No hay silencio que no termine es un ejercicio de memoria del que se vale Ingrid Betancourt para reconocer su carácter ciudadano y no dejárselo expropiar, como sí tuvo que hacerlo durante su cautiverio a manos de las Farc. Una ciudadanía de la que da cuenta en este libro profundo y aterrador sobre su secuestro.

 

Reseña: Judith Nieto*

No hay silencio que no termine es el título del libro escrito por Ingrid Betancourt en el que narra pormenores de su secuestro ejecutado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP) cuando ella, entonces candidata a la presidencia de Colombia por el partido político Verde Oxígeno, se dirigía al municipio de San Vicente del Caguán, cerca de la zona de distensión acordada entre el presidente Andrés Pastrana y el grupo guerrillero, en procura de adelantar conversaciones de paz.

Las memorias de Betancourt sobre su secuestro, que se prolongó durante seis años y medio y en el que fue retenida junto a su jefa de debate, Clara Rojas, pueden leerse en esta obra que narra los hechos desde el inicio del secuestro el 23 de febrero de 2002, en víspera de una reunión con el alcalde de San Vicente del Caguán, Néstor León Ramírez, miembro de Verde Oxígeno, hasta los primeros años luego de su rescate por parte del Ejército de Colombia el 2 de julio de 2008.

No hay silencio que no termine. Ingrid Betancourt. 2012. Bogotá, Santillana, 710 páginas.

Se trata de una publicación, en forma de relato personal, en la que la autora cuenta con detalle lo vivido durante su cautiverio y lo compartido con otras víctimas del mismo delito, entre ellas: tres contratistas estadounidenses, algunos representantes del mundo político nacional, un grupo de integrantes del Ejército y miembros de la Policía Nacional. En especial, Betancourt narra la relación con Clara Rojas, quien fuera su compañera en algunos intentos de fuga en las selvas colombianas. Pero el vínculo entre ambas se resquebrajó hasta acabarse por completo, pues la situación de encierro a la que fueron sometidas lesionó profundamente la amistad que había iniciado años atrás cuando las dos trabajaron en el Ministerio de Comercio. Al igual que todos los secuestrados, estas dos víctimas sufrieron diferentes y tortuosos itinerarios en el lugar de reclusión que fue la selva colombiana, donde fueron objeto de constantes agresiones y humillaciones que superaban el hecho de ser prisioneros de dicho grupo armado que, sin ninguna consideración, mantuvo a los cautivos acorralados y sometidos a los más grandes vejámenes, algunos conocidos por la opinión pública gracias a su difusión por diferentes medios. Basta recordar imágenes como la de un numeroso grupo de secuestrados encerrado por cercos de alambres de púa, o la de Ingrid Betancourt amarrada a un árbol, castigo que ejercían sin piedad los secuestradores, no solo con esta víctima, sino también con otros de los retenidos.

Ahora bien, en su extenso relato, dividido en 82 capítulos, Betancourt también le pone palabras a los efectos de amargura traídos por una cotidianidad que se acentuaba y causaba tensiones propias de una convivencia prolongada en medio de esta inmerecida retención. Fue así como su mundo interior, sin pensarlo, llegó a manifestarse hasta el punto de echar de menos cosas que antes del secuestro no le ocurrían: “La comida, por ejemplo, no me interesaba. Sin embargo, una mañana me levanté y me dio un mal genio vergonzoso por no haber recibido la ración más grande […]. Estando en cautiverio descubrí que mi ego sufría si me veía desposeída de aquello que deseaba” (Betancourt, 2012, p. 288). De modo que el hambre, esa necesidad vital tantas veces insatisfecha o limitada durante los años de aprehensión, se convirtió en una importante razón de discordias y de desencuentros constantes entre los prisioneros.

Leer No hay silencio que no termine es conocer aquello que Betancourt guardó de modo singular en su memoria, acerca de la soledad, la limitación indignante y constante, el permanente maltrato verbal y el acoso psicológico al que la sometieron sus carceleros a lo largo de seis años y medio de cautiverio, los cuales pasaron “hundidos en aquel mundo regido por el cinismo, donde la vida, de la que nos habían desposeído, nada valía, presenciábamos una inversión de valores a la que yo no lograba resignarme” (p. 412). Esta expresión de entereza de Betancourt, le permitió hablar del “crimen” padecido en manos de sus captores, así como de la dignidad que la sostuvo durante su encierro, porque, según el relato, el secuestro, así como todos los crímenes de este orden, no fue algo diferente a una experiencia deshumanizante, cuya vivencia y el haber salido de ella con vida representó un milagro, tanto para ella como para los otros 14 secuestrados que fueron rescatados por el Ejército colombiano el 2 de julio de 2008.

Conviene destacar que se trata de una lectura que permite entender hasta dónde llega la degradación del conflicto en Colombia y por qué no se puede permitir el olvido. De ahí la importancia de testimonios como el de Betancourt en No hay silencio que no termine, donde la memoria cumple un papel capital que lleva a conservar lo máximo de lo padecido por la víctima, quien, en este caso, dice: “Grababa cada paso en mi memoria […]” (p. 295), como una manera de atender a la misión ética de no permitir el olvido del horror y del padecimiento propio.

Sin duda, No hay silencio que no termine es una obra testimonial y de reflexiones que permitió a su autora, ya en libertad, ahondar en el secuestro como una experiencia que deja profundas heridas, en tanto se vulnera y se “descuartiza” la dignidad humana, como una práctica impensable entre humanos que obliga a sus víctimas, si son liberadas, a recomponer su propia existencia, a iniciar de cero, luego de haber padecido esta experiencia deshumanizante que la misma Ingrid Betancourt catalogó, ante la Comisión de la Verdad, como “un asesinato”.

Asimismo, dicho título es un compendio de memoria que consigue una víctima, en este caso Betancourt, quien en su relato deja claro cómo este ejercicio de rencuentro con un pasado atroz va más allá del efecto que produce liberarse del miedo frente a lo que vivió y lo que injustamente tuvo que padecer. Esta obra es, también, un avance en términos de aspiración a la justicia y al resarcimiento del daño personal y moral que ocasiona la experiencia repugnante que deja el secuestro en sus víctimas. Se trata de un ejercicio de memoria del que se vale la autora para reconocer su carácter ciudadano y no dejárselo expropiar, como sí tuvo que hacerlo durante su cautiverio. Una ciudadanía de la que igualmente da cuenta Ingrid Betancourt en este libro profundo y aterrador.

Llego al punto final de No hay silencio que no termine y considero necesario convocar a todos los colombianos a que lean esta obra. Su lectura permite entender que lo que subyace a ese “caudal de emociones desbocadas” (p. 709) es algo propio de la memoria histórica que procura una reflexión política, moral y ciudadana sobre la violencia pasada y el olvido que ha caído sobre la misma. Desmemoria que debemos impedir para que nuestra historia no siga levantada sobre un pasado ruinoso.

 

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.


* Escritora. PhD en Ciencias Humanas, mención Literatura y Lingüística, Universidad Austral de Chile. Profesora del módulo: Concepto de memoria. Algunas nociones y reflexiones, en el Diploma en Memoria Histórica: Narrativas de la Memoria, ofrecido por el proyecto Hacemos Memoria de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia.