La superación de la impunidad, en todos sus niveles, debería ser el centro de las demandas sociales a la JEP y a la Comisión de la Verdad. Tal vez así se podrían romper los ciclos de violencia.

 

Por: Yhobán Hernández Cifuentes
Caricatura: Átomo Cartún

Desde la década del ochenta, para no ir más atrás en la historia colombiana, se extendió en el país el asesinato de líderes y defensores de derechos humanos. Treinta años después el exterminio continúa, en parte, porque la mayoría de estos crímenes siguen en la impunidad. El problema no solo obedece a la inoperancia de la justicia, también se debe a la indiferencia, el silencio, el olvido y hasta la complicidad de distintos sectores sociales y políticos frente a las muertes de estas personas.

Basta con preguntar qué ha pasado con los crímenes de los defensores de derechos humanos: Luis Felipe Vélez, Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur, Luis Fernando Vélez y Carlos Gónima, asesinados en Medellín entre 1987 y 1988. Hoy, treinta años después, siguen sin justicia y, además, tienden a quedar olvidados por un amplio sector de la sociedad.

Sobre las muertes de esos defensores, así como de otros cientos asesinados hasta ahora, cae un olvido que tiene ancladas sus raíces en asuntos como la estigmatización y, en algunos casos, la justificación de sus crímenes. Basta escuchar la manera en que algunos dirigentes políticos y empresariales se refieren a estas personas como “oportunistas”, “enemigos del desarrollo” y “auxiliadores de las guerrillas”.

A la par con esos discursos estigmatizadores se erigen políticas represivas como el Estatuto de Seguridad del entonces presidente, Julio César Turbay Ayala (1978–1982); o la Seguridad Democrática, de Álvaro Uribe Vélez (2002–2010), que extralimitan las funciones de la Fuerza Pública generando persecuciones y violencias contra quienes encabezan la defensa de sus comunidades. A esto se suman las estructuras armadas ilegales que, justificadas en esos discursos, amenazan, desplazan y asesinan a líderes y defensores.

Luego está la falta de voluntad política de algunos gobernantes, sectores partidistas y funcionarios públicos para darle al problema un lugar franco y destacado en los escenarios políticos. Ejemplo de ello fue el gobierno del expresidente, Juan Manuel Santos, que de forma permanente negó la sistematicidad en los asesinatos; o las afirmaciones de su Ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, quien aseguró que estos crímenes obedecían a “líos de faldas”.

Obviamente la impunidad política y social se traduce en impunidad jurídica. Sin presión de los ciudadanos y de la clase gobernante, los aparatos de justicia avanzan tímidamente en las investigaciones y no se atreven a tocar a los beneficiarios de esa violencia: desde élites políticas que recurren al exterminio del otro para mantener su poder, hasta algunos terratenientes y empresarios que buscan concentrar la tierra y controlar el territorio.

Esta situación permite que se instalen olvidos selectivos sobre casos como el de Chiquita Brand’s y Banadex, en Urabá, relacionado con el apoyo a paramilitares en un contexto de violencia y despojo de tierras a campesinos; o el asesinato de los líderes sindicales de la Frontino Gold Mines, en el Nordeste antioqueño, en medio de un proceso de liquidación que terminó con la venta de la mina a la Gran Colombia Gold durante el gobierno Uribe Vélez.

No solo se silencia un pasado incómodo sobre el que la sociedad no reclamará justicia y se mantiene ocultos a los autores materiales e intelectuales de estos crímenes, también se invisibiliza el rostro de quienes padecieron esas violencias y de quienes lucharon contra ellas.

Para no ir muy atrás, el pasado 22 de febrero, la Alcaldía de Medellín concretó la demolición del Edificio Mónaco, donde vivió el narcotraficante Pablo Escobar y su familia. Luego de borrar esa huella del pasado mafioso —que sigue siendo presente— en la ciudad, el alcalde Federico Gutiérrez, anunció la construcción de un parque en homenaje a las víctimas del narcotráfico. Lo preocupante es que la propuesta museográfica recoge en un solo paquete a las 46.612 personas que fueron asesinadas en la capital antioqueña entre 1983 y 1994. Desde este punto de vista, todas fueron víctimas del narcotráfico.

La iniciativa de memoria del alcalde, y de los sectores académicos, sociales y de víctimas que la avalan, no podría ser más funcional a la impunidad sobre los asesinatos de los defensores de derechos humanos ocurridos en los ochentas, pues ahora, desde la memoria oficial, sus crímenes se acuñan al narcotráfico, quedando despojados de cualquier relación con la violencia política y el desarrollo del conflicto armado en la ciudad.

Si en algo han acertado los procesos de memoria en Suramérica, es en la lucha contra la impunidad. Por eso hoy, cuando Colombia intenta recorrer un nuevo proceso de transición, tras el Acuerdo de Paz con las Farc, la superación de la impunidad, en todos sus niveles, debería ser el centro de las demandas sociales a la Jurisdicción Especial de Paz y a la Comisión de la Verdad. Tal vez así se podrían romper los ciclos de violencia para construir un futuro diferente, porque mientras los beneficiarios de la guerra sigan ocultos y sin ningún tipo de sanción, la historia continuará repitiéndose.

 


Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.