El novelista colombiano desarrolla en sus libros una radiografía de lo que ha sido la violencia en Colombia y describe una guerra cíclica que se hace presente en cada generación de su familia.

 

Por Paula Ruiz Torres

Foto: Julián Gaviria

En La cuadra, el escritor colombiano Gilmer Mesa describe la guerra intraurbana en la que su hermano, Mauricio Alquívar Mesa, terminó siendo víctima de las dinámicas sicariales que vivió Medellín en los años ochenta y noventa. En Las travesías cuenta la historia de su familia materna en Ituango, Antioquia, y de cómo cada generación, iniciando con la de su bisabuelo, Cruz María García, quien fue soldado de las guerrillas liberales, termina alcanzada por una guerra reciclada que se esconde detrás de azules, rojos, derechas e izquierdas, develando en realidad, las disputas infundadas por el odio, la codicia y el inexorable destino que acarrea el pertenecer a un territorio; el fatum (destino), como lo califica el autor. 

En sus dos novelas Gilmer Mesa rememora el pasado. Un pasado personal y familiar que, a su vez, es también una historia de país. Hacemos Memoria habló con él sobre ello, así como sobre las características de la violencia en Colombia y la manera en que estas violencias se han hecho presentes en las letras de los escritores colombianos.

 

Gilmer, tanto La cuadra como Las travesías se desarrollan en un ambiente de violencia, ¿qué similitudes y desencuentros destaca entre ambos contextos?

Lo primero es que la primera es una novela urbana, la otra es rural. La segunda diferencia más ostensible es que Las travesías abarca un periodo de tiempo mucho más largo, cercano a un siglo de historia, la otra es cercana a quince o veinte años del siglo XX.

Similitudes hay muchas. En cuanto al estilo, ambas tienen una agonía importante y una forma de tramitar mis cosas y esto es lo que pongo en la literatura que hago. Son las mismas preguntas, lo que pasa es que las preguntas en La Cuadra eran sobre un territorio específico, en Las travesías se abre más el espacio a un nivel general, pero sigue siendo lo mismo porque los temas que a mí me interesan y me obsesionan son los mismos: el mal, la violencia, el porqué somos como somos, el ethos del colombiano y el antioqueño, pero además se comunican muy bien en una cosa básica y es que yo creo que los barrios populares de la ciudad conservan mucho la ruralidad; conservan el olvido estatal, algunas prácticas y dinámicas. Esto, nadie lo ha contado mejor que Víctor Gaviria en La Mujer del animal.

Las dos novelas presentan la misma guerra, es exactamente igual. Lo que cambiaron fueron las dinámicas; antes era el machete y ahora llegaron las AK47, pero es lo mismo: la guerra por el territorio, por el poder; un poder difuso y mínimo que le sirve a los grandes  poderes para ocultar cosas, pero los motivos son los mismos y el odio también es el mismo. 

A propósito de la guerra y la violencia, presentes en ambas novelas, ¿usted cree que en Colombia aún nos falta hablar sobre ambos temas?

La pregunta te la respondo así: no es que haga falta hablar, es que nunca se ha hablado. A mí me molesta un poco cuando la gente dice que vamos a volver a hablar del mismo tema y en realidad, de esos temas no se ha hablado. De esos temas se han dicho dos o tres cosas y se han repetido hasta la saciedad, pero cuando es el momento de profundizar en ellos, no se hace. Nunca se ha hablado en serio, entonces por eso en el arte, vuelven y aparecen una y otra vez, porque son temas inconclusos, casi que soslayados como propósito principal y bueno, yo creo que el arte tiene que servirnos para que los traigamos de nuevo a la mesa e intentemos dar esas discusiones.

No creo que el arte responda a nada, pero sí creo que amplifica esas preguntas que nos siguen molestando. Por eso se repiten, porque no se han contestado. De la violencia, por ejemplo, siempre decimos dos, tres cosas, pero nunca discutimos por qué la tenemos como un acervo cultural, casi que endógeno del ethos colombiano. Nosotros tenemos un gran problema de lenguaje, que empieza con la enunciación porque cuando hablamos de estos temas, casi que al mencionarlos, damos por sentado que ya se hablaron. Solo lo estamos nombrando, pero no se está discutiendo.

En Las Travesías, usted hace un recuento de lo que ha sido el conflicto armado del país, allí refiere incluso algunos momentos históricos como el Frente Nacional o la conformación de diferentes grupos armados ¿Cuál es su lectura sobre lo que ha sido nuestro proyecto de Nación?

La violencia es una forma de comunicación, claramente, lo que pasa es que es la más equivocada de todas las formas y es rastreable desde la historia misma. La colonia, por ejemplo, fue violentísima y desde allí se creó un germen de violencia que se transformó en un proyecto político que creó unos grupos élites que entendieron que era muy fácil y práctico mantener a los oprimidos odiándose entre sí para que no se tocaran con ellos. 

Ese proyecto se manifestó y se ha mantenido a lo largo del tiempo y cada vez más, patrocinando esa violencia entre los de abajo, porque un pueblo violento es fácilmente manipulable; no hay que darle argumentos, no hay que darle ideas, solo hay que ejercer un mayor grado de violencia para imponerse. Ahí podemos rastrear muy bien por qué la guerra es cíclica y por qué es ese bucle siniestro del que no somos capaces de salir, la estructura se mantiene exacta. Tal vez lo único que ha cambiado es el nombre, pero la guerra es la misma.

Hablando sobre la relación entre la literatura y el conflicto armado colombiano, ¿cree que la literatura aporta a la construcción de memoria del país?, ¿de qué manera?

La memoria es una de las herramientas fundamentales que tiene la literatura. Por ejemplo, la que yo hago es una literatura que se nutre mucho de las memorias personales, pero también, para usar el término de memoria histórica, se nutre de lo que ha venido siendo nuestro pasado colectivo y creo que no solo la literatura, sino que el arte es el vehículo más óptimo para dar cuenta de ese pasado.

Si nosotros queremos entender un poco mejor lo que ha pasado o al menos darnos una idea más cabal de lo que hemos sido, hay que rastrearlo en el arte, en el cine, en la música, en la literatura, porque el periodismo y la historia oficial claramente tienen intereses y aunque no hicieran caso de esto, tienen una necesidad de demostrar. En cambio, en el arte no tengo que demostrar, solo tengo que mostrar, así que yo creo que el arte en general es la gran herramienta para hacer memoria.

Y en ese sentido ¿por qué hacemos memoria?

Yo creo que es por la molestia constante. Yo creo que los que hacemos arte lo hacemos en gran medida por lo insuficiente que es la realidad, por lo que nos molesta y por la impotencia que nos da vivir en una realidad como la que vivimos, así como por las grandes lagunas que tenemos en las respuestas a esas grandes preguntas que nos hemos venido haciendo. 

Entonces, los artistas intentamos amplificar al menos esas preguntas a través del arte o contestarlas, incluso, creándonos un universo ficticio literario. Eso termina dando cuenta, sino de alguna respuesta, al menos de cuáles han sido las preguntas que los colombianos insatisfechos hemos tenido en los últimos 200 años. 

Yo creo que por eso es necesario seguir haciendo estos intentos de recrear nuestro pasado a través de estas ficciones, porque nuestra realidad es demasiado complicada, es siniestra, hostil y negacionista. Yo no creo en el arte feliz, si en realidad estuviéramos bien, no haríamos arte y nos dedicaríamos a la vida buena.