La periodista María Paola Zuluaga investigó el desarrollo del movimiento estudiantil de la UdeA, a partir de la década de los setenta, teniendo como eje la literatura.

 

Por: Pompilio Peña Montoya

Imagen de portada: captura El Correo, 5 de marzo de 1971

Un viaje a Argentina le cambió la vida a María Paola Zuluaga. Era 2010, estudiaba periodismo en la Universidad de Antioquia (UdeA) y tenía la oportunidad de hacer un intercambio estudiantil en la Universidad Nacional de La Plata. Le llamó la atención la amplia variedad de tendencias y agrupaciones políticas de izquierda y centro-izquierda que había en la institución y las posibilidades “sin riesgos” y, de hecho, “alentadoras” de ser militante.

María Paola Zuluaga. Foto: cortesía.

Al regresar a Medellín, seis meses después, un par de preguntas giraron en la mente de María Paola: ¿por qué, para ese entonces, en las universidades colombianas no se veía ese nivel de organización política entre las y los estudiantes, y esa pasión por militar?, ¿la UdeA había tenido en algún momento de su historia esa efervescencia de militancia estudiantil?

En el proceso de indagación se encontró con libros de historia de autores como María Teresa Uribe, Consuelo Posada, Juan Guillermo Gómez, y con tres novelas de Juan Diego Mejía. Así nació De revuelta por los setenta: el escritor Juan Diego Mejía y el movimiento estudiantil, trabajo de grado con el que María Paola recibió su título como Periodista. La investigación hizo un acercamiento a las dinámicas de las luchas estudiantil, sindical y obrera a través de la literatura de Mejía, cuya obra se ha caracterizado por abordar temas y dramas que tienen como contexto la movilización política y estudiantil de finales del siglo XX.

¿Cómo llega usted a la relación entre la literatura y el movimiento estudiantil de los setenta en Medellín?

Lo que yo quería con mi trabajo de grado era enlazar: historia, literatura y política. Leer sobre sociología de la literatura y saber que Marx, Freud y otros autores indagaron en obras literarias para conocer sobre el pasado, me convenció de que la literatura es una herramienta valiosísima para la comprensión de un suceso histórico, porque puede facilitar una visión sobre las dinámicas sociales, la cotidianidad, los imaginarios que daban vueltas por ese entonces, el paisaje, las calles, las casa.

La historia nos permite conocer hechos, fechas, figuras sobresalientes, y es bueno tener en cuenta que en la selección y organización de esos datos también opera la subjetividad. Por su lado, la literatura a través de la ficción, que no intenta ni pretende ser real, permite conocer los perfiles psicológicos de un momento de la historia, las interacciones sociales, los imaginarios, las formas de hablar, los gustos musicales, las modas y otros detalles del mundo exterior e íntimo de los personajes.

De modo que en mi trabajo me interesaba mucho entender el proceso creativo del escritor Juan Diego Mejía en relación con su experiencia. Si bien la obra es reflejo del mundo interno del autor, este se forma en la relación con la sociedad y la cultura de su tiempo. Se dice que todo lo creado por las manos o la imaginación del ser humano lo revela y, de alguna manera, proyecta sus obsesiones, sus sueños, sus frustraciones como sujeto de un momento histórico.

Juan Diego Mejía, que vivió la década de los setenta como militante, logra re-crear el ambiente revolucionario de esa época en la novela El dedo índice de Mao (2003). Y aunque hay otras novelas que también rememoran el movimiento estudiantil en Medellín como Amábamos tanto la revolución de Víctor Bustamante, y Al calor del tropel de Carlos Medina, yo me intereso por Juan Diego porque fue uno de esos militantes comprometidos que después quiso tomar distancia de la política.

Este autor hizo parte del Movimiento Obrero Independiente Revolucionario (Moir) e incluso se fue como “descalzo” para Magdalena, que fue una modalidad de ese partido en la que sus militantes iban a regiones alejadas de la ciudad a hacer proselitismo político, es decir, a ganar adeptos al movimiento y a hacer formación política a la comunidad.

Todo esto me interesó mucho porque el encuentro de Juan Diego con la vida campesina se ve reflejado en muchos de sus mejores textos. A cierto lado de la sangre, por ejemplo, parte de su encuentro y experiencia con la vida rural.

Usted dice que el movimiento estudiantil de los años 70 tuvo una participación masiva y que ser militante en ese entonces era una tendencia entre las y los universitarios ¿Por qué era así?

María Teresa Uribe tiene un trabajo muy interesante sobre la figura del intelectual-militante de la Universidad de Antioquia en los años setenta que explica la efervescencia y convicción política de ese entonces. Ella y Consuelo Posada tienen estudios muy completos al respecto que me ayudaron a entender la magnitud de lo que fue el movimiento estudiantil en esa época y su relación con la realidad mundial y con sucesos como la Revolución Cubana, el Mayo Francés, la Primavera de Praga y Tlatelolco en México.

Además, el auge editorial de libros de izquierda permitía que llegaran al país grandes obras y clásicos que eran de lectura obligada para quienes quisieran estar activos políticamente. Juan Guillermo Gómez tiene una investigación muy buena sobre este tema.

Y también, me contó el escritor Juan Diego, a quien puede entrevistar, que en esa época se estaba “estrenando” el concepto de “juventud”. Antes se pasaba de ser niña o niño a la vida laboral y muchas mujeres pasaban a la vida familiar tradicional. Pero la posibilidad de entrar a la universidad, que tuvieron los hijos e hijas de familias campesinas y de sectores humildes, generó muchos cambios sociales, les cambió la vida a muchas mujeres, y despertó esa avidez de ser parte de una nueva generación que no quería callar y que quiso cambiar el modelo político del país.

En el trabajo menciono a Los Polémicos, del año 72, estudiantes de las universidades públicas que seguían las filosofías de Estanislao Zuleta, que se reunían hasta el amanecer a leer a Marx, Freud y Nietzsche, y que repartían manuscritos en los que cuestionaban al movimiento estudiantil. Inclusive me contaban algunos entrevistados que líderes campesinos y sindicales recitaban de memoria párrafos de El capital en las discusiones. Esa posibilidad de debate, sumada al despertar de conciencias, al interés por la formación intelectual, la interacción entre diferentes grupos sociales, la diversidad de corrientes y la posibilidad de soñar con un mundo diferente me enamoró de esa época y pensé que tenía mucho para enseñarnos en estos tiempos.

En su trabajo de grado usted se interesó por los altibajos que históricamente ha tenido el movimiento estudiantil ¿Qué encontró al respecto?

Muchos autores y autoras que han teorizado sobre el movimiento estudiantil han concluido que tiene la característica de entrar en largos periodos de reflujo y esto tiene que ver, entre otras cosas, con que la condición del estudiante es temporal, a diferencia de la condición sindical o campesina que permanece en el tiempo y permite militancias más duraderas. El acceso a ciertos beneficios y comodidades hace que algunos militantes abandonen su compromiso político, pero también está la falta de tiempo, dificultades para organizarse políticamente, la desilusión o, incluso, el miedo, sobre todo en un país como el nuestro.

En el caso de la militancia en los setenta y del posterior reflujo, se dice que tuvo mucho que ver con la fuerte arremetida de violencia política que quiso desestabilizar la gran movilización que se estaba dando entonces desde sindicatos, universidades y organizaciones campesinas, pues en los ochenta comenzó una matanza de profesores, estudiantes, intelectuales, líderes políticos y defensores de los derechos humanos. Hubo torturas y desapariciones que derivaron en un movimiento estudiantil con muchas dificultades para organizarse, el miedo se apoderó de los corredores de la Universidad y la capucha empezó a hacerse común en las protestas.

Este tipo de violencia es algo que se repite en la historia colombiana y que lo mencionan investigaciones como impedimento para una democracia y una oposición sólida: la imposibilidad que ha habido en Colombia de hacer oposición política desde vías legales y que ha sido una de las causas de la radicalización de algunas agrupaciones de izquierda.

Aunque a lo anterior también se suma la falta de institucionalización del movimiento estudiantil que genera rupturas generacionales en las que los exlíderes estudiantiles no están en diálogo permanente con las nuevas generaciones.

Para hacer este trabajo usted leyó obras literarias y académicas y también entrevistó a escritores e intelectuales. Teniendo en cuenta ese proceso, ¿usted considera que la literatura es un vehículo de la memoria?

Los estudios y archivos hacen parte de lo histórico, de lo teórico. Las personas que entrevisté son fuentes testimoniales que generan esa amalgama de relatos, versiones y perspectivas sobre un hecho o un momento histórico que conforman la Memoria. Y la literatura creo que, como arte, no tiene una función específica de hacer memoria o historia; pero a veces, sin ser su objetivo, sus relatos funcionan como un vehículo para conocer y acercarse a la memoria, a la humanidad, a versiones desde diferentes sectores, no oficiales, que son un gran aporte a la construcción de memoria, que es un tema que tenemos tan pendiente en Colombia. Como dice Octavio Paz, la ficción retrata la sociedad, la inventa, y al inventarla, de alguna manera, la revela.