Un estudio del CINEP, adelantado por el investigador José Darío Rodríguez Cuadros, analizó el papel de la iglesia católica como intermediaria en los territorios más golpeados por la violencia en Colombia.

 

Por: Daniela Jiménez González

La lista de hechos, que en su momento ocuparon los titulares de los periódicos, es variada: en 2002 un cilindro de gas con dinamita, lanzado por la guerrilla de las Farc, atravesó la parroquia San Pablo Apóstol en Bojayá (Chocó), en la cual se refugiaban más de 300 personas que ese día huían de los combates entre el grupo insurgente y las Autodefensas Unidas de Colombia. El cilindro bomba estalló cerca del altar dejando 117 fallecidos. Un año antes, en septiembre de 2001, la religiosa Yolanda Cerón fue asesinada en Tumaco, en un momento álgido de su trabajo como directora de la Pastoral Social de la Diócesis en defensa de las comunidades negras de la región. Estos y otros episodios de la memoria del conflicto armado en Colombia relacionados con la acción de la iglesia y las comunidades misioneras, son recopilados por el investigador José Darío Rodríguez Cuadros en el informe Iglesias locales y construcción de paz: Los casos de Barrancabermeja, Quibdó, San Vicente del Caguán y Tumaco, publicado en 2020 por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep).

Rodríguez Cuadros es magíster en Sociología y doctor en Estudios Políticos de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Para construir su trabajo, el investigador partió de lo que consideraba una urgencia: entender la capacidad mediadora de las iglesias locales en Colombia en las regiones más afectadas por el conflicto, tomando como punto de partida el papel y los esfuerzos de curas locales, religiosas y agentes de pastoral social en relación con la paz.

De acuerdo con el investigador, para la realización del informe fue imprescindible recoger los  testimonios de sacerdotes diocesanos, religiosos, obispos, religiosas y laicos que vivieron en estas regiones durante el período estudiado y que experimentaron de cerca la realidad de la iglesia en medio de los diversos grupos armados que hacían presencia en las regiones durante estos años: paramilitares, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), Ejército de Liberación Nacional (ELN), fuerza pública y actores armados no identificados.

Hacemos Memoria conversó con Rodríguez Cuadros sobre la influencia de la iglesia en los cuatro territorios abordados en el estudio y la situación actual de esta institución religiosa que continúa su misión evangelizadora en un contexto de recrudecimiento de la violencia y el conflicto armado.

 

¿De dónde partió el interés para estudiar este tema?

Esta investigación tiene su origen hace diez años, cuando estaba en el equipo de Conflicto armado y configuración del Estado en el Cinep. En ese entonces venía investigando sobre casos de regiones afectadas por el conflicto armado, con especial atención sobre el Magdalena Medio y el Pacífico nariñense. Fue precisamente en un trabajo de campo en Tumaco cuando caí en cuenta, con mucha más claridad, del peso y de la credibilidad enorme que, en ese contexto, tenía la iglesia católica, en medio de una situación que ya estaba muy permeada por la violencia y diferentes acontecimientos violentos en la región. Me impactó el trabajo y el acompañamiento de un grupo de misioneros, religiosos y religiosas en esa sociedad, tan marcada por la corrupción y la falta de credibilidad en las instituciones.

¿Cómo fue la selección del enfoque del estudio y los territorios que contempló la investigación?

Este libro se centra en cuatro regiones: La Diócesis de Barrancabermeja, la Diócesis de Tumaco, la Diócesis de San Vicente del Caguán y la Diócesis de Quibdó. La selección de esas regiones parte del conocimiento y del trabajo que habían realizado las dos primeras: Magdalena Medio y Tumaco. Fue en el camino y gracias al apoyo del Cinep que logré tener contacto con las diócesis en el Caguán y en Quibdó, y empecé a hacer allí un trabajo de campo que fue, fundamentalmente, de entrevistas a personas que vivieron o viven en el territorio y que han tenido esa experiencia de haber trabajado en momentos duros del conflicto armado. Así se decantaron las regiones.

En la investigación menciona que estas cuatro regiones tienen algo en común y es que fueron consideradas zonas de misión desde comienzos del siglo XX.  ¿Cómo la iglesia se hizo un camino en estas regiones incluso antes que el Estado?

Es una historia bien interesante. En esas cuatro regiones, desde tiempos de la colonia, ya había una presencia de la iglesia católica y de ciertas comunidades religiosas. Entonces, por ejemplo, en la región del Caquetá, ya en el siglo XVI, había una presencia fugaz de misioneros capuchinos, incluso de jesuitas. En la región del Pacífico hubo monjes agustinos y así ocurrió en las otras regiones donde la presencia de la iglesia fue constante desde hace varios siglos.

Sin embargo, me centro en el siglo XX porque esa presencia de la iglesia tiene que ver mucho con el Concordato de 1887. Ese es el momento en el cual el Estado y la iglesia en Colombia retoman sus relaciones y se convierten en vínculos de cercanía muy estrecha. Así, el Estado colombiano, por vía del concordato, le encomienda y le confiere a la iglesia sus funciones estatales en las zonas más apartadas del país. Lo hace por medio de las misiones de congregaciones religiosas y por medio de la delegación de la educación pública. Incluso la iglesia tuvo algunas competencias judiciales y del ordenamiento social. Desde comienzos del siglo XX están en el Pacífico nariñense la Congregación de los Agustinos y en Quibdó los claretianos. El Caquetá y el Meta fue una región que se le confió a los capuchinos y, después, a los misioneros de la Consolata. En el Magdalena Medio, finalmente, desde finales del siglo XIX, ya estaban los jesuitas.

¿Cómo fueron esos primeros vínculos de las iglesias con las comunidades?

La iglesia católica colombiana en esos primeros años del siglo XX, según sus propias particularidades y espiritualidades, contribuyó a la configuración socio territorial de estas regiones y a la configuración de lo que hoy tienen en buena parte de sus costumbres, de sus historias, de las veredas que se fundaron. Fue fundamental como base para lo que más adelante serían otro tipo de procesos sociales y para los acompañamientos que las autoridades de la iglesia harían a las comunidades en contextos de conflicto armado.

En la investigación se hace énfasis en la iglesia como ente ordenador del territorio, pero también como actor político. Llegó a fundar sindicatos, por ejemplo, en Barrancabermeja. ¿Fue una instrucción que tomó partido en su beneficio?

Eso lo explico también desde la concepción que la misma iglesia, a nivel mundial, tiene desde finales del siglo XIX. Su posición, especialmente después de la Encíclica de Pío IX de 1865, de la pérdida de los estados pontificios en 1870 y del Concilio Vaticano, la convierte en una institución muy a la defensiva de los enemigos que, en ese entonces, denominó el liberalismo, la masonería y el socialismo. Esa iglesia que desde Roma está condenando estos tres movimientos se inserta también en los países latinoamericanos.

Así que, en Colombia, por ejemplo, esa reacción o esa manera de actuar se ve reflejada en la posición que la iglesia va a asumir frente al partido liberal. En Barrancabermeja, por ejemplo, esa fue la razón por la cual los jesuitas terminan involucrados en diversos sindicatos. Allí hacen una compañía sobre todo de tipo pastoral, es decir, a generar eucaristías para los obreros y procurar el mantenimiento de la fe. Es una presencia que al comienzo parte de hacer contrapeso a los liberales desde adentro.

¿De qué manera la iglesia fue víctima?

La iglesia fue víctima de muchas maneras. Tenemos varios casos de sacerdotes, religiosas y obispos asesinados, de laicos y líderes comprometidos con la iglesia. También de amenazas. Un ejemplo es el caso de Yolanda Cerón en Tumaco, una religiosa de la Compañía de María, quien en 2001 era directora de la Pastoral Social de la Diócesis de Tumaco. Cuando esta religiosa fue asesinada por los paramilitares, estaba trabajando de cerca con las comunidades negras para la restitución de derechos y de propiedad de sus territorios. Otro ejemplo son los ataques de los paramilitares a uno de los proyectos insignia de la iglesia: los barcos sobre el Atrato, los cuales en 1997 le servían a la comunidad como tiendas comunitarias y para surtirse de víveres. Los paramilitares limitaron la movilidad por el río y restringieron la circulación de alimentos con el argumento de cortarle provisiones a la guerrilla.

Cuando a finales de 1990 la crisis humanitaria no daba tregua, la iglesia comenzó a necesitar soluciones más creativas en los territorios. ¿Cómo esta institución fue un ente dinamizador que protegió la comunidad?

En los años de 1990 los sacerdotes de las parroquias que estaban en esas veredas comenzaron a ver agotado el discurso que tenían años atrás, el cual se empeñaba en decir que el problema de la violencia radicaba en que los corazones estaban llenos de pecado. Vieron, entonces, que el mensaje se quedaba corto ante las masacres, asesinatos diarios, desapariciones, secuestro y reclutamiento de menores. El discurso ya no servía, había que buscar la raíz de los problemas y de la violencia.

Ahí empezaron a ahondar en otras maneras para acercarse a las comunidades y protegerlas, acompañarlas y defenderlas de esta situación. Es ahí cuando estas experiencias surgen de manera aislada, se van conociendo poco a poco en otras regiones y se van convirtiendo en grandes acciones. Un ejemplo son los diálogos pastorales en los que las comunidades, acompañadas por el cura de la parroquia o por el obispo, se van en grupo a buscar al jefe guerrillero o paramilitar para exigir respuestas. Otro fue el Viacrucis Nacional por la Paz.

¿Cuál es la imagen de la iglesia hoy en un escenario en el que el conflicto se agudiza?

La iglesia católica en Colombia conserva tres imágenes de ella misma en los territorios: la de acompañante de comunidades, la de defensora de la dignidad humana y, finalmente, una intermediaria en procesos de paz y reconciliación. Yo vivo en el sector de La Macarena en el Meta y aquí hay un problema grande con relación a los campesinos y las disidencias. Tanto los campesinos como el Estado generalmente llaman a la iglesia como mediadora e intermediaria en los diálogos.