Cerca de 50 hombres heterosexuales y GBT+, víctimas de violencia sexual en medio del conflicto armado, conformaron dos grupos focales con los que buscan compilar relatos de más víctimas para denunciar ante la JEP.

 

Por Esteban Tavera

Foto: Pixnio

Romper el silencio, ese ha sido el objetivo de un grupo de víctimas, conformado por hombres heterosexuales, gay’s, bisexuales y transexuales (GBT), que en diciembre de 2019 realizó en Paipa (Boyacá) una acción colectiva en la que sus integrantes denunciaron públicamente ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que fueron víctimas de violencia sexual en medio del conflicto armado. Este acto de reconocimiento y denuncia, en el que participaron 30 personas, fue el punto de partida para que este grupo de víctimas, que hoy congrega  más de 50 integrantes, conformara dos grupos focales con el propósito de compartir sus experiencias y trabajar en la elaboración de un informe sobre estas violencias que será presentado a la JEP.

“Para mí fue algo muy difícil. En uno de los encuentros había varias víctimas dando su testimonio y yo estaba casi de último. Yo los escuchaba y decía ‘uy, no, pero a mí no me pasó fue nada…’ Esa experiencia fue la que me hizo ver que yo no me podía quedar callado, que yo tenía que contar mi historia, pensar en las otras víctimas, empezar a ayudarles; y bueno, decirles que no están solos, que no solo fueron ellos”, contó Joel Toscano, uno de los hombres heterosexuales que contó su historia en uno de los grupos focales, en un proceso que ha contado con el apoyo de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales, la organización española All Survivors Project y la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, que han ayudado a lo .

Según los datos del Registro Único de Víctimas, en Colombia hay registrados 2.450 hombres víctimas de violencia sexual, tres personas intersexuales y 502 personas de la población LGBT. “En nuestras 25 jornadas de denuncias colectivas, en las que han participado hombres y mujeres, hemos registrado 1.500 casos, de los cuales todos están en la impunidad”, dijo por su parte Ángela Escobar, representante de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales, una de las organizaciones que impulsó los espacios de denuncia y encuentro entre hombres víctimas.

Otra de las organizaciones que ha apoyado esta iniciativa es la ONG española All Survivors Project. Patricia Ollé Tejero, coordinadora de investigación en esa organización dijo: “Hemos visto que hay un gran silencio en temas de violencia sexual a hombres, principalmente en contextos de conflicto armado y desplazamiento forzado. Lo que hemos notado es que todas las víctimas, sean hombres, mujeres, niños o niñas; se enfrentan a un gran estigma de discriminación por ser víctimas de violencia sexual. El tema es que el machismo, las masculinidades que existen y lo que se asocia al hombre, que es la fuerza, el poder, la no vulnerabilidad, hacen que el silencio en hombres víctimas de violencia sexual sea muy grande. Se puede hablar de tortura, pero se deja por fuera el componente sexual. Esto hace que estas personas no sean reconocidas como víctimas, que no reciban los servicios que necesitan y que haya un gran desconocimiento por parte de funcionarios públicos para tratar la violencia sexual contra hombres porque se considera que solo aplica contra mujeres y niñas”.

Ese silencio del que habla Patricia aprisionó durante más de 20 años a Joel Toscano. Él nació en Ciudadela Atalaya, un barrio popular del noroccidente de la ciudad de Cúcuta, al nororiente del país. “Tuve una infancia normal, jugaba, socializaba con mis amigos. De adolescente trabajé como ayudante de un camión en el que surtíamos de mercancía a la ciudad de Tibú, en la región del Catatumbo y fue en ese momento en que varios paramilitares abusaron de mí, cuando yo aún era menor de edad”, narró Joel.

Joel fue víctima de tres integrantes del Frente Fronteras del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia. Dicho frente tenía como lugar de operaciones el área urbana de la ciudad de Cúcuta y parte de la zona rural. Las agresiones sexuales se repitieron durante meses entre los años 2003 y 2004. “Todo pasó por la permisividad de una persona allegada a mi casa, que era quien les colaboraba a los paramilitares y trabajaba con ellos. Él fue quien prestó el espacio durante casi un año para que ellos abusaran de mí”, contó Joel.

Los abusos reiterados por parte de los paramilitares dejaron muchos impactos en la vida de Joel, principalmente en sus relaciones interpersonales, que cambiaron de forma absoluta. Dijo Joel: “Hubo muchas afectaciones emocionales. Yo me aislé de mi familia, me volví agresivo, me cohibía de muchas cosas y espacios. Empecé a encerrarme, dejé de jugar, no permitía que me tocaran, ni que me dieran la mano para saludar… Deserté de mi colegio debido a esa situación, cuando apenas estaba en quinto de primaria. Decidí irme a trabajar y luego me fui para Bogotá”, relató, agregando que todo fue siempre en silencio.

Para el historiador Juan Pablo Bedoya Molina, quien hizo parte del equipo que construyó el informe Aniquilar la Diferencia. Lesbianas, gais, bisexuales y transgeneristas en el marco del conflicto armado colombiano, del Centro Nacional de Memoria Histórica; la dificultad de hablar que tienen los hombres que han sufrido violencias sexuales, se puede explicar desde la asociación que hay entre los códigos de la guerra y la construcción de la masculinidad. “Los códigos de la guerra están profundamente asociados a los sistemas normativos de la masculinidad, en mitad de esto, el sometimiento de los varones a través de la violencia sexual como estrategia de ‘feminización’, es una forma de someter física y simbólicamente a los varones: yo te puedo vencer, pero no solo puedo matarte sino también doblegarte y matarte. Allí se expresa el código de masculinidad: demostrarle al otro o la otra que se tiene un poder absoluto sobre su cuerpo y despojarlo de la voluntad de sí. Por eso para un varón, aceptar que fue violado, simbólicamente representanta una acción muy trastocadora de sí. La violencia sexual contra el varón, al igual que con las mujeres, le responsabiliza, le dice: ‘usted no fue capaz de defenderse’. Eso hace que tengan mucha dificultad para contarlo porque los hace sentir reducidos”, explicó Bedoya.

Esta explicación tiene una segunda dimensión, que apunta hacia la disposición de escucha que tienen las sociedades frente a este tipo de denuncias. Sobre esto, dijo el historiador Pablo Bedoya, “hay que preguntarse: las instituciones del Estado, las familias, las políticas de reparación qué tan sensibles están en este tema y qué tantos dispositivos se han creado para atenderlo. Es decir, la presencia de ciertos grupos de mujeres que favorecen a que otras mujeres que sufrieron ese tipo de violencia puedan nombrarlo, narrarlo y solicitar un reconocimiento. Esto no existe para los varones, por lo cual se hacen mucho más difíciles los canales para que salga y se tramite”.

Mientras Joel cargaba con el peso de su silencio, en el año 2015, cuando ya era un joven que trabajaba transportando mercancías por las carreteras de la Región del Catatumbo, volvió a ser agredido sexualmente por un actor armado. “La segunda vez fue solo una vez. Fue un integrante del ELN que se hacía llamar Juancho o Juaco, no recuerdo, y que operaba en el territorio de Tibú, Norte de Santander. Pero esa segunda vez hubo un agravante y es que yo opuse fuerza y la persona alcanzó a golpearme con su arma y luego pasó a la penetración”, relató Joel.

De esta segunda violación también guardó silencio durante tres años, hasta que en 2018 decidió acudir a la Fiscalía para denunciar su caso. “Después de la segunda victimización yo decidí dejar el territorio. Me vine a vivir a un municipio de Cundinamarca y aquí empecé a rehacer mi vida. Luego de la firma del acuerdo de paz, cuando vi que muchas mujeres se atrevieron a denunciar sus casos yo también hice lo mismo, fui a la Fiscalía y conté todo con detalles, pero hasta ahora no ha pasado nada con ese caso”, dijo Joel.

Allí en Cundinamarca Joel tuvo una hija con la que ahora intenta recomponer la desgastante relación que tuvo en los primeros años producto de los complejos que le dejó su victimización. Ahora participa en la Mesa Departamental de Víctimas y también coordina el grupo focal de hombres heterosexuales que siguen denunciando en compañía de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales, y All Surivivors Project; y que está trabajando en un informe que será presentado a la Jurisdicción Especial Para la Paz.

 

El silencio de hombres GBT+

“Siempre que yo pasaba por donde ellos estaban me gritaban cosas vulgares. Que los maricas no deberíamos existir, que debíamos ser eliminados de la faz de la tierra porque somos una peste, una vergüenza. Yo nunca les paré bolas porque uno sabía quiénes eran y ya uno los había visto matar, despedazar a la gente y tirarla al río”. Así transcurrió gran parte de la infancia de este hombre gay de casi cincuenta años, quien para este texto prefirió llamarse Juan Pablo.

“Yo toda la vida he vivido en fincas, toda la vida he sido del campo. Entre los cero y los 14 años fue en una finca que queda entre Chigorodó y Carepa, Antioquia, en la región de Urabá. La vida era muy normal, era muy tranquila. Yo estudié en una escuelita que se llamaba El Pijao, que ya desapareció con la doble calzada. Vivía en una finca muy bonita, tenía lomas y planos, cascadas. Como toda la vida fuimos amantes de los animales, mi papá siempre tenía ganado, cerdos, gallinas y muchos cultivos. Yo allá viví una vida plena desde pequeñito”, contó Juan Pablo.

Quienes lo criaron desde que era un bebé fueron su tío, al que él llama papá, junto con su esposa. “Cuando yo cumplí 14 años mi papá vendió esa finca y nos fuimos a vivir a orillas del río León. Esa era una finca muy lejos de todo. A mí me tocó dejar el estudio, nos encerramos en esa finca porque mi papá fue una persona que toda la vida vivió en el campo de cultivar y no le daba mucha importancia al estudio, ellos no sabían ni firmar, ni nada. Al final, mi papá debió vender esa finca porque eso allá casi que se lo tomaron los paramilitares. Eso ya no podía uno aguantar porque ellos allá mataban a la gente en el corredor de la casa, los torturaban y de todo y uno no podía decir ni pío”, relató Juan Pablo.

En Urabá, la intensidad de la guerra que se libró entre los diferentes actores del conflicto armado dejó graves consecuencias en la población civil y tuvo su pico más alto a inicios de la década de 1990, cuando se desmovilizó parte de la guerrilla del Ejército Popular de Liberación, y quienes dejaron las armas empezaron a ser perseguidos por el Bloque José María Córdova de las Farc-ep, que a su vez libraba estaba en confrontación con las Autodefensas Unidas de Colombia, lideradas directamente por los hermanos Vicente y Fidel Castaño, y contra el Ejército Nacional, liderado en esa zona por Rito Alejo del Río, comandante de la Brigada XVII.

En esa época, mientras la familia de Juan Pablo huía de los crímenes de los paramilitares, se asentaron en la vereda El Remigio, sitio controlado por las Farc-ep. “Un día llegaron hasta mi casa aproximadamente 18 hombres de las Farc fuertemente armados. Me preguntaron si mi mamá estaba y yo les respondí que no, que estaba en una cita médica. Entonces me dijeron que los acompañara a un lugar porque necesitaban hablar conmigo. Yo eso lo sentí normal porque yo nunca me había metido con ellos, nunca les había faltado al respeto ni les contestaba mal. Nos fuimos caminando y pasamos unos cultivos de arroz y de maíz, pasamos potreros de ganado y llegamos a una parte boscosa en la que había como una quebrada o un río. Ahí me dijeron: ‘¿usted ya sabe para qué lo traemos acá?’. Yo les dije que no porque yo estaba muy tranquilo. Entonces me contestaron: ‘nosotros lo trajimos porque nos lo vamos a comer, para que aprenda a ser hombre porque los maricas no deberían existir, a ustedes hay que matarlos y picarlos como se pican los marranos’. Luego me dijeron que si me resistía y no dejaba que me hicieran eso, lo mismo le iban a ser a mi mamá, que la iban a coger, la iban a matar y a desaparecer. Entonces yo ya con el corazón en la mano y los ojos aguados les dije ‘hagan conmigo lo que quieran pero con ella no se metan’. Ahí mismo me cogieron, me despedazaron la ropa entre todos y mientras unos me apuntaban con las armas, los otros me penetraban. Terminaba uno y seguía el otro. Yo me di cuenta hasta que me violaron por ahí 10 hombres, de ahí pa’ allá no me di cuenta de más porque perdí el conocimiento. Me imagino que luego de eso siguieron. Luego de cinco o seis horas yo reaccioné un poco, me paré, me puse algo de la ropa que me había quedado medio buena y me fui para mi casa. Allá me quedé muy mal, con hemorragia y mucho dolor en todo el cuerpo. Al día siguiente cuando llegó mi mamá, me vio muy mal, pero yo me quedé callado”, narró Juan Pablo.

Luego de eso, las consecuencias en la vida de Juan Pablo han sido notorias. Años después de lo ocurrido le diagnosticaron una enfermedad de transmisión sexual contra la que aún lucha. También ha sufrido problemas renales y ha visto seriamente afectada sus capacidades para relacionarse con otros hombres. Y todo eso lo calló durante más de 20 años. “Hace tres años, cuando vi que muchas mujeres y personas de población diversa han roto el silencio, yo quise hablar y dejar de cargar con esa historia que me ha hecho tanto daño. Por eso es que yo varias veces le he dicho a la gente que hubiera sido mejor que me mataran a yo haberme quedado tantos años cargando esta pesadilla”, contó.

En la actualidad, Juan Pablo hace parte del grupo focal de hombres de la población GBT+, que también preparan un informe para presentarle a la JEP, como una forma de motivar a que muchos otros miembros de esta población hablen sobre lo que les pasó. “Aún hay muchos hombres, tanto heterosexuales como de población diversa, que no han hablado, bien sea por temor a represalias o por secuelas que le han quedado de los hechos victimizantes. Eso también tiene que ver con el machismo que el hombre ha llevado, por la cultura en que nos criamos, por los valores que nos sembraron los padres y la familia”, concluyó.

 

¿Cómo lograr que no se perpetúe el silencio?

Parte fundamental de que estos hombres lleven sus testimonios hasta la JEP es que están esperanzados en que el país encuentre formas de garantizar que este tipo de agresiones no se repitan. Al respecto, el historiador Pablo Bedoya dice: “Aquí hay problemas que son estructurales y que no va a resolver tres acciones: hay un problema con la masculinidad hegemónica, con la guerra, con la construcción de lo que es ser hombre. Esto no se resuelve con pañitos de agua tibia. Pero como los pañitos de agua tibia a veces alivian un poco el dolor, parte de las cosas que deben hacerse es que hay que investigar más el fenómeno, hay que entenderlo mejor y documentarlo. También hay que fortalecer los espacios de apoyo. Como lo han hecho las mujeres, es necesario que los varones encuentren lugares en los que pueden hacer el proceso de hablar de esto, de sentir que no es su culpa. Y por otra parte es necesario que haya transformaciones en el Estado que permitan focalizar intervenciones en todas las áreas”.

Por su parte, Patricia Ollé, investigadora de All Survivors Projet, dice: “Lo primero es que se debe reconocer que los hombres han sufrido violencia sexual, así esta haya sido en menos medida que la que sufren las mujeres. También es necesario identificar todos los tipos de esta violencia, no se van a poder diseñar mecanismos de prevención y abordaje si no se entiende que no es solo violación, la violencia sexual también existe si una persona es forzada a presenciar la violación de otra persona y también se deben reconocer las múltiples formas de violencia genital”.

La Jurisdicción Especial de Paz ya tiene en su poder algunos de estos testimonios, que fueron compartidos por hombres víctimas en una jornada virtual realizada el 1 de octubre de 2020. El próximo paso para estas personas será construir los informes sobre violencias a hombres heterosexuales y hombres GBT+ para entregárselo a la Jurisdicción.