieron desistir de esa idea. Los planes también cambiaron cuando la familia decidió mudarse en 1971 a Envigado, cerca al barrio de los periodistas, en La Paz. Para ese momento, el barrio apenas se estaba formando y ya tenía algunas casas alrededor, entre ellas la de los Conrado; y casualmente Piedad viviría justo al frente de Eduardo Conrado*, Pato, con quien en un arrebato de amor iría al altar y a la cárcel veinte años después.

 

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“A ver, hagamos cuentas”. Piedad saca una calculadora, suma y resta fechas; como si su memoria estuviera contenida en un aparato que la ayuda a precisar momentos y recuerdos con números. Han pasado cincuenta años y ella conserva la misma cara de enamorada. Cuando habla de Pato le brillan los ojos y se borran las pocas arrugas que se le marcaron alrededor por el paso del tiempo, no puede evitar la sonrisa que trae el recuerdo, y la emoción se apodera de su voz cuando cuenta lo que la enamoró perdidamente de él.

“Él era hermoso, ¿no ve que yo me enamoré de él? Era una persona muy especial, era muy gracioso. Lo que más me gustaba de él es que me hacía reír mucho. Yo era muy tímida, pero él era muy extrovertido”, cuenta Piedad en medio de risas.

La primera vez que Pato vio a Piedad juró que se casaría con “la negra”, así se refería a ella con cariño. Piedad no tenía mucha fe en esa promesa y se negó en varias ocasiones, pero Pato no desistió. Uno de los hermanos Conrado se hizo novio de una de las hermanas de Piedad; Pato aprovechaba cada encuentro para invitar a Piedad, salir los cuatro, y tirarse los chistes que hacían sonreír a la negra.

“Pato tenía un espíritu tan lindo, y era tan alegre, tan positivo. Era una persona feliz y eso fue lo que más amé de él. Siempre me hizo sentir afortunada, como una reina”, cuenta Piedad.

Eduardo era alto, delgado, cejas pobladas, cabello castaño, con voz gruesa y buen sentido del humor. Enamorado de Piedad hasta más no poder, tanto que cuando Piedad le negaba los saludos por alguna discusión, él abría las ventanas de su casa, ponía a todo volumen las canciones de Camilo Sesto, y cantaba la que dice “el amor de mi vida has sido tú”… Lo más fuerte que podía para que el barrio entero y Piedad supieran que era para ella.

Llenaba de regalos a Piedad en fechas especiales, el día del cumpleaños, el día del amor y la amistad, el día de la mujer, al salir de clases en el colegio… Ella recuerda que “Pato se iba para los jardines de las vecinas y se robaba las rosas para regalarmelas. En ese momento éramos estudiantes y no teníamos dinero. Pero él siempre fue recursivo hasta para hacerme sonreír”.

Con cada detalle el corazón de Piedad se fue llenando de ilusiones por Pato, y en 1976 cuando ella tenía 15 años, se hicieron novios. Pato no se cambiaba por nadie, era novio de la negra, la más linda de la cuadra y a todo el mundo le decía: “vea, ella es mi novia, yo la amo, es mi vida, es mi amor, es mi todo, yo la amo y con ella me caso”. Piedad pensaba que estaba loco.

 

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Completamente enamorados, como borrachos yo no sé de qué”, dice Chayanne en sus canciones, y así se sentían Pato y Piedad. Les gustaba salir a comer cono en el parque, acampar en las fincas y bailar en las rumbas de la casa de Piedad, las más famosas del barrio La Paz. “Del amor conocí lo más lindo, supe lo que es amar, respetar y querer a alguien con toda el alma. Yo siempre fui la reina, la más hermosa, yo era todo para él”, recuerda Piedad con una sonrisa que le encharca los ojos.

Dentro de los planes de Pato y Piedad estaba casarse y vivir juntos, tener una familia numerosa con tres o cuatro hijos, pero sobre todo “queríamos estar juntos hasta viejitos”, concluye Piedad. Pero para ese momento los corazones de los muchachos de la ciudad se comenzaron a llenar de otras cosas diferentes al amor por una mujer.

Con el nacimiento de El Cartel de Medellín en 1976, los embargaba el amor al dinero y al poder. Los negocios del narcotráfico crecieron exponencialmente afianzando las economías ilegales en la ciudad atrayendo a los muchachos de los barrios con las ganancias de esas actividades.

Gerard Martin es sociólogo y politólogo holandes, se ha dedicado a estudiar las violencias en Medellín y frente a las dinámicas que llegan con el cartel dice que “hay que tener en cuenta que en la segunda parte de los años 70 hay un salto porque la economía de la marihuana es diferente a la cocaína. Empieza a dominar el narcotráfico porque genera mucho dinero, es como cambiar la tienda de barrio por un supermercado”.

A esto, se le sumaban las dinámicas sociales del momento como el crecimiento de la ciudad, la pobreza, el desempleo, y una generación joven que no logró ser atendida por un sistema de calidad, “es un panorama desastroso donde el narcotráfico tiene a su disposición una cantidad de jóvenes que están completamente abandonados por el Estado”, concluye Gerard.

Pato quería ser arquitecto. Estudió en el Instituto Nacional de Educación Media – INEM -, hizo una media técnica en construcción y hasta los profesores le daban trabajo. Tenía mucha facilidad para trabajar con las manos, con la madera y estudió dibujo arquitectónico en el Colegio Mayor. “Nunca lo practicó, desafortunadamente la vida lo llevó por otros caminos”, cuenta Piedad.

 

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Las peleas entre Piedad y Pato eran cada vez más frecuentes; las rumbas, las drogas y los negocios agrietaban su idilio de amor. Piedad recuerda que “cuando él se metió en el negocio, no sabía qué era. Empecé a ver todo ese mundo tan difícil del vicio y todo eso, entonces yo le decía que no me gustaba, pero las circunstancias, el tiempo, el momento…”

En el barrio comenzaron a ver cómo uno de los amigos más pobres de la cuadra, Pablo Escobar, se llenaba de dinero, comodidades y poder, cosas que deslumbraban a los muchachos de la época. Pato entró a trabajar con Pablo porque vio en el negocio una oferta prometedora, aunque ni siquiera pudiera visualizar las consecuencias. “Era una oportunidad cercana y con mucho dinero de por medio. Pablo era del combo de nosotros y vimos muchas cosas que a uno como jóven lo deslumbran y más conociendo la situación de la casa de nosotros”, añade Piedad.

Gilmer Mesa es escritor y ha retratado la violencia, las calles y los barrios de Medellín. Él cree que la falta de referentes y oportunidades en los jóvenes de esa época dio paso a que los grupos armados y el narcotráfico los conquistaran fácilmente. Tener el barrio como la única representación del mundo sesgaba la visión de los muchachos y la capacidad de acceder a millones de posibilidades fuera del combo.

Piedad cree que el ambiente de maldad los envolvió por naturaleza, por inocencia y avaricia porque “nadie sabía qué era ese negocio, nadie podía conocer las consecuencias terribles que iban a haber, y cuando se metieron ahí ya era muy tarde. Cuando comenzaron a darse cuenta de todo lo que pasaba alrededor del negocio, era muy tarde”.

En la juventud el espíritu aventurero está más presente que en cualquier otra etapa de la vida, a esto se le suma el creerse inmortal, sentir adrenalina y no tener el criterio suficiente para conocer las consecuencias de los actos. Para Gilmer “es como una idealización fashion del negocio, solo se ve lo bueno. Los muchachos querían ser bandidos pero no hacer cosas de bandidos. Muchos se quedaron en ese mundo porque no era algo tan fácil, los mataban en la primera vuelta o se les podría el alma. De eso ya no hay vuelta atrás”.

 

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Del Eduardo del que se enamoró perdidamente Piedad, quedaba muy poco o nada. Los excesos, las drogas, las rumbas y los negocios hicieron de Pato un hombre diferente, un velo oscuro cubrió al romántico, al de las canciones y las flores en fechas especiales. “Nos cambió la vida. Peleábamos mucho porque él empezó con muchas rumbas, mucho desjuicio, muchas drogas. Se volvió muy vicioso, y yo no quería esa vida”, recuerda Piedad.

En 1991 había más muerte que vida. Atentados, bombas, secuestros, y asesinatos hicieron de Medellín la ciudad más violenta del mundo con 6.809 personas asesinadas. Para Gerard Martín esto ha sido un fenómeno muy revelador y muy específico de Medellín porque “si yo pregunto a veinte personas en Holanda, no van a tener a nadie asesinado, eso no sucede, un homicidio es demasiado excepcional. En Medellín a veces las personas responden como si estuvieran esperando que eso les pasara en algún momento y dicen: ‘todavía no me ha pasado’”.

En medio de un contexto convulsionado, Pablo Escobar decidió entregarse a las autoridades bajo sus propias condiciones y pidió ser recluido en una cárcel que él mismo había construido en Envigado, La Catedral.

Pato decidió entregarse con Pablo. Piedad había decidido terminar su relación y cancelar los planes de la boda por lo menos hasta que Pato dejara de drogarse. Ella recuerda que en La Catedral tenían todo lo que quisieran “eso no era una cárcel, era una finca. La comida era a la carta, había chef las 24 horas, bebían, hacían fiestas, jugaban partidos de fútbol y no había rejas y esas cosas”, cuenta Piedad.

En medio de lujos y excesos, estando en la cárcel Pato cambió y la esperanza de Piedad nunca se perdió. Pato dejó de tirar vicio, dejó las drogas, el licor y las rumbas. Retomaron los planes de la boda sin importar que fuera en la cárcel. El romance volvía a nacer en medio de la ciudad más violenta.

Margarita* fue una de las asistentes al matrimonio y recuerda que el 14 de diciembre “Piedad estaba hermosa, divina. Todos tuvimos que pedir permiso en el Departamento Administrativo de Seguridad – DAS – para poder entrar a la cárcel, incluso hasta el padre que lo conocía todo el país. Fue una boda muy lujosa, nos llevaron a todos en camionetas, y de regalo de bodas, Pablo Escobar les regaló un apartamento gigante en Envigado. Piedad y Pato estaban felices”.

Entre risas, Piedad recuerda que ese día cuando el padre otorgó la bendición y el permiso divino de besar a la novia, Pato gritó: ¡por fin! ¡Por fin, negra! ¡Por fin! Y todos los invitados comenzaron a reírse en medio de aplausos y festejos.

La verdad es que Piedad nunca dejó de estar enamorada, solo quería al primer Eduardo de vuelta, pero él nunca volvió.

 


* Paulina Mesa es egresada de Periodismo de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia. Este es un fragmento de una de las historias que componen su trabajo de grado “Siemprevivo, historias sobre la ausencia”.

** Nombres cambiados por petición de las fuentes.