Gran parte de las victimizaciones que vivió la población LGBTI+ en medio del conflicto armado sucedieron de forma colectiva. Así lo detalla un informe presentado a la JEP por tres organizaciones políticas que reivindican el derecho a las identidades diversas.

 

Por Esteban Tavera

“Mi historia está muy estrechamente ligada a la organización a la que pertenezco porque es la que le ha dado sentido a mi proyecto de vida desde los 16 años cuando me vinculé”. Esto dijo Andrés Gutiérrez, líder del colectivo Casa Diversa de la Comuna 8 de Medellín, una de las organizaciones LGBT+ que ha sido reconocida como sujeto de reparación colectiva, y que en septiembre de 2020 entregó a la Jurisdicción Especial para la Paz el primer informe que reúne victimizaciones padecidas por organizaciones que reivindican los derechos de esta población.

Andrés Gutiérrez tiene 31 años y vive en el barrio Villatina, oriente de Medellín. Él recordó que cuando llegó “a Casa Diversa las calles del barrio todavía parecían las de una vereda. Eran empolvadas, sin pavimentar. Había pocas casas y muchas zonas boscosas”. Y explicó que Villatina es un barrio que se fue formando con la llegada de familias provenientes de muchos lugares del país, en los que las condiciones de desigualdad y las lógicas del conflicto armado obligaban a buscar refugio en las grandes ciudades.

En su caso, su familia llegó proveniente de Andes, un municipio del Suroeste antioqueño cuyo motor ha sido históricamente la comercialización del café. Allá, Jhon Jairo, su padre, trabajaba en la siembra y cosecha del grano, y Miriam, su madre, se encargaba de la alimentación de los trabajadores y de las labores del hogar. “Mis papás me trajeron cuando yo tenía cuatro años porque las condiciones en las que vivíamos eran muy precarias y porque era muy difícil que mi hermana July Andrea y yo pudiéramos ir a la escuela. Cuando llegamos acá, el barrio era prácticamente una finca que estaban parcelando. Mi papá comenzó pagando arriendo, luego, con una herencia de mi mamá y con lo que papá ganaba como ayudante de construcción, compramos un ranchito de madera con piso de tierra, que poco a poco mi papá fue convirtiendo en una casa de material”, recuerda Andrés.

Transcurría la década de 1990 en Villatina, y ya para entonces la cotidianidad estaba fuertemente marcada por relaciones de violencia. Así lo describió Max Yuri Gil Ramírez, quien ha investigado la historia de conflicto en esa zona de la ciudad desde su trabajo en la Personería de Medellín, así como en su labor actual como coordinador en Antioquia y Eje Cafetero de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. “Las décadas de 1970 y 1980 en la Comuna 8 estuvieron marcadas por la presencia de grupos ilegales vinculados con la delincuencia común y el narcotráfico. Desde ese momento emergieron dos estructuras que han ejercido control en el territorio: la banda de Caicedo La Cañada, y una gran estructura, que ha cambiado mucho de identidades, pero que es la que se conoce como La Sierra. Es importante marcar que estas eran las centrales, pero hubo muchos otros combos: la banda Villatina, la Libertad, México, y otras”, Explicó Max Yuri Gil.

En la década de 1990, cuando Andrés y su familia llegaron al barrio, ya se empezaban a establecer vínculos entre esas manifestaciones violentas y las lógicas del conflicto armado que tenía desarrollo en el resto del país. Esto se dio a través del arribo de las milicias del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que apoyó la formación en La Sierra del Comando Urbano 6 y 7 de noviembre. Para la década del 2000, las milicias de La Sierra pasaron a ser absorbidas por el paramilitarismo y, a partir de ese momento, comenzó la hegemonía de las estructuras Bloque Metro y Bloque Cacique Nutibara, pertenecientes a las Autodefensas Unidas de Colombia.

En esta década ocurrió el proceso de paz adelantado por el Gobierno de Álvaro Uribe con las Autodefensas Unidas de Colombia, que culminó con la Ley de Justicia y Paz, Ley 975 de 2005 que permitió la desmovilización de los dos frentes que operaban en la Comuna 8 y con la extradición de varios jefes paramilitares. Esto, sin embargo, no significó una ruptura en el control territorial que ejercieron estos grupos armados. “Yo recuerdo que en el año 2005, cuando yo trabajaba en la Personería de Medellín, personajes como Don Berna, Memín, Julio Perdomo, alias Job, y otros líderes llegaron a afirmar que la Comuna 8 era el proyecto paramilitar urbano más importante que tenían en todo el país”, apuntó Max Yuri Gil.

Por estos años, Andrés era un adolescente que se interesaba por temas sociales y que ya empezaba a tocar las puertas de los colectivos juveniles que existían en Villatina. Uno de esos fue la agrupación que luego se convertiría en la Mesa LGBT de la Comuna 8 y que hoy asume el nombre de Casa Diversa. “Nosotros en un primer momento éramos una organización juvenil que emprendía acciones de recreación en el barrio, tal cual como se han generado esas lógicas históricamente en la Comuna. Años después, ya en el año 2007, debido a las identidades y expresiones diversas de género de la mayoría de los integrantes, decidimos, en el marco de una estrategia de ciudad, en un pacto de convivencia, conformar la primera mesa LGBT de la ciudad de carácter territorial”, recordó Andrés.

Para entonces, la Comuna estaba dividida en dos bandos en conflicto, pues después del proceso de desmovilización de los bloques Metro y Cacique Nutibara, Medellín vivió un periodo de fractura entre las organizaciones delincuenciales que operan en la ciudad y que se agrupan en lo que se ha conocido como la Oficina de Envigado. “En medio de esa fractura, en la Comuna 8 los combos toman partido por alguno de los dos capos con mayor poder: algunos se van con alias ‘Sebastián’ y otros se van más con ‘Valenciano’”, explicó Max Yuri Gil.

En este contexto, la Mesa LGBT comenzó a emprender varias actividades públicas que apuntaban a que las personas con identidades diversas de género ganaran espacios públicos. “En ese momento comenzamos a volvernos incómodos para los actores armados porque nosotros emprendíamos acciones que desmontaban esa imagen de macho dominante y ponían al hombre en otro lugar, en otra identidad. Ellos consideraban que esas identidades de nosotros podían influenciar, dañar a los niños y a las familias; se paraban desde ese discurso moralista heteropatriarcial que tienen los actores armados y muchas personas en general, de que el rayo homosexualizador puede caer sobre cualquiera porque lo ven besándose a uno, porque lo ven abrazándose o porque lo ven mariquiando”, expresó Andrés.

La relación entre las agresiones y las actividades reivindicativas del colectivo eran inocultables. Según relató Andrés: “En el año 2009 decidimos hacer la primera marcha por la vida y la diversidad sexual en la Comuna 8. Inmediatamente lo anunciamos, recibimos una amenaza en la que nos dijeron que si hacíamos la manifestación iba a volar pluma y sangre porque nos iban a tirar una granada”.

Pese a las intimidaciones el colectivo realizó la marcha en 2009, pero a partir de ese momento los ataques fueron en ascenso. Un año después, en 2010, emprendieron la segunda marcha y allí la cosa fue peor. “Quince días antes de la marcha, estábamos en jornadas de planeación. Eran las cinco o seis de la tarde, no recuerdo la hora, era tarde-noche. A esa hora ingresaron tres o cuatro integrantes del grupo armado y cogieron a golpes a dos de los chicos y ahí nos metimos todos. Eso se volvió una pelea campal y finalmente los logramos sacar de la sede. Nosotros nos encerramos y por el miedo nos quedamos hasta muy tarde cuando ya no vimos a nadie por ahí”, relató Andrés.

 

Una violencia sistemática

Las expresiones de violencia asociadas con el activismo LGBT+ fueron un factor común en casi todo el territorio nacional. Así lo dejó consignado el Centro Nacional de Memoria Histórica en el informe Aniquilar la diferencia. Lesbianas, gays, bisexuales y transgeneristas en el marco del conflicto armado colombiano (2015), en el que señala: “El conflicto armado colombiano ha dejado la huella de la ruptura del amor, en múltiples dimensiones. A quienes viven por fuera de la heterosexualidad les ha lesionado la posibilidad de entablar relaciones amorosas, porque hacerlo ha significado para algunas personas la tortura y la muerte, pero las huellas de la guerra ante la posibilidad del amor se extienden también a la sociedad y todos sus integrantes” (p.17).

Por su parte, Vivian Cuello, activista del colectivo Caribe Afirmativo, uno de los impulsores del informe entregado a la JEP el pasado 15 de septiembre, dijo: “Una de las cosas que hemos identificado es que los actores armados han buscado ponerse en ventaja sobre sus enemigos a través de la legitimidad social, y una de las formas de hacerlo es a través de la prometerle a la sociedad que se van a resguardar algunas características que son consideradas importantes a nivel social. Vivimos en sociedades que tienen en su base unos roles y unos estereotipos de género, así como prejuicios hacia las personas LGBT, y el actor armado termina es reproduciendo estos estigmas. Hemos identificado que en estos territorios la gente sabía lo que estaba pasando y no decía nada, pero también incluso interlocutaban con el actor armado para que amenazara y desplazara a las personas LGBT+ del territorio”.

Concretamente en la Comuna 8, el mayor grado de violencia en contra de Andrés llegó en el año 2013, cuando fue amenazado y obligado a abandonar el barrio. “Empezaron a amedrentarme con llamadas, pero yo hice caso omiso, seguí con mis actividades, procurando no realizar acciones públicas, sino que me reunía con el colectivo en espacios cerrados, como para no dejar caer el proceso. Sin embargo, igual el actor armado lo vigila a uno y finalmente me abordaron a la salida de una de las reuniones y me dijeron que tenía 24 horas para salir del barrio. Ahí sí me dio susto y me fui”, narró.

Su primera reacción fue buscar la ayuda del Estado. Visitó la oficina de atención a personas víctimas de desplazamiento y allí le dijeron que por ser varón y estar en una edad productiva no podían ofrecerle ninguna ayuda. Luego, con la ayuda de un funcionario que conoció en su trabajo de militancia, logró que el Estado le brindara un cupo en un albergue temporal, en el que solo resistió una semana.

Dice Andrés: “En ese momento yo tenía como 18 años, era casi un niño, y me dio muy duro el hecho de tener que separarme de la familia y de los amigos por resguardar mi seguridad y la de ellos. Me dio una depresión horrible, yo lloraba y me cuestionaba ¿por qué hice parte de ese grupo? Me decía, ¿yo por qué estuve ahí?, ¿yo por qué hice esto y aquello? Cuestionaba incluso lo que yo amaba y el asunto de que la institucionalidad no me protegiera, esto fue un golpe muy fuerte”.

Luego de soportar el ambiente hostil que vivió en el albergue, donde era el único joven homosexual, Andrés se fue a vivir con su pareja, que le dio la mano durante un año. Su proyecto de vida se frustro. No pudo comenzar sus estudios universitarios ni tampoco empezar a trabajar en lo que él soñaba. Cuando pasó un año del momento de las amenazas, Andrés decidió retornar al barrio. Allá contó de nuevo con el apoyo de sus padres, lo que le permitió iniciar la carrera universitaria que había tenido que aplazar, y de a poco fue reconstruyendo su vida y su militancia. “Hoy estoy muy bien. He estado trabajando en diferentes proyectos, dedicado a la corporación, gestionando recursos para procesos de formación que necesitamos. Digamos que siempre el centro ha sido la corporación, aunque me toque acudir a otros espacios laborales que incluso me ayudan a fortalecer el proceso. He estado en esos dos lugares recuperando el tiempo perdido”, dijo.

Aunque Andrés manifiesta que ha recuperado algo de lo que le robaron los actores armados, aún reclama que el Estado tiene una deuda enorme con él, así como con sus colegas de militancia que sufrieron la mismas persecuciones, agresiones y atentados. Parte de esa deuda puede empezar a saldarse si la Jurisdicción Especial para la Paz reconoce sus casos como prioritarios, si les abre espacios para que puedan hablar y si hace lo posible para que las afectaciones cesen en un conecto que sigue siendo muy hostil para la población.