En Colombia, refirió el investigador argentino, uno de esos territorios en disputa está en los columbarios de Beatriz González, instalados en el Cementerio Central de Bogotá, alrededor de los cuales hay discusiones y memorias negadas u olvidadas.

 

Por: Estudiantes del curso Periodismo y Memoria*

Imagen de portada: Columbarios. Foto: Secretaría de Cultura Recreación y Deporte de Bogotá

Rubén Chababo. Foto: cortesía.

Memorias Situadas es un proyecto que registra en un mapa interactivo a escala global, aquellos lugares en donde las comunidades han adelantado trabajos de memoria en relación con graves violaciones a los derechos humanos.

Esta iniciativa, del Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos de la UNESCO, se propone “visibilizar de qué modo las diferentes comunidades abordan sus pasados traumáticos, exhibiendo diversidades, singularidades y similitudes en el modo de hacer memoria y dar a conocer la historia a las nuevas generaciones”.

Uno de los investigadores detrás del proyecto es el profesor argentino Rubén Chababo, creador y primer director del Museo de la Memoria de la ciudad de Rosario. Ha sido también miembro del Consejo Asesor Internacional del Centro Nacional de Memoria histórica de Bogotá. Ha dictado cursos y conferencias dedicadas a la memoria y los Derechos Humanos en instituciones como Vassar College, la Universidad de Colonia, el Instituto Cervantes de Chicago, la Universidad de Pescara, la Casa América de Barcelona, la Universidad de Antioquia y la Universidad Javeriana, entre otras. Con él conversamos acerca de este proyecto de memoria.

 

Profesor Chababo ¿de qué se ocupa Memorias Situadas?

Las memorias de las graves violaciones a los derechos humanos, como otras memorias, son lábiles, frágiles. Registramos que en el mundo hay comunidades, grupos pequeños o grandes que hacen enormes esfuerzos por tratar de hacer visible el dolor que han padecido los suyos en el presente, en el pasado cercano o en el pasado lejano. Esos procesos de memoralización y de marcaciones territoriales no son siempre  sencillos, dependen, para ser posibles, de las coyunturas políticas, de las coyunturas ideológicas y de los contextos.

Hay acontecimientos que empiezan a hacerse visibles gracias a dos factores: el trabajo de las agrupaciones que impulsan estos procesos de memoria, y cuando hay políticas estatales que son afines a esos trabajos. Ahí diría que la tarea se vuelve más sencilla porque hay un acompañamiento que permite y no obstaculiza la realización de un museo o un emplazamiento memorial.

Lo que tratamos de rescatar en este Proyecto son memoriales activos, no importa su magnitud, puede ser una placa, un monumento, una marcha que se repite año tras año. Lo que nos interesa es que ese lugar, en el sentido con que Pierre Nora define a los lieux de memoir (lugares de memoria),  sea reconocido en su dimensión memorial por la propia comunidad que en algún momento lo creó o lo impulsó, que implique una práctica activa. Es decir, no se trata de cualquier lugar, sino de aquel donde la memoria actúa, trabaja. Lo que hace del lugar un lugar de memoria es tanto su condición de encrucijada, donde se cortan diferentes caminos de la memoria, como su capacidad para perdurar  y  ser  incesantemente  remodelado,  reabordado  y  revisitado.

En Colombia, ustedes conocen muy bien las grandes disputas y tensiones que, por ejemplo, en los últimos años, han tenido que atravesar en el rescate o reconstrucción de las memorias vinculadas a la guerra y todo lo que eso implica en cuanto a las discusiones terminológicas. Hay momentos en los que se ha podido avanzar y ha sido posible su concreción, con muchísimo esfuerzo, por parte de algunas comunidades y, otros, por ejemplo, donde el avance se ha visto interrumpido una y otra vez, envuelto en zonas de gran conflictividad, pienso ahora, por poner un caso entre tantos, en los columbarios de Beatriz González instalados en el Cementerio Central de Bogotá; las discusiones que ha suscitado su intervención y las memorias negadas u olvidadas que concentra ese caso, en el que el arte ha oficiado como gran disparador de recuerdos.

En este sentido, siempre insisto en decir que no hay que temerle ni a los debates ni a las polémicas porque estas son, en muchos casos, la esencia misma del fenómeno de memorialización. La memoria de los pasados traumáticos, como el pasado en sí mismo, siempre es un territorio en disputa, porque como dice Regine Robin: el pasado nunca es libre, ninguna sociedad lo abandona a sí mismo. Es regido, administrado, explicado, conmemorado y hasta odiado, pero nunca librado a su suerte.

Algunos pueden pensar que la construcción del mapa consiste en una reunión en torno a una mesa y que allí acaba, por así decir, en un ejercicio académico, y no es así. Cuando hicimos la presentación pública del proyecto en Buenos Aires, la representación diplomática turca en la Argentina manifestó su desacuerdo con que hubiéramos inscrito el genocidio armenio en este mapa. Esto no es algo menor, porque los que trabajamos en este tipo de proyectos  sabemos lo que implican las presiones gubernamentales cuando se avanza con temas que algunos Estados no aceptan o no quieren que sean nombrados.

Uno quisiera pensar que el genocidio armenio, a esta altura de la Historia, ya debería ser reconocido como tal. Han pasado más de cien años y las evidencias son abrumadoras. Pero así y todo me atrevo a rescatar el lado positivo de esta situación, porque pone de manifiesto que  la memoria es un territorio de disputa. Y hay algunas personas, grupos, instituciones, países, para las que este tipo de señalamientos no son indiferentes y, en la medida en que no les son indiferentes, los lugares de memoria viven esos pasados, perviven en el tiempo. Cuando los lugares de memoria dejan de ser inquietantes, de provocar disputas, preguntas, polémicas, discusiones, entonces sí  deberíamos, por así decirlo, preocuparnos, porque entonces algo del olvido comienza a cernirse sobre ellos.

Este trabajo es un work in progress, no es un proyecto cerrado sino en continua creación, ya que la idea es seguir sumando más sitios y lugares. Completar el gran mapa de la memoria del dolor es, lo sabemos, realmente imposible, pero eso no significa que no debamos hacerlo. Quienes formamos parte del grupo estamos comprometidos en impulsar, primordialmente,  la visibilización pública de aquellas graves violaciones a los derechos humanos que han quedado, por así decirlo, desapercibidas. Sabemos que hay memorias de primera y memorias de segunda, hay víctimas de primera y víctimas de segunda, es triste decirlo, pero es así. Hay algunas víctimas que han alcanzado, en razón de diferentes procesos históricos y políticos, un grado altísimo de visibilidad y, por ende, de reconocimiento; y otras, lo sabemos, han quedado olvidadas y silenciadas, cuyos dolores y sufrimientos, como diría Butler, parecen no inscribirse en el registro de lo duelable, entonces el proceso de hacerlas visibles, a partir del esfuerzo desplegado por esas comunidades es, para nosotros, prioritario.

Como ya dije antes, el mapa no aspira a una totalidad, pero sí a que su incompletud sea vista como una invitación a hacer visible aquello que para nosotros, que trabajamos en áreas vinculadas a la memoria, puede ser una obviedad, pero para miles de personas, no.

Foto: Memorial Tsitsernakaberd en la ciudad de Ereván, en memoria del genocidio armenio de 1915. Autor: Hélène Veilleux.

¿Cómo fue el proceso de curaduría del material a incluir en el mapa?

El proyecto tiene un consejo asesor conformado por cinco integrantes que pertenecemos a disciplinas diferentes, pero todos preocupados por el valor de lo patrimonial,  la importancia de los lugares de memoria y la defensa de los derechos humanos en la escena contemporánea. Junto a ese Consejo, un grupo de profesionales que forma parte del Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos, está abocado a investigar y proponer los lugares a incluir. Todos pueden proponer  lugares. Y a partir de esa propuesta el grupo de investigadores empieza a recabar toda la información existente en diferentes fuentes. Hay casos en los que estas fuentes están muy consolidadas, como es el caso de los grandes monumentos, archivos o museos. En esos casos podemos decir que la tarea es más sencilla. En otros, nos encontramos con sitios o memorias en torno a  las cuales no hay demasiada información y entonces el equipo debe hacer un verdadero esfuerzo por reunirla y solicitar luego las autorizaciones correspondientes, por ejemplo, para subir videos o fotografías. Solo para poner un ejemplo, no es lo mismo la densidad de información que existe sobre la ex ESMA en Buenos Aires, sobre el memorial Mahmal en Berlín o sobre Villa Grimaldi en Chile, que sobre algunos sitios o memoriales más pequeños situados en Rusia o Indonesia que sobreviven con mucho esfuerzo en el corazón de sociedades mucho menos comprometidas con los trabajos de memoria.

 

¿Hasta cuándo estarán incorporando lugares?

No tengo la respuesta a eso. Cuando fuimos convocados sabíamos que apostábamos a la continuidad del proyecto. No nos hemos planteado por ahora darle una finalización porque sentimos que todavía al mapa le falta muchísimo, pero también porque hemos tenido una muy buena recepción. Eso nos ha impulsado a continuar. Creo que si hubiera habido indiferencia hubiéramos bajado los brazos, pero no ha sido así, sino todo lo contrario. Uno siempre necesita confirmar que lo que hace es necesario, que es útil, que contribuye, como en este caso, a ampliar el conocimiento y a crear conciencia acerca de la importancia que tienen los lugares de memoria.

Cada mes que pasa sentimos que  surgen nuevos desafíos y preguntas. Por ejemplo, unos meses atrás, el fenómeno de los feminicidios no había ocupado un lugar destacado en nuestra mesa de trabajo, hasta que alguien lo lanzó como propuesta. Algo similar sucedió con el tema de comunidades indígenas.

¿Cómo van los procesos de memoria en Argentina?

El proceso de memoralización en Argentina que comenzó, yo destacaría, durante la misma dictadura misma, dio como resultado un proceso de memoria muy interesante, rico, y lleno de matices. Ese proceso no ha sido ni lineal ni ascendente, sino con altibajos. Así y todo podemos asegurar que a lo largo de estos cuarenta años de construcción democrática, Argentina ha logrado consolidar políticas públicas de memoria de manera muy significativa, algo reconocido en la escena internacional. Nuestro reingreso a la democracia en 1983 encuentra en el juicio a las juntas militares, impulsado por Raúl Alfonsín, un momento central, algo que define práctica y simbólicamente un destino posterior en materia de justicia, memoria y derechos humanos, más allá, ya lo digo, de algunos retrocesos como fueron las leyes de impunidad que tuvieron su epicentro en los años 90.

Los argentinos vivimos con una fuerte presencia de la memoria del terrorismo de Estado y esto ha sido posible, fundamentalmente, por el trabajo activo de movimientos, asociaciones y agrupaciones  de Derechos humanos que han insistido en la importancia de dejar inscrita esa memoria. Así que es un proceso singular por su fuerza, por su gran dinamismo y por su alcance intergeneracional. Sin embargo, debo decir que si bien se ha trabajado  activamente en este campo, creando memoriales y museos, incorporando el pasado a los programas educativos, llevando adelante juicios a los responsables de delitos, rescatando archivos,  a veces soy testigo de situaciones que me obligan a preguntarme: ¿para qué ha servido tanto trabajo de memoria si hay un ascenso tan importante de discursos de corte xenófobo o discriminatorios?¿ Para qué ha servido la memoria si nuestras prisiones siguen siendo lugares de humillación o nuestras fuerzas policiales siguen actuando con tanta brutalidad ante los más débiles del sistema?  Así que a nuestro proceso de memoria yo no lo calificaría de exitoso, porque no creo que la memoria deba servir solo para iluminar el pasado sino que debe servir, y fundamentalmente, como lo proponía Tzvetan Todorov, para evitar que ese pasado muestre, bajo otros ropajes, con otras máscaras, su rostro en el presente.

Entonces, nuestro proceso memorial mantiene rasgos positivamente diferenciales respecto a los que se han adelantado en otros países de la región donde también hubo graves violaciones a los derechos humanos y en los que primó el olvido o la más vergonzosa impunidad, pero no lo llamaría exitoso, en la medida en que no estaría tan seguro de que hayamos logrado construir una  verdadera y amplia conciencia cívica acerca del rechazo a las violencias de Estado.

¿Usted cree que, en Colombia, y en general en el continente estamos viviendo una ola de negacionismo? ¿A qué se debe esta explosión de expresiones políticas que buscan negar, renombrar u ocultar hechos del pasado?

Esto es una reflexión más que interesante que tenemos que hacer. En el caso de América Latina, y también de Europa, emergió en los años ochenta un periodo de explosión de la memoria que se tradujo en la construcción de memoriales y monumentos y, en el caso de América latina, en una importante revisión del pasado autoritario signado por el impacto que sus dictaduras dejaron en las tramas sociales. En el caso europeo, algo que ha sido muy estudiado, se produjo la  consolidación de una memoria oficial, que tiene al Holocausto en su centro, elevado casi a un estatuto de credo laico.

El comienzo del nuevo milenio nos trajo algo novedoso, muchas de esas memorias comenzaron a ser interpeladas con fuerza. A mí no me preocupa que las memorias sean interpeladas, simplemente porque cada generación llega al mundo con nuevas preguntas y mira el pretérito desde perspectivas diferentes: los debates y las discusiones en torno a la memoria son enriquecedores para la construcción de cualquier ciudadanía y yo mismo no soy de los que está dispuesto a aceptar las versiones del ayer sin interrogarlas. Frente a lo que sí considero que hay que oponer una férrea resistencia es a la negación de los hechos. El stalinismo y el nazismo fueron grandes “maestros” en esta materia, de eso no cabe duda alguna y ya Orwell lo plasmó de manera genial en 1984 cuando desplegó en sus páginas las estrategias y los dispositivos del poder en función de borrar y anular evidencias, reconfigurando episodios y escenas del pasado.

Considero que muchas veces se hace un uso abusivo del concepto de negacionismo. Revisar el pasado en clave crítica no puede ser considerado de hecho una actitud negacionista. Otra muy distinta es negar los hechos a pesar de la abrumadora existencia de pruebas y evidencias. El caso David Irving para la escena europea es esclarecedor, un historiador de renombre que intentó minimizar el Holocausto al punto de negar la evidencia del exterminio sistemático de millones de personas. En el caso latinoamericano esto puede resonarnos cuando algunos actores políticos intentan negar la existencia de matanzas y exterminios. En Guatemala, por poner un ejemplo, esto fue muy claro. Pero vuelvo a decirlo, y en esto quisiera ser claro, no es lo mismo discutir el pasado, revisarlo, mirarlo desde diferentes puntos de vista, confrontar posiciones acerca de cómo fueron los hechos, que negar que ese pasado haya en verdad ocurrido o minimizar sus dolorosas consecuencias para nuestras sociedades. A veces y con mucha liviandad, y esto ha ocurrido en la Argentina, se acusa de negacionista a quien solo se atreve a interrogar o a refutar verdades consagradas o pasados elevados a estatutos míticos, clausurando de ese modo debates y discusiones que considero  necesarias.

 


*El curso Periodismo y Memoria es ofrecido en el pregrado de Periodismo de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia y está a cargo del docente Víctor Andrés Casas, coordinador de Hacemos Memoria. Esta entrevista es producto de la interacción virtual de los estudiantes con Mayra Martell, quien participó en una sesión de clase en 2020.