Alicia De los Ríos Merino, alias Susana, militante comunista, está desaparecida desde enero de 1978. Su hija sospecha que es una de las víctimas mexicanas que fueron arrojadas al mar desde aviones durante la llamada “guerra sucia”, un método también usado en Argentina, Uruguay y Chile.
Por Marcela Turati
Ilustración: Hugo Horita
En el recorrido por la playa, un militar de uniforme color crema, tipo camuflaje del desierto, aparece de la nada y corta el paso. Estaba escondido detrás de un letrero azul en el que se adivina la palabra “STOP”; es un retén perdido entre carpas con camastros en los que se ofrecen masajes con aceite de coco, junto a hileras de palapas donde los viajeros se dan tremendas comilonas hasta que atardece.
El letrero-sombrilla tras el que se oculta el soldado, que alguna vez tuvo dibujos, ahora velados por el sol como fotografías sobreexpuestas, advierte con un inglés incorrecto:
PROHIBIDO PASAR
CAMPO MILITAR N-27-F
NO TRASPASSING
MILITARY FIELD
Unos pasos adelante se encuentra la Base Aérea Militar No. 7 de Pie de la Cuesta, en el municipio de Acapulco.
Desde ese punto clausurado al tránsito poco se alcanza a ver del cuartel: una fila de altas y frondosas palmeras que sobresalen entre construcciones blancas, chatas, sin imaginación arquitectónica; la más alta es un rectángulo de dos pisos. No se distingue la pista, ni la torre de control o el almacén de combustible. Solo algunos derruidos puestos de control cubiertos con techos de lámina, desde donde los soldados deberían cuidar que turistas despistados, o acaso peligrosos narcotraficantes, no ingresen a las instalaciones.
Esa vista es la menos conocida de la base militar. La imagen más famosa es la entrada principal, sobre la Avenida Fuerza Aérea, que tiene como atractivo dos avionetas de guerra antiguas, a las que pintaron fauces de tiburón, las hélices como nariz, colocadas en posición de levantar el vuelo. Una placa conmemorativa rinde honores a quienes pilotearon esas naves.
A unos pasos, detrás de la custodiada barrera vehicular, soldados de guardia vigilan a la gente que se acerca a tomarse selfies. Cuidan que no se aproximen demasiado. A su espalda se puede observar un tramo de la pista aérea.
El siglo pasado, esa vía pavimentada que se extiende a lo largo de la costa era el aeropuerto oficial de Acapulco, cuando el puerto vivía sus años de esplendor. Ese aeródromo fue protagonista de aterrizajes de naves que transportaban a presidentes y secretarios de estado, magnates, turistas millonarios, y divas y galanes de Hollywood y de la época de oro del cine mexicano, quienes tras pisar tierra viajaban otros doce escarpados y solitarios kilómetros hasta llegar a la glamurosa bahía donde la noche siempre era joven.
Entre el repertorio de artistas famosos que los cronistas de la farándula recuerdan están Cary Grant, Frank Sinatra, Bette Davis, Rita Hayworth, John Wayne, Orson Welles y el atlético Johnny Weissmüller, mejor conocido por su papel de Tarzán.
En 1984, cuando el puerto ya había pasado de moda y el aeródromo pertenecía al Ejército mexicano, Pie de la Cuesta todavía atrajo a Sylvester Stallone.
Pero el actor no vino a tostarse los inflados músculos en la playa o a medir sus fuerzas contra las bravas olas del Pacífico. Vino a filmar una película de la saga de Rambo —la 2—, aquella en la que el gobierno de Estados Unidos lo envía a la selva de Vietnam con una misión patriótica: rescatar a prisioneros políticos del campo militar donde eran retenidos tras finalizar la guerra.
La base aérea de Pie de la Cuesta fue el escenario donde se llevó a cabo la epopeya, de la que el veterano combatiente salió triunfante.
Los lugareños todavía recuerdan las hazañas del hombre de hierro. Pero padecen amnesia cuando se les pregunta sobre los aviones cargados con presos políticos reales que en 1979, cinco años antes de que se filmara aquella película, llegaron aquí encapuchados, inmovilizados, torturados. No eran gringos. No combatían al comunismo. Eran mexicanos, algunos muy jóvenes. Aquí fueron torturados de nuevo. Y sobre la pista de la Base Aérea Militar No. 7 de Pie de la Cuesta, sus rastros se perdieron.
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Desde su cuarto de hotel, Alicia De los Ríos Merino escudriña curiosa el Google Earth a partir de donde comienza la Avenida Fuerza Aérea. Localiza la entrada en la que ella misma posó junto a las avionetas decorativas para conseguir una foto, sin llamar la atención, de las instalaciones que tenía detrás. Agranda la imagen, la mira desde distintos ángulos para ubicar lo que, como historiadora, sabe bien que ocurrió detrás de esa custodiada fortaleza.
Trata de cuadrar los trazos arquitectónicos con la información que leyó en aquel expediente que contenía fotografías en blanco y negro, y un croquis que 20 años atrás dibujaron exmilitares a los que pidieron recrear las atrocidades que se cometían en el lugar a fines de los 70.
La historiadora intenta distinguir desde la computadora cuál sería el bungalow donde operaba la Brigada Blanca, aquel escuadrón criminal formado por integrantes de la Policía Militar y policías estatales que por todo el país cazaban a jóvenes guerrilleros con ideas comunistas y a disidentes políticos. A quienes detenían los interrogaban a punta de sádicas torturas en prisiones clandestinas. A algunos los mataban. No devolvían los cuerpos a sus familias; en castigo, los desaparecían.
“Esta es la entrada vieja… aquí llegaban dos automóviles, una Brasilia y una Van, se escuchaba la radio, hacían la batiseñal con el cambio de luces, les bajaban la cadena y los dejaban pasar… Entraban personas de cabello largo, vestidos de civiles, una tal Carona y La Tripa, que no eran de la Policía Militar…”.
Alicia tiene calcados en la memoria los relatos de horror contenidos en aquel expediente. Conforme los reconoce, va diciendo en voz alta lo que ocurría en esos lugares:
-[Los militares Mario Arturo] Acosta Chaparro en funciones [de director general] de Policía y Tránsito en Acapulco y [Francisco] Quirós Hermosillo al frente de la Policía Militar eran los que mandaban… los autos llegaban a estos edificios con estas palmeras, entre piedras y cemento, en la parte de mampostería está el bungalow… No creo que aún encontremos el camino que está en el croquis y que llevaba al bungalow, que era un galerón con baños… Aquí hacía vigilancia la gente de Quirós, aunque los soldados del batallón —no sé si para salvarse— luego declararon que ellos no veían, que no sabían lo que ahí pasaba…. Al bungalow los llevaban [a los detenidos], super cerca de la torre de control… Aquí pintan que este era el lugar de ejecución… casi inmediata…”.
El relato se hace más lento, porque le cala:
Los sentaban en una silla de metal. En la playa.
Los ponían de espaldas, de cara al mar. Siempre con los ojos tapados.
Sacaban la Uzi 9 milímetros, “la vengadora”, de Quirós Hermosillo.
Les disparaban.
El balazo iba rumbo al mar.
Siempre al mar.
Alicia sabe que lo siguiente era envolver el cráneo de las personas ejecutadas en bolsas de hule para contener la sangre y trasladar los cuerpos a la pista sin manchar el piso. Si caían gotas se formaban costras en el suelo que luego apestaban y los agentes tenían que limpiar con manguera.
“No sé si antes de asesinarlos habrán visto la puesta del sol”, se pregunta al notar ese astro naranja, grandote, redondo, intenso, que al atardecer se traviste con tonos rojo sangre y rosa mexicano, y que tanto presumen los lugareños.
En la pista aérea esperaba el avión Arava de fabricación israelí diseñado para transportar carga ligera y permitir el paracaidismo desde el cielo. Las puertas de los costados se abrían hacia arriba.
Subían costales que escondían cuerpos atados a piedras. En las bitácoras castrenses registraban la carga como “los paquetes”. A las dos o tres de la madrugada el Arava alzaba el vuelo rumbo a mar adentro, lejos de la costa, donde arrojaba a las personas al mar.
Se calcula que el gobierno mexicano desapareció en los llamados “vuelos de la muerte” a no menos de 143 personas.
Algunas todavía estaban vivas, desmayadas.
Alicia está aquí porque sospecha que uno de los “paquetes” con los que despegó el avión la noche del 8 de junio de 1978 llevaba a su madre, Alicia De los Ríos Merino.
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Jefita:
Hoy, 22 de septiembre, es tu cumpleaños. Cuando era pequeña observaba a mi abuela Alicia cocinando un pastel para celebrar tu vida. Yo era la encargada de soplar las velas y, como deseo para ambas, rogaba poder abrazarte. Te imaginaba estudiando lejos hasta que, años más tarde, me confesaron que eras una presa política. No comprendí qué era eso, pero me pareció grave. Solo te pensé prisionera en una cárcel gris, cuadrada y con barrotes, como las que salían en las películas. Seguirías hermosa pese al uniforme que debías vestir.
En las fantasías en las que iba a verte, los policías no tenían cara, solo uniforme. La esperanza de visitarte duró hasta mi adolescencia. Pero nunca te trasladaron a una cárcel normal ni te liberaron ni te conocí.
Carta pública del 22 de septiembre de 2021
Alicia mostrando las fotos de su papá y de su mamá, ambos militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre. En medio: Su madre, en su juventud, antes de ser desaparecida. Abajo: La historiadora con su tía Martha De los Ríos, en una entrevista.
Hasta los siete u ocho años Alicia entendió que había un problema con su mamá. Ocurrió cuando una prima, a quien lastimó jugando a “la trais”, como venganza le gritó furiosa el secreto de la familia: “¡Tu mamá está en la cárcel!”.
Ese dardo envenenado desinfló su mundo artificial. Su mamá no estaba estudiando muy lejos, ni su abuela era su otra madre y su abuelo su padre; no existía el túnel en el ropero por donde madre e hija se comunicaban en secreto y ella recibía regalos cada 6 de enero. Estaba presa.
Lichita creció atormentada por el pensamiento de que, si se portaba mal, su mamá nunca iba a ser liberada. Hasta que otro primo, Sandino, su eterno compañero de juegos, exasperado por tener que guardar una inconsistente mentira que se descarapelaba con los años, un día gritó a la familia entera: “¿Por qué no le dicen de una vez que su mamá está desaparecida?”.
Ese momento, Alicia lo recuerda como una “fiesta de locos”. La abuela sollozaba, una tía se enojó con el niño chismoso y malcriado, el abuelo guardó silencio, y Lichita no dejaba de llorar mientras otra tía le prometía que la estaban buscando.
“Me decían que sí, que estaba en una cárcel, pero que no sabíamos cuál era”, recuerda Alicia ahora, a sus 46 años, no en tono de drama. Enseguida, con una risita burlona, dice: “Nunca supimos dónde estuvo y eso nos mantiene aquí, buscando”.
En aquella celda, desaparecida, quedó atrapada Alicia, la chihuahuense hija de rancheros norteños con inquietudes sociales, la estudiante de electrónica, la joven de pelo largo, tupido y liso que actuaba en obras de teatro escolares, la veinteañera que militó en la Liga Comunista 23 de Septiembre y llevó una doble vida con el alias de Susana, la que fue expulsada un tiempo del grupo guerrillero, la que se enamoró y parió en la clandestinidad, la que entregó a sus padres a la bebé para que la cuidaran, la que retornó a la guerrilla como responsable militar (fue la primera mujer con ese cargo en la liga), la cabrona que participó en secuestros y ataques armados.
Al momento de su captura en la Ciudad de México, con ella quedó atrapada toda la familia De los Ríos Merino. Desde aquella llamada a la casa de sus padres en Chihuahua en enero de 1978, en la que Alicia-Susana dijo a una de sus hermanas: “Ya vinieron por mí, búsquenme”, la familia entera quedó secuestrada.
Por testimonios de tres militantes de la liga supieron que la habían visto presa en el Campo Militar Número 1 en la Ciudad de México. Y que, a diferencia de ellos, no fue liberada.
Las mujeres De los Ríos buscaron a Alicia como se hacía en esa época: organizándose con otras familias que tenían parientes desaparecidos, marchando con la foto en blanco y negro de la detenida, protagonizando huelgas de hambre, denunciando ante organismos internacionales a los militares y sus cárceles clandestinas, arreglándoselas sexenio tras sexenio para acercarse a gobernadores, secretarios de Estado, titulares de la Secretaría de la Defensa Nacional y presidentes para pedirles el favor de que la liberaran.
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Hasta los 37 años, Alicia entendió que encontrar a una persona desaparecida en México es como perseguir un fantasma en medio de un laberinto lleno de puertas falsas.
“Vivíamos en un mundo fincado en esperanzas, ninguna confirmada”, dice ahora Licha al reflexionar sobre aquellas búsquedas familiares y los espejismos que mantuvieron atrapada a su familia.
En esos años, alguien dijo que vio a Alicia en Nicaragua peleando al lado de los revolucionarios sandinistas. Un amigo la reconoció en un shopping mall en El Paso, Texas, donde ella le hizo una seña de “guárdame el secreto”. Un historiador publicó que en la cárcel femenil de Santa Martha Acatitla, por la que nunca pasó, le robaron una hija que parió en prisión. Una tía aseguró que era aquella misteriosa mujer disfrazada de enfermera que se introdujo ilegalmente en el hospital donde convalecía su padre agonizante y le acarició la frente (en el sanatorio confirmaron el robo de un uniforme). Suya era la voz que llamó a casa en 1993 y dijo: “Cuiden a mi hija, denle un beso a mi papá y a mi mamá”, pero no contestó cuando le preguntaron: “¿Dónde estás?”.
La familia recibía crípticos mensajes de brujas y videntes, que relacionaba con sus corazonadas, propias de quien necesita sostener una esperanza, como cuando la tía aseguró, con toda seguridad, que Alicia era la “comandanta Lucha” a la que se refirió el Subcomandante Marcos en una de sus cartas poéticas desde la Selva Lacandona en los primeros años del alzamiento zapatista, y hasta allá fue a preguntar Licha, quien se mudó un tiempo a Chiapas. En el año 2000 alguien más reconoció a Alicia en la foto que sacó el diario Reforma de una indigente con problemas psiquiátricos, y Licha comenzó a salir en las noches a buscar a su mamá en miserables albergues defeños imaginándola enloquecida por las sesiones de tortura.
Para entonces, ella ya se había graduado de Derecho, se había mudado a la Ciudad de México, donde se enamoró y parió dos niños. Estaba desempleada, no ejercía la abogacía y llevaba una vida semi ambulante entre conciertos en las bases zapatistas de Chiapas o donde pidieran la música solidaria de su marido, un icónico rockero mexicano que casi le duplicaba la edad. Combinaba la maternidad con la militancia en su colectivo (las kloakas komunikantes), que le cargaba la agenda de voluntarias actividades políticas con la etiqueta “de abajo y a la izquierda”.
Cuando tenía 34 años sintió que esa vida, con cada vez más frecuentes baches económicos y emocionales, no era la que quería y decidió aplicarle un método a sus búsquedas. Y, de paso, a su propia vida.
Postuló a una beca para estudiar historia, la ganó, regresó a Chihuahua a la casa de los abuelos maternos con sus hijos y comenzó un nuevo camino: de madre sola apoyada por su red de tías combinado con los estudios y los trabajos de campo.
Sabiendo que no tenía ni un minuto que perder porque “las doñas” como su abuela estaban muriendo, tomó testimonios de manera sistemática a las otras madres con hijos desaparecidos y conoció sus colecciones de recuerdos; entrevistó a compañeros de militancia de su padre y de su madre y a su propia familia; hurgó en hemerotecas que huelen a polvo y humedad, navegó por los horrores contenidos en los archivos oficiales de la represión y creó sus propios archivos.
Al mismo tiempo tocó las puertas del jesuita Centro de Derechos Humanos Miguel Agustin Pro Juárez para pedirles que tomaran el caso de la desaparición de su jefita. Le pusieron abogados y presentó una denuncia ante la justicia mexicana que llevó a instancias internacionales.
El proceso penal quedó estancado durante casi 20 años.
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Jefita:
Es hasta hoy, a diecinueve años de la denuncia, cuando hemos localizado a agentes involucrados en tu detención, interrogatorios y traslados. Pese a los esfuerzos que los victimarios hicieron para permanecer en las sombras por décadas, hemos logrado que la FGR [Fiscalía General de la República] les cite a declarar.
El primer testigo de tu caso fue citado el jueves 22 de julio. Pese a que me advirtieron que podría no presentarse, para nuestra sorpresa sí lo hizo. El exagente —estatura y complexión regular, de setenta y tantos años, vestido con ropa deportiva de marca y acompañado por un joven abogado— estaba sentado con ojos de desconcierto. Como en mis fantasías de chiquita, parecía no tener rostro. La cara, cubierta por una mascarilla, podría ser la de cualquiera.
Al verlo, la Lichita que deseó más que nada visitarte en la cárcel desconocida me tomó de la mano, nerviosa. La consolé: “Es una cita impostergable con uno de los hombres que posiblemente se llevaron a mamá”.
Carta pública del 22 de septiembre de 2021
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No hay forma de ver la base aérea desde la playa. Los pescadores dueños de lanchas se burlan de la descabellada idea de pasar enfrente por altamar. Es mar abierto, contestan siempre. La borrachera del agua se lleva a cualquiera porque el Océano Pacífico en esta costa es aguerrido. Los banderines rojos colgados a lo largo de la arena no dejan resquicios a la duda. Las olas furiosas se estrellan hasta descalabrarse. Se avientan clavados de cabeza una, dos, millones de veces, día y noche enteros.
Los tours de 200 pesos, que ofrecen los vendedores de paseos correteando a los autos por la avenida costera, solo recorren la tranquila laguna de Pie de la Cuesta, a la que un pasillo de tierra —que se extiende a lo largo de 14 kilómetros y es conocido como Barra de Coyuca— separa del mar embravecido.
“Las llevamos en lancha a esta laguna de agua dulce”, ofrece uno de los lancheros, que muestra un mapa con las paradas del tour. “Incluye la vista a la casa del señor que tuvo las siete esposas, el lugar donde le ponían mascarillas de barro a Luis Miguel, el sitio donde filmaron Rambo 2, el avistamiento de cientos de aves trasatlánticas, pelícanos, la espera en un restaurante y la puesta del sol. Es un recorrido tropical, ya vamos a embarcar, ¿no se animan?”.
Como él, aquí cada propietario de una lancha es un microempresario que busca salvar del naufragio a su negocio. Todos son platicadores, tienen que ser simpáticos; conversan con los viajeros, comparten anécdotas y datos históricos. Para todas las dudas tienen respuesta, menos para una:
—¿Es cierto que aquí los militares tiraban desde aviones gente al mar?
La pregunta apaga toda sonrisa. Los consultados, algunos ofendidos, otros indignados, responden serios que nunca habían escuchado ese disparate, que son mentiras, que se trataría de turistas arrojándose en paracaídas y no de cuerpos inertes cayendo al océano.
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El pescador más antiguo de Barra de Coyuca es Valente Diego Jacinto, un anciano nacido en 1930, padre de nueve hijos, abuelo, bisabuelo y —próximamente— tatarabuelo de una prole que no alcanza a contar.
Desde su casa, ubicada en la calle del panteón ejidal, el hombre recuerda que en este lugar antes solo había 14 casas y que las 14 familias se dedicaban a la pesca. A los 18 años, Valente fue soldado, por eso conoce la base aérea de Pie de la Cuesta, que está en el pueblo contiguo, a escasos 15 minutos en auto por la franja de tierra que divide la laguna y el mar.
Como soldado duró ocho años haciendo lagartijas —eso es lo que más recuerda—, pronto se independizó y se convirtió en uno de los pioneros con lancha propia en esta zona turística que —con el piano y la seductora voz del Flaco de Oro Agustín Lara y su “acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma”, dedicada a la actriz María Félix— ya era favorita de las celebridades.
Valente se queja: la economía va mal; ahora hay más pescadores que pescados. En el terreno baldío contiguo a su patio, donde Alicia fue a conocerlo, el anciano tiene una lancha estacionada, a la usanza del personaje de Fitzcarraldo, como un cadáver de sirena fuera del agua.
Don Valente es platicador. Se emociona narrando lo que recuerda de la historia de esta playa. Le faltan dientes, por eso no siempre se le entiende. Es el único que no se asusta con la pregunta sobre los vuelos de la muerte.
—¿Es cierto que desde acá tiraban gente al mar?
El anciano de inmediato dice que sí. Y aporta detalles:
—Ahí lo aventaban antes, en avión lo tiraban donde quiera. Lo tiraban para acá, lo tiraban pa’ dentro del mar y salían ahí pa’ la playa, salían todos raleados del pescuezo… Sí, pues. Los ahorcaban —hace una pausa—. Los martirizaban, pues.
A ratos la memoria no le da para aportar detalles. Menciona a un hombre de Acapulco que mandaba matar y tirar a la gente al agua. Pero no recuerda el nombre. En otro momento dirá que es un judicial.
—Mataron como cuatro, ya los traen allá muertos y ahí los tiraban ya en la esquina. Ya los traiban ya, los bajaban ya muertos. Ya lo traían ya ellos. Los que mataban los mataban a balazo. Antes le daban los balazos aquí, a veces los balazos aquí. Bueno, donde quiera les daba balazos. No sé en qué año. Ya tiene muchos años. Pues ya esos años ya pasaron, ya no me acuerdo, ya uno no se acuerda de lo que hace uno ni nada…
—¿Era un avión de los militares?
—No, eran avioneta, de dos alas; había de dos alas, pero ahora no hay.
—¿Qué gente tiraban? ¿Eran hombres?
—Pues mujer y varones, no respetaban. A veces les quitaban la camisa o el pantalón, nomás le dejaban pura trusa…. Sí. Así son las cosas de antes, pues.
En un momento de la charla comienza a mezclar muertos. Los del ciclón que arrastró a su hermana, con todo y el tanque de la gasolina y el motor de la lancha, en ese mar que arrastró a su cuñado también. A ella la buscó mucho, “en el revolcadero, anduve todo eso, mar por tierra, por avión, por barco, nunca la encontré”. Asegura que se la comieron “las tintoreras”, porque antes había muchos de esos tiburones. Y los muertos recientes de la violencia criminal que se ha soltado en la zona, asesinados a balazos, en cualquier sitio, “nomás llegue la noche”. Junto con los “martirizados” que caían desde las avionetas. Luego dirá que en tiempos del presidente José López Portillo.
Ninguno de esos cuerpos está en la fosa común porque el cementerio colindante con la playa ha sido varias veces engullido por el mar, que en temporada de ciclones hasta las bardas de cemento y block tumba, y a los muertos desentierra.
—¿Esos aviones salían de la base militar?
Se le insiste en la pregunta.
—Nooo —contesta exasperado—, eran otras avionetas. Los soldados no tienen avionetas, puro aviones y helicópteros.
Pero la descripción de las avionetas, la hora y la dirección coincide con la información que se tiene de los vuelos de la muerte que, desde 1974 y hasta 1979, operó el Ejército mexicano para exterminar a disidentes políticos.
—La martirizaban y todo, la mataban, y la venían a tirar en el mar, donde quiera la tiraban, en el monte, en la laguna, venían rolando, rolando —insiste sobre las víctimas—. Yo nada más alcancé a ver unas cinco personas. Yo tempranito, pues había un avión que los tiraba tempranito, amaneciendo, venían de por acá —y señala al mar.
—¿Y no se espantaban los turistas?
—No. Como no saben, pues, nomás la gente de aquí sabía cómo las enterraban. Y como si nada, pues.
Don Valente cuenta esas vivencias frente a una nieta y a una anciana que anda de novia con uno de sus hijos. Ellas no le dan importancia a lo que dice. Lo toman como una “fantasía del viejito”.
Su vecino don Chente, que vive en la calle contigua y con quien compite como el más longevo de la zona —también pescador retirado, también con pinta de desnutrido—, desde la reja de su casa confeccionada con retazos de alambres y una tela en vez de puerta, cuando se le pregunta por los vuelos de la muerte dice que sí hubo, que todo temblaba cuando los aviones pasaban. Y los justifica:
“Vivos los echaban. En vez de echarlos presos los echaban al agua, los tiraban de arriba, pues. Los llevaban en avión y allá arriba los soltaban. Con una piedra les agarraban el pescuezo y vámonos. Cuando los echaban al mar es porque eran de los malos, de los que matan, los agarraban y los echaban”.
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Jefita:
Durante los siguientes cuatro años revisamos una y otra vez el fondo documental de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), el archivo policiaco más extenso sobre la contrainsurgencia al que hemos podido acceder. Conocimos tu fotografía detenida, con esa mirada tan igual a la de tu papá Gilberto, en la que contemplabas con destellos de abatimiento y dignidad a tus captores. Lloramos ante tu tristeza. Leímos el interrogatorio realizado en el Campo Militar Número 1, imaginándote herida y sometida ante los perpetradores. Nos aprendimos de memoria los testimonios de tus compañeros sobrevivientes Mario Álvaro Cartagena López, Amanda Arciniega Cano y Alfredo Medina Vizcaíno, quienes, valientes, declararon ante la prensa y las autoridades que te vieron o escucharon detenida en instalaciones militares entre 1978 y 1980. Insistimos ante la FEMOSPP [fiscalía de delitos del pasado] en que rindieran cuentas quienes te detuvieron, te hirieron, te ocultaron, te torturaron y te han mantenido desaparecida por 43 años. Pero el Estado no estuvo a la altura y prevaleció la amnistía de facto.
Carta pública del 22 de septiembre de 2021
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Con los años, Licha fue sumando piezas sobre el posible paradero de Alicia. Ya había aprendido métodos de investigación y a descartar hipótesis. Su caso avanzó lo que ningún otro gracias a que dos ministerios públicos se interesaron en resolverlo y a que comenzaron —por fin— a recibir la información que sus abogados habían solicitado sobre la represión contrainsurgente, y con la que empezaron a enviar citatorios para interrogar a los militares retirados que fingen amnesia, pero cuyos nombres y firmas están en los papeles de los circuitos de la desaparición por donde pasó su mamá.
Y los nuevos documentos arrojaron nuevas pruebas.
Evidencia #1. En la fotografía en blanco y negro, “Susana” no tiene la cabellera abundante, oscura, lacia y bien peinada que mostraba en imágenes anteriores. Se le ve greñuda, el pelo tusado en capas disparejas, la cara con arañazos, ella sin sonrisa.
Es una foto tomada en 1978 en el interior del Campo Militar Número 1, hallada en los archivos de la DFS.
Evidencia # 2. Mario Álvaro Cartagena López, recién liberado de la base militar defeña, declara a la prensa que vio con vida a Alicia. Los militares que la custodiaban en la prisión clandestina la llevaron a verlo y ella confirmó que era el Guaymas. Cartagena, diría después a Lichita, sintió que la mirada de su superior militar, más que de traición, era una advertencia que le infundía ánimos: “¡No se raje!, no tumbe a nadie”. Él resistió; por la tortura le amputaron la pierna. Otros dos compañeros declararon también que vieron a Alicia.
Evidencia #3. Las noticias de la hemeroteca y los testimonios de dos exmilitantes de izquierda chihuahuenses que (¿por error?) fueron trasladados a la base militar de Pie de la Cuesta, en Acapulco, y vieron viva por última vez a su paisana Alicia entre el 3 y el 5 de junio de 1978. A ellos los liberaron.
Evidencia #4. Las fotografías, acompañadas de testimonios, de exmiembros del ejército llamados a declarar en 2002. En una se observa que tres exmilitares hacen al mismo tiempo la señal con que los tripulantes de los autos Caravan y la Brasilia de la Policía Militar pedían que les dejaran pasar a la base con su cargamento humano. En otra se observa a uno de ellos, sentado en la playa de Pie de la Cuesta, con la mirada fija en el mar, simulando estar en la silla de las ejecuciones, mientras un compañero le apunta hacia la nuca. En otra imagen se ve a unos hombres acostados dentro de un avión Arava, en un performance macabro, actuando como si fueran guerrilleros muertos.
Evidencia #5. Declaraciones de integrantes de la Brigada Blanca, así como de pilotos y mecánicos que participaron en los vuelos nocturnos que salían con “paquetes”. En una se lee:
“Después solo íbamos los pilotos, los tres elementos que se encargaban de tirar los cuerpos y yo, al despegar igual volamos por unos veinte o treinta minutos y se procedió a tirar los cuerpos de los muertos que llevábamos […], me comentó el Capitán DAVID que si la podía quitar [la puerta] en el aire para que fuera más rápido, por lo que le dije que sí, que fue lo que hice, para lo cual se amarraba una cuerda por seguridad y sucedió que cuando ya iba a ponerla me di cuenta de que abajo había unas luces, dándole parte al Capitán DAVID, diciéndome que posiblemente era un barco, fue por eso que las siguientes ocasiones, después de salir de la Base, volábamos hasta una hora mar adentro para tirar a los muertos y que no fueran a caer cerca de la playa o en algún barco o algo así, también como la sangre que escurría se metía entre las pequeñas fisuras del piso del avión, aunque lo lavaran, al medio día en que hacía calor, se venía un olor insoportable…”.
En sus testimonios, dos ex militares que declararon ante la justicia castrense por su participación en este criminal método de exterminio -el mecánico Margarito Monroy Candia y el policía Gustavo Tarín Chávez-, dieron una probable cifra de víctimas: el primero estimó que fueron 300, el segundo hasta 1,500.
Evidencia #6. Bitácora de viaje del avión Arava del 8 de junio de 1978. Está registrado con letra escrita a mano como “nocturno”; es el distintivo de los vuelos de la muerte. Eran los únicos que salían de noche. Después de esa fecha nadie volvió a ver a Alicia.
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Según testimonios de sobrevivientes de desaparición forzada en el Campo Militar Número 1 y en esa base, mi mamá y otros compañeros fueron vistos por última vez en una construcción en esa playa entre 1971 y 1979 (la estancia de Alicia en Pie de la Cuesta se registró en los primeros días de junio de 1978)
Mensaje de Facebook, 18 de abril de 2023
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Antes de venir a Pie de la Cuesta, Licha recurrió a otras pistas sobre el paradero de su mamá. En julio de 2022 estuvo en un viejo departamento del centro de la Ciudad de México, sentada en un sillón; a su alrededor estaban dispuestas cajitas de plástico con tornillos pequeños, moldes de dentaduras, guardas de plástico para corregir mordidas, montañas de papeles y libros voluminosos. Frente a ella, un indígena delgado, veinteañero, de pelo negro y largo, le transmitía mensajes que alguien le soplaba al oído.
Era un médium que le recomendaron consultar para conectarse con su mamá. Aunque a su cita llegó otro visitante.
“El tema más latente y al que siempre le has dado más relevancia es con tu mamá”, comenzó el vidente, “pero el tema con papá sigue esperando que le des esa mirada que te cuesta darle”.
Ella, con la sonrisa que forma parte de su eterno rictus, asintió con la cabeza.
“Pues tu papá dice que sigue esperando a que lo busques, que le des la misma importancia y mirada que a tu mamá. Es como si mamá estuviera perdida, pero tu papá sí mira hacia ti”.
“¿Que lo busque?”. Alicia se extrañó del mensaje, pero no repeló: contestó dócil a las preguntas que le hacía el extraño sobre la relación con su progenitor. Contó que a los 10 años, cuando le cambiaba el marco al cuadro del Che Guevara que estaba en la casa de sus abuelos, se desprendió de la parte trasera el retrato oculto de un desconocido con un nombre anotado: “Enrique Pérez Mora ‘Tenebras’”. Hasta los 14 años supo que ese joven guapo, de pelo negro y rebelde, era su padre.
Dudó sobre el jalón de orejas de su padre. Ella publica sobre él en Facebook, ha reconstruido su vida y hasta prepara un documental sobre su historia. Incluso se tatuó un corazón con dos nombres entrelazados: La Susan y El Tene.
Pero, finalmente, no fue a consultar al espiritista para preguntar por su papá, de quien conoce su destino final y la historia de la abuela paterna que cruzó en piyama medio México, enferma, a bordo de un autobús, para identificar el cadáver de su muchacho, el guerrillero asesinado en una emboscada de la policía en Sinaloa, de quien conservó el corazón, escondido en un frasco de formol en el ropero. Una reliquia que impresionó a Licha.
El joven indígena insistía en darle voz al Tenebras y transmitirle sus sentimientos de padre abandonado que quiere que la hija sepa que cuenta con él, que le dice que fue mejor que no creciera a su lado porque estaba lleno de rabia y rodeado de hombres violentos, y eso iba a dañarla.
“Él me dice que esta búsqueda que haces de ellos es porque tú estás perdida. Más allá de hacerla por ellos es que te busques a ti, porque la atención la has llevado mucho al pasado, y te has perdido del presente”. El joven siguió hablando, como si recibiera un dictado. “Dice que todavía hay tiempo para que te conectes al presente. Que sigas con esta búsqueda, pero no pierdas el hilo con tus hijos”.
Alicia dejó de repetir “okey, okey”. Ya no sonreía. Ese intérprete de los muertos alzó los ojos como intentando escuchar algo a la distancia, como si una voz o un mensaje viniera de la cocina que tenía detrás. No tardó mucho en contactar la nueva frecuencia, rápido asintió con la cabeza, y en sintonía con lo que parecía otro canal soltó:
“Tu papá está bien. A la que siento muy perdida es a tu mamá, a ella la siento en un lugar oscuro, en un lugar sin recuerdos, como sin memoria, como en un espacio muy raro. Solo veo mucha oscuridad… muuuucha oscuridad”.
—¿Hay agua?
—No sé, está muy oscuro.
Alicia estaba seria cuando el joven rezó una oración en purépecha, le dio unos consejos y la bendijo. Pero a la mañana siguiente canceló abruptamente la agenda que tenía en la capital del país de hija buscadora de una madre desaparecida, y regresó a Chihuahua para llevar al médico a su hijo menor, el adolescente handbolista que había sufrido un golpe de calor, a quien,- después de que el doctor lo revisó, le fue programada una operación en el corazón.
Por esos días, Alicia lidiaba con la imagen de su jefita en un lugar oscuro, perdido, frío, desconectado.
Se le venían encima las escenas que recién había encontrado en los expedientes de los poco publicitados juicios que la Secretaría de la Defensa Nacional abrió contra dos exmilitares —los generales Quirós Hermosillo y Acosta Chaparro— por los vuelos de la muerte. Pero el Ejército no lo hizo para castigar las monstruosidades que ambos cometieron y ordenaron durante la contrainsurgencia —deduce Alicia—, sino para salvarlos de la extradición que solicitaba el gobierno de Estados Unidos, que los acusó de traficar droga para el Cártel de Juárez.
Los relatos que había leído se le convirtieron en imágenes fijas, como esas costras de sangre que por más que se lavan no se borran. Se le aparecían como pesadillas que miraba con los ojos abiertos. Imaginaba a las personas cayendo desde el cielo, a las esposas de los detenidos violadas, y a las víctimas asesinadas con el rostro hacia el mar.
Leyendo las declaraciones de los sobrevivientes de la base aérea, que en junio de 1978 vieron a Alicia-Susana, imaginó que el Océano Pacífico puede ser el sitio oscuro, frío, donde se corta la comunicación con los vivos.
En ese tiempo escribió una carta, que se difundió en noticieros, pidiendo a los exintegrantes de la Brigada Blanca, a sus familias y a quienes pudieran tener datos sobre el paradero de su mamá que se comunicaran, pero no tuvo respuesta. También acompañó la instalación de la reciente comisión de la verdad para esclarecer las atrocidades cometidas por el Estado durante la contrainsurgencia, y se anotó para recorrer antiguas prisiones clandestinas.
Fue hasta diciembre cuando una sanadora chilanga avecindada en Acapulco le mandó un mensaje clave: que había sentido la presencia de su madre, Alicia, en un ritual que guió en la playa de Pie de la Cuesta para honrar la vida de dos defensoras indígenas locales muertas por el covid-19. Que sintió la presencia de la mujer de la foto en blanco y negro, de cabellera lacia, negra y abundante, que alguien colocó en el altar, y comenzó a recibir potentes mensajes suyos: su madre necesitaba un ritual.
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Hola Laura, buenos días. Soy Alicia de los Ríos, amiga de Mariana Mora. Ustedes hicieron un ritual acá en pie de la cuesta donde colocaron la foto de mi mamá, que es una persona desaparecida. Estamos en pie de la cuesta y me gustaría saludarla. Cree que pueda, Laura? Estaremos hasta el sábado. Muchos abrazos.
Mensaje de Whatsapp enviado el viernes 7 de abril de 2023
En cuanto te mira, Alicia, la mujer comienza a llorar sin consuelo. Te dice que no son lágrimas suyas, que son de tu mamá, a quien no ve, no escucha, pero la siente. Te dice que la noche anterior, cuando recibió tu Whatsapp avisando que estabas en Acapulco, proponiendo verla, la invadió la tristeza. Que el llanto de tu mamá se le impone como energía rebelde que la habita, como ese mar que se azota contra la arena.
Laura, la mujer curandera, o médium, o chamana, no sabes cómo llamarla, te hace preguntas que tu jefita quiere saber: si aún vive su mamá, la primera Alicia de la familia, y si tiene nietos. Piensas en el Niko y el Sebas. Laura sigue disculpándose, entre sorprendida, apenada y asustada, porque dice que esto que ves nunca le había pasado. Nunca había sentido así a alguien más.
“Esas lágrimas son de que ella ya se va a despedir porque ella necesita descansar, dice que todos estos años ella te ha estado abrazando, lo que dice es que se necesita llenar todo el mar de flores blancas porque no es la única. Hay hombres, hay mujeres ahí, sus almas están y ya todos quieren descansar”, te dice.
La escuchas. No te da tiempo de contarle sobre tu madre. Laura tiene necesidad de explicar que anoche, cuando estaba junto al refrigerador, tu jefita le dictó mensajes y que primero no entendió que tenía que tomar apuntes, hasta que se dio cuenta de que era un imperativo.
Ella ya te lee en voz alta lo que, con prisa, escribió en el celular, lo que pudo captar de lo que tu mamá le dijo; te pierdes tramos que, entre los azotes que se da el mar detrás tuyo, no logras escuchar:
“Querida hija, te estaba esperando, quería decirte que siempre te quiero y te llevo en mi corazón, estoy orgullosa de ti porque para mí es importante…Yo sabía que algún día vendrías, solo te estaba esperando al mirarte en todo este tiempo donde yo desaparecí… Me voy tranquila porque sé que tú me entiendes lo que luché y que tú sigues luchando como si fuera yo, te quiero y para mí era importante que tú vinieras a despedirte para que yo descanse, mi alma necesita descansar… Yo sé que tú seguirás luchando por mí para que se sepa la verdad, para que se visibilice mi muerte que es la muerte de muchos que estamos aquí… Sigue luchando para que sepan que, un balazo, ¿balazo? [miras cómo se asombra], no, perdón, no sé por qué escribí balazo [Laura se disculpa], los que morimos fue para poner un México donde todos coman, donde todos participen, donde todos vivan dignamente… Gracias, hija, por estar aquí, te amo, te quiero, siempre te llevaré en mi corazón… Yo solamente te mando estos mensajes en estas tierras, en esta mar que me puso alambres de otras mujeres… [otra vez Laura se detiene, desconcertada] ¿alambres?, no, no sé por qué escribí alambres, me equivoqué… llenen el mar de flores blancas, es para nuestra alma y una partecita que significa la liberación de mi alma, del alma de mis compañeras, que significa descanso de nuestra alma y la paz de nuestro país, que reconozca la dignidad de morir luchando por la paz, luchando por la dignidad del pueblo mexicano…”.
Te desconciertan algunas palabras como “democracia”. De lo que conoces a tu mamá, no crees que a fines de los 70 ese fuera el ideal de su lucha y de su organización, pero sigues escuchando. Te desconcentró oír “alambre” y “balazos”, pero recuerdas lo que dijo don Valente sobre los martirizados que estarían enterrados en ese mar. Muertos a balazos.
Tú estás desconcertada, a ratos te ríes por dentro. Te acuerdas de Whoopi Goldberg en la película de Ghost y te sientes extraña, ridícula, no sabes si creerle a esta mujer que quiere que junto a ella consumes tu despedida.
En esta playa Laura se ve exótica. Contrasta con la gente en traje de baño, con la piel al sol. Ella con el pelo largo que le cubre la espalda, una tela atada en la cabeza a manera de turbante rojo, las pulseras, collares y colguijes armados con chaquiras y piedras marinas. Su vestido pesado de tehuana, largo, hasta la pantorrilla, con estambres rojos bordados, del que asoman encajes. Los huaraches de piel tipo danzante prehispánico. El labial corrido por tanto llanto. Pero de inmediato espantas las dudas y piensas: “He hecho muchas otras cosas, estoy aquí, por qué no voy a hacer esto y tomarlo en serio”.
Ya decidiste entregarte a la experiencia y confiar en ella, así que dibujas en la arena, como te pide Laura, un círculo que representa el signo de la paz. Colocas las flores blancas que compraste en el mercado y las láminas escolares con los colores patrios que encontraste a falta de bandera. Batallas prendiendo las veladoras, cuyas llamas no quieren quedarse quietas bajo la brisa rápida.
Repites las palabras de Laura (“lleno todo el mar con estas flores blancas que significan la paz para las almas”), sientes más ese dolor que cargas en el pecho, lo sientes pesado (“te reconozco como mi mamá, agradezco todas las enseñanzas que he tenido en esta búsqueda”), comienzas a llorar desde un sitio profundo (“bendigo todo lo que me has dado pero ahora te entrego todo lo tuyo, con mucho respeto y humildad, porque yo seguiré mi camino”), no quieres pronunciarlo, porque no quieres despedirte de ella, pero repites (“traigo estas flores blancas para que descanses”), te peleas contigo, no quieres soltar a tu mamá, pero las palabras que estás repitiendo son de despedida y vas sintiendo tristeza (“estoy honrando tu lucha que has venido haciendo por todo el pueblo mexicano, por un camino de alegría, de dignidad”).
Laura te pide que te despidas.
“¿Y si no me quiero despedir de ella?”, contestas, aferrándote a tu mamá.
Ha llegado el momento de arrojar las flores blancas a las olas y lo haces con todas tus fuerzas, el mar en su vaivén las regresa, las avientas de nuevo, pero te las devuelve, te las lleva a los pies, y vuelves a intentar soltarlas, pero ellas insisten en regresar. Ya mejor tomas los pétalos blancos en la mano y los aprietas.
“¿Quieres decirle alguna otra palabra?”, te pregunta Laura.
“Sí”. Y con una voz que se te quiebra al salir, agregas: “¡La amo!”.
Las olas bailan al compás de las sonajas de cascabeles que Laura agita mientras va terminando la oración.
Esa noche sentirás mucha paz. Notarás que la angustia y el peso que tenías se te quitó del corazón. Afuera el mar estremecido se descalabra. Pero no lo escucharás. Te quedarás dormida. Con una paz que no habías sentido.
Viajé hasta Pie de la Cuesta, en Guerrero, para encontrarte. Contemplo el mar que probablemente te arropó y advierto una tormenta: eres tú. Por ti llenaría el océano de flores blancas. Necia, digna e insurrecta, en ninguna circunstancia pudieron arrancarte tu esencia y continúas dejando recados para tu búsqueda. Confío en que estamos próximas a conocer lo que te sucedió. Seguiremos. Sin titubeos lo lograremos. Que mi amor te honre siempre, jefita.
Carta inédita de junio de 2023
**Ilustración de Portada (Arte): Hugo Horita
www.adondevanlosdesaparecidos.org es un sitio de investigación y memoria sobre las lógicas de la desaparición en México. Este material puede ser libremente reproducido, siempre y cuando se respete el crédito de la persona autora y de A dónde van los desaparecidos (@DesaparecerEnMx).
*Esta crónica se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por la Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) entre septiembre de 2022 y mayo de 2023. https://www.revistaanfibia.com/los-vuelos-de-alicia/
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