Ríos, cascadas y una cálida temperatura hacen de San Carlos un destino para los amantes de la naturaleza. Atrás quedaron las matanzas y los desplazamientos que desterraron las tres cuartas partes de la población del municipio.

Por: Pompilio Peña*

San Carlos vivió entre el 12 y el 19 de agosto de este año las Fiestas del Agua más multitudinarias de su historia: hoteles, restaurantes y heladerías no daban abasto. Su parque fue un hervidero de abrazos, anécdotas y risas. Se dice incluso que el párroco tuvo que echar, a regañadientes del atrio, a los trasnochados del esperado concierto de Silvestre Dangond y Julián Daza para que dejaran dar misa el domingo.

No hubo escenas de peleas ni heridos en un pueblo que hace 18 años contaba con cerca 5 mil habitantes, luego de que la disputa entre los paramilitares y las guerrillas de las FARC y el ELN desterrara a 19.954 sancarleños, según documenta el Centro Nacional de Memoria Histórica.

El éxodo, que se dio entre 1998 y 2005, lo vivió con crudeza Pastora Mira García, quien hoy, a sus 63 años, bebe tranquila un café en el parque de este pueblo del Oriente antioqueño, a 162 kilómetro de Medellín, por la vía a San Rafael. Ella guarda en su memoria detalles de cada una las 33 masacres (23 cometidas por paramilitares y seis por las guerrillas) que dejaron 205 muertos y que deshabitaron a 30 de las 74 veredas que componen al municipio.

“De la ruralidad llegaban familias desplazadas al casco urbano y de aquí tomaban para otras ciudades, especialmente Medellín”, cuenta Pastora, quien hace un par de meses dio una charla en la Universidad de Harvard, en donde expuso cómo San Carlos volvió a repoblarse y hoy busca ser potencia ecoturística gracias a sus seis ríos, sus cascadas, balnearios, senderos y exuberante ecosistema. “Somos un ejemplo de campesinos que amamos el territorio, por eso la mayoría volvimos a pesar del dolor”, comenta Pastora, quien perdió a dos hijos en esta guerra. Ella añade que lo más significativo es que en San Carlos hoy conviven en paz víctimas y reincorporados a la vida civil, luego de un largo proceso de reconciliación.

Pueblo acorralado

Las fiestas que hoy son un orgullo eran impensables a finales de los noventa. En 1998 se daría la primera chispa de destierro con una masacre perpetrada por paramilitares del Bloque Metro de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU). El 22 de marzo, hombres armados mataron en el corregimiento El Jordán a cinco personas, entre ellas a una profesora; las víctimas fueron señaladas de colaborar con el ELN y las FARC. Estas guerrillas, por su parte, venían cometiendo asesinatos esporádicos y se oponían a los proyectos hidroeléctricos que se llevaban a cabo en el municipio desde inicios de los ochenta.

El rastro de terror era declarado en las paredes de las viviendas con la sentencia: “Muerte a los sapos. Muerte al ELN. Los paramilitares llegamos ACCU”. Para febrero del 2001, luego de haber ejecutado 16 masacres, amenazar civiles, desaparecer al menos a 50 personas y haber despoblado al corregimiento Samaná, los paramilitares se acantonaron en el hotel de tres pisos más lujoso del pueblo, el Punchiná, que se convirtió en su centro de operaciones. Vecinos del lugar afirman que los gritos de sus víctimas, que no volvían a verse, atravesaban las paredes y resonaban en las casas vecinas.

La alianza para el retorno

Ángela Moreno, madre de dos niñas, fue una de las personas que huyó de la violencia hacia Medellín en el 2001, luego de que cuatro de sus hermanos fueran asesinados. Pero en la ciudad no estuvo a salvo. Hasta allí llegaron nuevas amenazas, por lo que decidió viajar a Cajamarca, en Perú, y empezar una nueva vida.

“Yo me devuelvo a San Carlos en el 2009, cuando después de hablar con conocidos me convencieron que al pueblo se podía volver. Se había dado la desmovilización de las autodefensas en el 2005, se hablaba de la Ley de Justicia y Paz, y el Ejército había instalado varias bases militares”, recuerda Ángela, quien en la actualidad lidera proyectos con víctimas en las instalaciones de la otrora ‘casita del terror’: el hotel Punchiná. Allí funciona, desde el 2008, el Centro de Acercamiento para la Reconciliación (Care), donde se reúnen tanto víctimas emprendedoras, grupos culturales y de agricultura, piscicultores, sembradores de café y cacao, como desmovilizados.

Ángela quiso ingresar al programa impulsado por la alcaldía de Alonso Salazar (2008 – 2011) llamado Alianza Medellín – San Carlos, que posibilitó el retorno de 300 familias con ciertos beneficios, aunque a ella le fue negada la ayuda porque venía de otro país. Así que llegó al pueblo por sus propios medios, con sus hijas (cómo lo hicieron poco más de 13 mil personas) “y lo encontré tranquilo, me sentí feliz, aún se hablaba de minas, de fosas comunes, de familias que no podían regresar a su vereda porque corrían peligro por los artefactos o porque aún merodeaban subversivos, pero en general había optimismo”, recuerda Ángela.

El retorno que alimenta el progreso

Diego Tamayo fue el primer enlace del plan retorno de la Alianza Medellín – San Carlos. Él recuerda que, una vez San Carlos recobró la tranquilidad, entre noviembre del 2007 y marzo del 2008, fue masiva la llegada de retornados, hasta el punto que la alcaldía de entonces tuvo que declarar una emergencia humanitaria, ya que la cantidad de personas desbordaba las capacidades institucionales para atenderlos.

Se calcula que en el periodo citado, cerca de 3.500 sancarlitanos llegaron al pueblo motivados, en parte, por la llamada Alianza de la Alcaldía de Medellín. Para entonces, todas las veredas del municipio estaban semaforizadas con avisos que advertían del peligro por las minas antipersonal, que causaron 78 víctimas. A finales del 2011,  el Ejército con ayuda de la comunidad había logrado desactivar cerca de 700 minas. El 13 de marzo del 2012, finalmente, se declaró a San Carlos el primer municipio de Colombia libre de sospecha de minas.

Lentamente el retorno se hizo tan masivo como lo fue el desplazamiento y, pese a los programas institucionales, los subsidios no fueron suficientes. La gente dormía donde la alcanzaba la noche o el cansancio, o bajo el techo de un amigo.

“Lo que siguió fue impresionante. Hubo alianzas público privadas para la creación de microempresas de bolsos, arepas, camisetas, pantalones. Hoy el pueblo tiene 39 talleres de confecciones, lo que ha empoderado a muchas mujeres a quienes les mataron varios parientes. Y a las personas del campo, en parte, se les ayudó con recursos para que volvieran a sembrar el campo”, afirma Diego Tamayo.

Según Pastora Mira, más que la ayuda Estatal, fue la solidaridad entre vecinos lo que sacó al pueblo adelante. Se regalaban semillas y comida, se prestaban herramientas y se ayudaban entre sí para reparar las casas deterioradas por el abandono. Mientras, en el casco urbano se organizaban corporaciones y se dinamizaba un sistema de comercio que incorporó en pocos años todas las iniciativas productivas, entre ellas plátano, café, cacao, caña, ganadería y madera.

De esta manera, San Carlos pasó de tener 5 mil habitantes en el 2001 a contar hoy con al menos 20 mil. Esta es una cifra significativa, entre otras cosas si se tiene en cuenta que, para principios de los años noventa, periodo de auge de las centrales hidroeléctricas que se construyeron en el Oriente antioqueño y que finalmente llamaron la atención primero de las guerrillas y después de los paramilitares, el estimado de habitantes de este municipio era de 26 mil.

Hoy San Carlos es un pueblo tranquilo que no olvida su historia. Sus víctimas se han encargado de pedir justicia por sus más de 200 muertos y por sus 156 desaparecidos, por lo que han construido monumentos como El Jardín de la Memoria, instalado en el parque principal. Por ahora, San Carlos, como el ave Félix, ha revivido de sus cenizas para volver a ser, con mucho orgullo, ‘La costica dulce del Oriente’.

*Por invitación de Corporación Región