Cuatro años de mandato del general Gustavo Rojas Pinilla bastaron para mostrarle a liberales y conservadores que la táctica de poner en manos militares el devenir colombiano había fallado.

Lo cierto es que los partidos tradicionales no perdieron el poder, Rojas apenas fue un experimento y un desacierto en el cometido de pacificar al país. A fines de 1957 y tras el derrocamiento del general, las fichas se reacomodaron en la nueva alianza estratégica que en adelante tendría el nombre de Frente Nacional y que, por demás, la prensa osaba llamar “La Segunda República”.

Por ejemplo, El Correo –periódico liberal antioqueño– tituló: “Quedó aprobado el plebiscito: Comienza la Segunda República”. Fue entonces un primero de diciembre de 1957 cuando los ciudadanos colombianos cumplieron la cita para legitimar lo que las élites, en cabeza de Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo, ya habían acordado en la Declaración de Benidorm (julio de 1956) y en el Pacto de Sitges (julio de 1957). El primero versaba sobre el propósito de hacer de la tregua entre los partidos tradicionales una forma de democracia y el segundo establecía la necesidad de convocar a un plebiscito para ratificar la intención de reforma constitucional.

Así pues, la Corte Suprema de la época aprobó el proyecto de plebiscito, mientras la Junta Militar, que ya ostentaba el poder desde el 10 de mayo, avaló la convocatoria. Y así, con cédula, pasaporte, partida de bautismo, partida de matrimonio y otros seis documentos más, los ciudadanos se acercaron a votar “sí” o “no” a una reforma que proponía asuntos como reestablecer la vigencia de la Constitución de 1886, la posibilidad de un gobierno bipartidista por el término de 16 años, paridad en los cuerpos legislativos, administrativos y judiciales, una suerte de democracia controlada y quizá, lo más revolucionario para entonces, que las mujeres tuvieran los mismos derechos políticos que los hombres.

“Esta reforma empezará a regir inmediatamente después de conocido el resultado oficial de la votación”, declaraba el decimocuarto y último artículo que se votó en la consulta, ratificando lo que constitucionalistas como María Cristina Gómez, docente de la Universidad de Antioquia, dirían luego: no se trató realmente de un plebiscito sino de un referendo que le dio al pueblo la facultad de ratificar la Constitución y anexarle unos artículos, cosa que el gobierno de facto no podía hacer.

Pese a la confusión entre referendo y plebiscito, aquel domingo del 57 se recordará no solo como la primera vez que el pueblo colombiano fue llamado a una consulta de tal magnitud, sino como el primer día en el que las mujeres ejercieron el voto en Colombia, tres años después de que en el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla concediera tal derecho.

“Convócase para el primer domingo del mes de diciembre de 1957 a los varones y mujeres colombianos mayores de 21 años, que no estén privados del voto por sentencia judicial, para que expresen su aprobación o improbación al siguiente texto”, decía así el inicio del decreto 0247 de 1957, al que le seguía una invocación a Dios y una serie de 14 artículos, entre los cuales, además, se advertía que de ser aprobada esta reforma no volvería a suceder una convocatoria con estas características, pues el artículo 13 sentenciaba que: “En adelante las reformas constitucionales solo podrán hacerse por el Congreso […]”.

Fue así como la consulta del 57 se convirtió en el primer mecanismo de participación ciudadana en la historia de Colombia. En un llamado a la democracia, paradójicamente, se frenó a la democracia y, como si fuera poco, se atentó contra ella una vez se implantó un modelo de alternancia del poder al antojo de las élites, que dejaba por fuera a quienes no simpatizaran con el liberalismo o el conservatismo. Todo esto sucedió al amparo del “sí” que dieron 4.169.294 colombianos de un total de 4.397.090 que acudieron a las urnas, todos con la papeleta que se distribuía incluso en las tiendas de barrio y, especialmente, todos con la certeza de que su opinión se convertía en una pieza fundamental en el reacomodo que exigía un panorama nacional de descrédito político y de violencia incontrolable.

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Séptima Papeleta 1990

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