En la exposición Giro en la mirada, la fotógrafa Natalia Botero busca dimensionar y sensibilizar sobre la tragedia que significa para Colombia la desaparición forzada, un crimen del que han sido víctimas al menos 80 mil personas, según el Centro Nacional de Memoria Histórica.

 

Por Camilo Castañeda Arboleda

Foto: Natalia Botero

Desde hace 25 años la fotógrafa Natalia Botero registra en imágenes hechos de violencia ocurridos durante el conflicto armado en el país. Su trabajo se divide en dos etapas: la primera, cuando fue reportera del periódico El Colombiano y la Revista Semana, donde conoció de cerca la tragedia que producía la guerra en veredas, pueblos y ciudades; y la segunda, cuando de manera independiente se dedicó a documentar y construir relatos sobre las víctimas, especialmente sobre aquellas que padecieron el crimen de la desaparición forzada.

“Mi archivo fotográfico da cuenta de las transformaciones y las dinámicas del conflicto armado, pero con el tiempo se convierte un registro histórico que testifica, que es invaluable para la construcción de verdad y memoria”, manifestó acerca de su trabajo Natalia Botero. Con ella conversamos sobre su experiencia en el cubrimiento del conflicto armado, su labor en la documentación fotográfica de la búsqueda de los desaparecidos y la exposición Giro en la mirada que exhibe el Museo Casa de la Memoria de Medellín hasta febrero de 2021.

¿Cómo vivió ser mujer fotoperiodista del conflicto armado?

Yo me he hecho esa pregunta, de qué manera desde el fotoperiodismo y como mujer me enfrenté a tantas situaciones que viví en un campo de trabajo tan hostil. Realmente, al principio fue fácil porque yo no me sentía como una mujer que iba a cubrir el conflicto, sino que me sentía como una fotógrafa más dentro del grupo de fotógrafos colegas que trabajábamos. Yo empecé a sentir las hostilidades en el medio con el tiempo, no porque me volví competencia de los compañeros sino porque se desmeritaba el trabajo que uno hacía. De todas  maneras había unas reacciones muy fuertes: decían que por ser mujer no iba a ser capaz, que esto no era para mí, entonces el trabajo de uno se ponía en segundo plano.

Pero para mí ser mujer nunca fue un impedimento en mi trabajo profesional, también creo que eso me ayudó a poder hacer algunas cosas que se dificultan mucho desde los hombres mismos, por la misma hostilidad y por la coroza que se ponen de ir a cubrir algo, sacar la cámara, tomar la foto e irse. En mi caso fue distinto, lo que hice fue conversar con el otro, estar con él, entender su humanidad para poder trabajar.

Hay muchos retos que se le presentan a uno como mujer, por ejemplo, cuando uno toma la decisión de tener una familia, ser mujer tiene otras implicaciones que es ser mamá y compañera y, en eso, hay unos límites que no se los pone uno, pero que sí se los pone las condiciones del trabajo; Colombia con sus hostilidades, por las dinámicas en los territorios, porque las cosas que suceden son muy fuertes, son luchas constantes que uno tiene que superar día a día. Hay que asumir que uno es capaz, que tiene que enfrentarlo como cualquier otro y también como mujer, en mi caso con hijas mujeres, demostrar que uno tiene la capacidad.

¿Qué aportó su mirada de mujer al registro visual del conflicto armado?

Yo parto de la base de que hacer fotografía implica unas responsabilidades y una posición política del hacer: uno decide el encuadre, qué fotografiar y qué no. Es una acción del sujeto, implica que es una acción mía como mujer. En los últimos años yo no fotografié ciertas cosas que otros sí hicieron y que se debían fotografiar, me dediqué a fotografiar a las mujeres, el dolor de los otros, a los ciudadanos de a pie, a quienes sufrían de primera mano el conflicto. Es una mirada más serena, aunque las escenas sean de horror, sean de tragedia o de situaciones complejas, humanas, es una mirada serena y compasiva. Creo que eso ha marcado la diferencia cuando una mujer toma la foto.

Yo me he puesto en los zapatos del otro. Creo que la fotografía que he hecho ha tratado de alivianar un poco el dolor del otro y acercarse a su condición humana y a su historia de vida, eso permite que tenga esa cierta mirada. No voy a decir que el hombre no puede fotografiar sensibilidad, belleza o dolor, pero sí hay un tinte distinto cuando yo hago mis fotografías en el mismo escenario que otros las pueden hacer. Todos tenemos miradas diferentes, pero la mirada de la mujer, y mi mirada, es más compasiva, de compartir el dolor y de solidarizarse, es más estética, más ética, más distante para no pasar esa línea de la intimidad del otro, para no agredirlo con la cámara misma. Entonces, en mis archivos encontré fotos, escritos, cartografías.

La fotografía que propongo también sale desde la construcción de memoria. Lo importante aquí es que cuando se cuenta la historia de un desaparecido, ellos dejan de ser un número para la sociedad y cuestionan al Estado.

¿Por qué dedicarse a registrar el drama de las víctimas en un momento en el que resultaban atractivas para los medios de comunicación las personas armadas?

Sobre esto tengo que hablar de la responsabilidad que tuvimos los medios en algún momento, precisamente, por darles tanto protagonismo a los victimarios. Cuando yo trabajé en los medios, fue después de la violencia del narcotráfico, cuando nos encontramos con los rostros de los grupos armados ilegales: paramilitares y guerrillas. Eran ellos los que llamaban a los medios a decir que había una masacre, que hubo una toma guerrillera o que querían dar declaraciones. En ese boom del conflicto armado entendí después de mucho tiempo, porque hice parte de eso, nos enredaron a todos, que los actores armados: los paramilitares, las guerrillas y la Fuerza Pública, sabían del gran poder de los medios de comunicación y del poder de las imágenes. Nosotros corríamos al lugar donde ocurrían las noticias y así empezamos, a través de las publicaciones, a enfocar el lente en los actores armados. Todo el tiempo mostrábamos los destrozos y el poder que ellos tenían. Nos volvimos casi unos servidores de su publicidad y no vimos las consecuencias de lo que ellos hacían, no miramos a las víctimas.

Cuando yo entendí eso y empecé a pasar más tiempo en los lugares donde ocurrían los hechos de violencia, cuando después de dos días empezaba la gente a recoger los destrozos o a enterrar a sus muertos, entendí que no había que darle tanto protagonismo a los actores armados, sino que había que pensar en las víctimas, en esos que se quedaban ahí, que tenían que hacer resistencia a todos los grupos armados y continuar una vida en su cotidianidad, reconstruyendo sus casas o desplazándose. Mi lente dijo: no más, no le di más protagonismo ni a la bota ni a los uniformes. Siento que mirar a las víctimas era el deber que teníamos y que en un punto no lo hicimos, pero ahora creo que lo entendimos, que las víctimas son quienes necesitan esa voz, ese nombre, esa imagen, porque son las que sufren los embates de la guerra.

¿Cómo marcó su trayectoria profesional el hecho de salir de los grandes medios para convertirse en una documentalista visual del drama de las víctimas?

Como fotoperiodista creo que es muy importante estar en los medios de comunicación, forjan y ayudan a entender cómo es el manejo de la información mediática. Siento que también hay que estar por fuera de ellos para darle un carácter más coherente y personal al trabajo de uno, sobre todo porque desde la independencia uno puede tomar decisiones más autónomas. Cuando tomé la decisión de salir de los medios fue porque ya tenía suficientes herramientas para estructurar un trabajo independiente, para hacer un trabajo investigativo y documental.

Eso ha sido muy interesante porque mi trabajo no solo tiene fuerza en la toma fotográfica y en los relatos visuales que hago del país y de las víctimas, sino que desde la fotografía se volvió un instrumento de narración del otro. Mi trabajo se resalta a partir de un pensamiento crítico que yo desarrollé, de lo que hice en los medios, de lo que he logrado en la construcción de procesos de memoria y relatos visuales donde está presente lo que hago como fotógrafa y como facilitadora para que las víctimas y los otros se puedan relatar. Creo que el gran valor es que he podido lograr buenas producciones fotográficas pero, sobre todo, con unas experiencias vividas con el otro que me enseñaron que la fotografía es una herramienta de transformación social y de reconstrucción de tejido social para ellos.

¿Qué nos cuenta su trabajo y que reflexión nos deja de un crimen como la desaparición forzada?

La última etapa de mi trabajo se enfoca en la desaparición forzada porque era algo que en un momento dado en la historia del país no se hablaba, me sorprendía mucho porque ocurría desde los años setenta y no se daba a conocer y en los medios no se hablaba de eso. Me impactó mucho lo que significaba ese crimen para el país y para las familias, también cómo se hacían las búsquedas y las exhumaciones en un país tan complejo desde su geografía, con tantos grupos armados. Me llamó la atención desde la fotografía forense abordar ese tema desde la búsqueda misma. Al empezar ese trabajo me encontré con las familias, también entendí que la búsqueda de los desaparecidos ha sido posible, en un alto porcentaje, por la acción de las familias que se empoderaron de su situación y le hicieron un llamado al Estado, a los colombianos y al mundo entero.

En ese trabajo fue recurrente registrar cómo eran las mamás, las hermanas, las esposas, las mujeres son las que encaminan esa ruta, son como unas investigadoras, entonces el logro de las búsquedas es posible por ellas. Ahí hice un giro en la mirada y enfoqué el lente en esas luchas de las familias por buscar a los desaparecidos y la presión que ellas hacen sobre el Estado. Enfocarme solo en  lo forense era quedarme solo en lo periodístico y me interesaba entender por qué es importante esa búsqueda, por qué era necesario encontrar al ausente: porque la familia más que extrañarlo necesita darle dignidad a esa historia de vida, recuperar esa esperanza de encontrar el cuerpo, darle sepultura y dar a entender que fue una vida truncada de un ser importante para una familia. También me empecé a encontrar con los archivos de esas familias, empecé a reconstruir el pasado de ellos. Era un trabajo en doble vía: para yo encontrar respuestas acerca de por qué al otro lo desaparecen y para aportar a que las familias se concilien con la desaparición y hagan ese tránsito del dolor.

¿Qué simbolizan las dos historias que se presentan en la exposición Giro en la mirada?

Es un giro en la mirada mía desde lo fotográfico y desde la forma de abordar el tema. El giro en la mirada también es llamado de atención a los otros porque creo que hay cierto desprecio de muchas personas por la situación, puede ser por lo aterrador que significa. Con la exposición trato de darle una dimensión al crimen de la desaparición forzada desde una familia, desde la comunidad, desde la sociedad misma, y lo hago a través de dos personas que representan la historia de Colombia: Jhonatan y Romelia.

La exposición está compuesta por dos historias. Una ocurrió en la vereda La Granja de Ituango, un territorio muy afectado por el conflicto armado. Es una familia que sufre la desaparición de dos menores de edad, un hombre y una mujer. Las desapariciones se dan con dos días de diferencia, luego transcurren dos años entre la entrega de un cuerpo y el otro. La historia muestra lo difícil que es para una familia la desaparición de un ser querido, la búsqueda, el reencuentro y la transformación de su vida después de que recuperan los cuerpos. La otra historia transcurre en la ciudad, en la Comuna 13 de Medellín, durante la Operación Orión. Es un trabajo fotográfico en la voz de la víctima a partir de su diario personal, es una forma narrativa de la memoria en una combinación de archivos construidos por Jhonatan, el chico que fue desaparecido a los 15 años, pero también en un encuentro de fotografías que hice en el camino y que coincidieron con el relato que él hace en el diario.

¿Qué importancia cobra tu trabajo, tu archivo, para el momento que vive el país?

Uno empieza a mirar ese trabajo y se da cuenta de que no son fotografías aisladas. El valor de mi archivo fotográfico es que la fotografía se vuelve una prueba; con el tiempo se convierte en documento histórico que testifica. Ese documento sirve porque narra, interpreta e interpela al otro, le hace preguntas, lo cuestiona y genera un diálogo desde lo visual, lo oral y lo testimonial. Este archivo también da cuenta de las transformaciones del conflicto, de sus dimensiones y del relato de voz fotográfica de una persona que lo ha trabajado durante mucho tiempo. De modo que sus documentos son invaluables para la narrativa de la memoria en el presente, cuando hablamos de la Comisión de la Verdad, de la Jurisdicción Especial para la Paz y de procesos de memoria desde las comunidades, pues estos no solo relatan el hecho como tal, sino que suscitan otras cosas que pueden estar en el olvido.