En 1997, el fotoperiodista, Jesús Abad Colorado capturó la imagen que se convirtió en referente de la masacre perpetrada en El Aro, Ituango. Veinticuatro años después, esta fotografía continúa dando testimonio de los vestigios de la violencia y el dolor que produjo el conflicto armado en esta zona del país.

 

Por: Paula Ruiz Torres

Foto: Captura especiales Semana Lente y Realidad

La mayoría de las fotografías de Jesús Abad Colorado están en blanco y negro, como si tratara de capturar el momento desde los ojos de quien vive la tragedia. Y es que en más de una ocasión he escuchado que en los momentos de dolor, el mundo se ve así: en blanco y negro. El color se extingue.

La fotografía de El Aro, capturada por Abad tras la toma paramilitar, ocurrida entre el 22 y el 31 de octubre de 1997, que dejó a 17 campesinos masacrados, 42 casas quemadas, de las 60 que componían el casco urbano, y 700 personas desplazadas, permite ver la sutileza y al mismo tiempo la franqueza con la que el periodista logra retratar las secuelas de la guerra. No hay cadáveres. No hay tumbas. No hay sangre, pero la muerte resuena con fuerza en la atmósfera de la imagen. No hay armas, tampoco camuflados o botas, pero el desastre que allí subsiste deja claro que la fuerza del hombre podría haber causado semejante escena.

A pesar de que las guerras tengan siempre a las personas como protagonistas, ya sea como víctimas o perpetradores, es interesante destacar que el foco de interés del paisaje no está en los seres humanos, de manera que rompe un poco con el antropocentrismo presente en la imagen. Así, priorizar el paisaje posibilita una perspectiva biocéntrica, donde, si bien es cierto que se destaca la creación humana, en cuanto a las casas se refiere, también es posible observar un cielo nublado que apenas deja ver un asomo de las imperiosas montañas que rodean el lugar. Como si el mismo cielo sintiera vergüenza de la barbarie de las guerras humanas y cubriera su inmenso rostro con una amorfa manta de neblina.

Al mismo tiempo, el plano general de la fotografía; la amplitud del espectro; las montañas, el cielo, las casas, consiguen que la figura del perro, del caballo y, en especial, la del hombre sean minúsculas, provocando así una idea de desolación.

En este sentido, la fotografía termina por caer en un lugar común donde la representación de la desolación se consigue con planos generales, grandes espacios vacíos y la figura humana significativamente reducida. Ahora bien, que Abad acuda a esta técnica en ningún caso le resta mérito a su obra, más bien podría pensarse como un rasgo común que, a su vez, permite preguntar: ¿por qué al ser humano le resulta desolador observar su propia pequeñez frente a la grandeza de su entorno?

Así, la fotografía de Abad resulta “un fin en sí mismo” que si bien es cierto que presenta una alta calidad estética, también es un archivo periodístico que documenta como si se tratara de un “testimonio mudo” que narra el paso de la guerra y los vestigios que deja su gran coletazo.

La imagen de El Aro en la que la destrucción funge como protagonista, le sugiere al espectador detenerse en cada detalle, al mismo tiempo genera la necesidad de dar más que solo una mirada, arriesgarse a pensar qué hay detrás de los destrozos, qué se esconde detrás de las ruinas. Denota la naturaleza destructiva de las guerras, pero también destaca a los sobrevivientes, la vida que persiste, una mirada al suelo que con estupor recorre las cenizas aún humeantes de aquel espacio que antaño fue hogar. Abad nos deja ver el dolor humano sin necesidad de que éste se encuentre presente en sus fotos. Cada elemento narra a su manera, lo que queda después de la barbarie, después de que los fusiles se callan y las botas dejan de andar entre sus caminos.

 


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