El 7 de junio de 1995 integrantes de los Comandos Armados del Pueblo (CAP) secuestraron a Mauricio Ortega, habitante del barrio 20 de Julio de la Comuna 13 de Medellín. Cuatro meses después, el cuerpo del niño fue hallado en La Escombrera del barrio El Salado. Este es el relato del secuestro y la historia de resistencia de su familia.

Por: Luisa Fernanda Castañeda Ruda*

Foto: Mauricio Ortega en los brazos de su padre Juvenal Ortega. Archivo familiar

El secuestro

A plena luz del mediodía del miércoles 7 de junio de 1995, mientras más de 500 estudiantes salían para sus casas, luego de terminar su jornada escolar en la Institución Educativa Concejo de Medellín en el barrio Calasanz; Mauricio de Jesús Ortega Madrid, un niño de 13 años de edad, es arrebatado por varios hombres de los brazos de su sobrino, Luis Enrique Madrid, y es montado a un vehículo de carga tipo “jaula”.  A gritos y aferrado a la camiseta azul de su sobrino, el niño decía: «¡Kike no me dejes llevar, Kike ayúdame por favor!», según lo relata uno de sus hermanos mayores, Juvenal Ortega Madrid.

No bastó el clamor de Luis Enrique, ni el de los compañeros y muchos menos el de la profesora, para que los hombres arrancaran a toda marcha con el menor de edad por la amplia calle 83 en dirección norte. Desde ese momento, Mauricio se convirtió en uno, de los varios niños secuestrados por las milicias que dominaban el territorio de la Comuna 13, San Javier.

A Mauricio lo secuestraron los Comandos Armados del Pueblo (CAP) según establecieron posteriormente las investigaciones judiciales. Ese mismo grupo armado secuestro luego a otros dos menores provenientes de la ciudad de Cali, quienes estudiaban en el Colegio Hogar de su Niño, ubicado en todo el corazón de San Javier.

Los menores de Cali fueron rescatados meses después, luego de que sus familias recibieran una prueba de supervivencia en donde se les veía eufóricos por el histórico gol del futbolista René Higuita con la selección Colombia en el mundial de 1995, durante un partido amistoso con la selección Inglaterra.

 

Pasión por el fútbol

Mauricio tenía el cabello castaño oscuro y muy lacio, cachetes grandes y colorados como los de su madre, y unos kilos de más, como su hermano Juvenal. Aún, después de los prolongados tratamientos, conservaba ciertos rasgos de la hidrocefalia y meningitis con la que había nacido: unos pequeños ojos negros, casi sepultados por sus delineadas cejas, una leve frente prominente y una voz chillona.

Era un apasionado del fútbol que se estremecía con todo lo relacionado con su Atlético Nacional: con los partidos, a los que lo llevaban sus hermanos mayores, y con los llaveros en forma de abanico con varias fotografías del futbolista Andrés Escobar, un obsequio que Mauricio había pedido por varios días y que Omar, su cuidador personal, le había comprado en el Centro de Medellín.

Era jocoso y extrovertido. Jugaba a ser el comandante de las tropas que convocaba con los vecinos de su edad y correteaba todas las tardes, después del colegio, la oficina de su papá, Juvenal Ortega Arango, un próspero comerciante dueño de la Ladrillera El Socorro en la Comuna 13. “Él llegaba, tiraba los zapatos y la maleta al piso y me decía: «Chila ayúdame a subirme que tengo que hacer tareas». Se apuntalaba en el borde de la silla con su pie y yo lo cogía de atrás, para que se montara a mi escritorio. Al rato, se cansaba de estar sentado y se volteaba boca a abajo, estiraba los pies, pero como era tan pequeño, yo lo corría con mis manos hasta el final del escritorio, para poder seguir trabajando”, cuenta Martha Cecilia Ángel, ex secretaria de la Ladrillera El Socorro.

“El gracioso enanito”, dice su hermano, se dejaba deslumbrar por las máquinas tragamonedas que eran comunes en aquellos años en las tiendas de su barrio natal: el 20 de Julio.  Por ser el hijo del dueño de la Ladrillera El Socorro, más conocida entre los vecinos como “El Tejar”, y de doña Gabriela del Socorro Madrid Ortega, una mujer trabajadora; gozaba de particulares privilegios en los establecimientos públicos, entre ellos los sitios con tragamonedas, tanto así que contaba con su propia banca que le permitía inclinarse unos centímetros hacia arriba, para llegar hasta la abertura donde se insertaba la moneda y se jalaba la palanca.

 

La búsqueda de los Ortega

Luego del secuestro de Mauricio Ortega, la rectora de la Institución Educativa Concejo de Medellín se comunicó con sus familiares; los Ortega se estremecieron con la impactante noticia, comenzaron la incansable búsqueda en compañía del Unase y, durante varios días, recorrieron las calles de su barrio y los sectores aledaños preguntando dónde estaba su hijo. Las personas del barrio especularon que las milicias eran las autoras materiales del secuestro, pero no existían las pruebas que confirmaran las suposiciones de los habitantes.

 Juvenal Ortega, hijo, asegura que estuvieron ocho días sin saber nada de Mauricio: “Llorábamos y le pedíamos a Dios que lo cuidara mucho porque él era un niño muy enfermito y aunque era inteligente y se valía por sí solo, cualquier cosa lo podría enfermar aún más. Luego nos llaman y nos dicen que lo tienen y que está bien, pero no nos dicen nada más. Intentamos mantener la calma, pero estábamos muy angustiados. Escuchábamos algunos comentarios de la gente que decía que los del barrio tenían a mi hermano, pero ninguno era capaz de sostenernos lo que decían, porque tenían miedo de hablar. Me hice el fuerte y fui a buscarlos, pero alias “Ciano” — comandante de las milicias en el barrio El Salado— me aseguró que no tenía ni idea de lo que yo les estaba hablando”.

Juvenal también relata que su padre seguía yendo al Tejar con la esperanza de que alguien le tocara la puerta de la oficina y le diera razón de su hijo: “Mi papá quedó muy afectado por lo de Mauricio. Sus ojos eran en sangre viva, como si estuviera llorando, pero sin lágrimas. Ya no era tan alegre. No dormíamos, imaginábamos que iban a secuestrar a alguien más y, en medio de esa intranquilidad, alguna vez pensamos que irnos del barrio sería lo mejor, pero mi papá nunca lo permitió y decía que ahora más que nunca teníamos que quedarnos para ver regresar a Mauricio”.

  

Conflicto armado en San Javier

Una de las estrategias que tenían las milicias que operaban en la Comuna 13 de Medellín para financiar sus estructuras, era retener a los comerciantes de los barrios de San Javier y pedir excesivas sumas de dinero a sus familias a cambio de la libertad. Posteriormente, los niños comenzaron a engrosar la lista de secuestrados en la zona, la violencia se agudizó, los empresarios cerraron los establecimientos y cientos de habitantes se desplazaron a otras zonas de la ciudad huyendo del terror.

 Los 19 barrios que componen la Comuna 13 y en especial los ubicados en las periferias como Blanquizal, Las Independencias, Juan XXIII, La Divisa y El Salado, fueron entre los años 1995 y 2002 escenario de disputa territorial entre los grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y los grupos de milicias urbanas, entre esos los Comandos Armados del Pueblo (CAP), organización gestada oficialmente en la comuna en febrero de 1996, según información de la Dirección de Análisis y Contexto de la Fiscalía (Dinac) referida en sentencia del 9 de septiembre de 2016 de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín contra Fredi Alonso Pulgarín Gaviria, alias “La Pulga”, ex integrante de los CAP.

La sentencia indica que la ideología de los CAP fue instalada por la organización guerrillera Ejército de Liberación Nacional (ELN) y que, en sus inicios, los líderes de los CAP “recibieron instrucción militar en tácticas y técnicas de lucha guerrillera en campamentos del ELN”. Gracias a los conocimientos infundados, los CAP se convirtieron en especialistas en secuestrar a varios habitantes de la Comuna 13, aunque su modus operandi también incluía: robarlos, extorsionarlos, torturarlos, matarlos y desaparecerlos. La expansión de las guerrillas y los paramilitares a la ciudad de Medellín, condujo a que el Departamento de Antioquia se convirtiera en el principal territorio bélico de Colombia, tal y como lo indica el Centro Nacional de Memoria Histórica en su trabajo Medellín: Memorias de una guerra urbana.

 

De los ladrillos a las balas

A mediados del siglo XX, la Comuna 13 se fue poblando de familias víctimas del desplazamiento forzado provenientes de diferentes zonas rurales de Antioquia impactas por el conflicto armado. Su propósito era huir de la violencia en el campo y las laderas de San Javier se convirtieron en una esperanza para comenzar de nuevo y construir sus anheladas casas.  El 20 de Julio, fue el segundo barrio que se fundó en la Comuna 13, después de El Salado y fue oficialmente un barrio de la ciudad de Medellín en el año 1954.  Los habitantes fueron construyendo coloridas casas en el sector y sólo tenían a su alrededor extensos potreros, la parroquia Las Bienaventuranzas y la Ladrillera El Socorro.

La Escombrera ubicada en El Salado, el barrio contiguo, no era ni rastro de lo que los expertos hoy denominan como “la fosa común urbana más grande del mundo”. No estaban aglomeradas las toneladas de escombro que hoy tiene el lugar, ni mucho menos se denunciaba que hubiera cuerpos enterrados allí, por el contrario, “era una extensa zona verde donde nosotros, cuando éramos niños, íbamos a jugar, a hacer sancochos y a bañarnos en los charcos”, dice Juvenal.

 La Ladrillera El Socorro, se convirtió para las familias del sector del 20 de Julio en un sinónimo de oportunidad, pues la empresa les habría las puertas para que pudieran trabajar y construir sus casas a través de los asequibles créditos que les otorgaba.

Doña María Amparo Correa relata que: “A muchas personas que llegamos al barrio sin nada, la ladrillera nos dio trabajo. Allí, yo tuve un caspete por muchos años, mi esposo trabajaba con los adobes y mis hijas cuando salieron del colegio, comenzaron a trabajar como secretarias”. También asegura que el 80% de las casas del barrio 20 de Julio tienen el sello de la ladrillera. “Don Juvenal y su familia nos dejaban sacar el material que necesitáramos con el compromiso de que fuéramos cumplidos con las cuotas y por eso es que muchos vecinos le debemos a la familia Ortega que tengamos una casa”.

Al paso de los años, exactamente en los sesentas, los habitantes del 20 de Julio se vieron rápidamente rodeados de vecinos producto de un proceso de apropiación irregular de predios que convirtió varias zonas de la comuna en amplio asentamiento subnormal. Lo que sucedió en las lomas de San Javier fue catalogado por el periodista Ricardo Aricapa en su libro Comuna 13: crónica de una guerra urbana, como “la invasión más densa y extendida de la ciudad”; pues en tan solo cinco años, más de cinco mil personas llegaron a ocupar las zonas que hoy tienen por nombre Nuevos Conquistadores, Independencias I, Independencias II e Independencias III.

La Comuna 13 creció y el Gobierno Nacional comenzó a proveer bienes públicos a los habitantes de las periferias: acueducto, alumbrado público, escuelas y vías; pero el desarrollo, la densidad poblacional, la marcada pobreza y el estratégico sector, trajeron consigo la desgracia de los barrios: la violencia, que se agudizó con la confrontación armada entre los grupos de milicias: el Frente Urbano Jacobo Arenas de las FARC, el Frente Urbano Luis Fernando Giraldo Builes del ELN, los Comandos Armados del Pueblo (CAP); la Fuerza Pública: Ejército y Policía; y los grupos paramilitares: las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio y, posteriormente, los bloques Metro y Cacique Nutibara, anexando también a la confrontación las bandas delincuenciales.

 

Asesinato de “Joaquincito”: ficha clave en la investigación

Los CAP habían llegado a la Comuna 13 con un discurso de limpieza social y en el mismo año en el que habían secuestrado a Mauricio Ortega, reafirmaron ante la comunidad a lo que habían llegado: le sentenciaron la muerte a “Joaquincito”, un joven consumidor de marihuana habitante del barrio El Salado.

Una tarde de septiembre de 1995, exactamente en el sector “El Hoyo”, detrás de la Parroquia la Divina Pastora, el joven regresó a la casa de su madre y los integrantes de los CAP no le perdonaron la vida. Según cuenta Juvenal Ortega, “Ingresaron a la casa a matarlo y la mamá logró salir corriendo a la calle dando aviso a unos policías que iban patrullando, pero ya era muy tarde, lo habían matado. Ahí capturan a alias “Franklin”, “Jota”, y “Lucas” -milicianos comandados por alias “Ciano”- y la gente ya sin miedo, comenzó a señalarlos y a asegurar que tenían a mi hermano”.

Durante un mes, el Unase y la Policía Nacional, investigaron a los integrantes de las milicias que fueron capturados y llevados a la Cárcel de Bellavista en Bello. Las posteriores denuncias de la población contribuyeron a que las investigaciones arrojaran que alias “Franklin, “Jota” y “Lucas”, tenían secuestrados a los dos niños de Cali. Inició un operativo y allanaron la casa donde vivía alias “Franklin” con su familia, ubicada en la parte alta del barrio El Salado y los niños fueron rescatados.

El seguimiento continuó porque los agentes del Unase tenían indicios que apuntaban a que los milicianos también habían tenido en ese lugar a Mauricio de Jesús Ortega Madrid.

 

A unos pasos

“Alias “Lucas”, casi que llorando, le dice a la Policía que el niño se les había enfermado en cautiverio y que sí, sí habían dado la orden para matarlo”, comenta su hermano. Las presiones que ejerció el Unase sobre los reclusos, para dar con el paradero del menor de edad, dieron resultado y alias “Lucas” a través de un croquis, desde la cárcel, dio las coordenadas exactas de cómo llegar al lugar donde lo habían enterrado.

El 10 de octubre de 1995, en la profundidad de la tierra y al lado de un pino, en la Escombrera, el Unase halló el cuerpo de Mauricio. Con las lágrimas en los ojos, su hermano Juvenal Ortega, mayor que él 18 años, recuerda que fue el primero que lo identificó: «Me asomé a la fosa y vi a mi hermano. Lo vi ya séquito, ya no se veía entero. Volteé a ver a mi madre y le dije «sí es». Lo único que se identificaba era su jean color índigo, la camisa de color azul celeste, la maleta con la que iba al colegio y el llavero del Nacional que siempre cargaba”.

La presencia del Ejército Nacional, el detonante ruido de las sirenas del helicóptero que sobrevolaba el lugar y las incómodas preguntas de la periodista de Caracol Noticias, hacían que la madre del menor sintiera la misma rabia, impotencia y dolor que la afligió aquel miércoles 7 de junio, cuando la rectora del colegio le dio la noticia de que habían secuestrado a su niño.

 

Mauricio reconoce a sus secuestradores

La hermana de alias “Franklin”, quien fue sorprendida en medio del operativo con los dos niños provenientes de la ciudad de Cali en su poder, por medio de las declaraciones que dio en la audiencia de imputación de cargos, le dio un giro radical a la historia del secuestro de Mauricio, confesando detalles que ni la familia Ortega ni la Policía Nacional conocían.

“Ella decía que mataron a mi hermano porque él los reconoció: a uno por que trabajaba con nosotros en la ladrillera y a otros porque los veía patrullar por el barrio pidiendo vacunas. Además, aseguró que alias “El Flaco” era el que le había propiciado los dos tiros en la cabeza a Mauricio”, dice su hermano.

El asesino fue capturado y judicializado dos años después y la Fiscalía le imputó cargos de homicidio agravado. Pagó siete años de cárcel junto a los autores intelectuales del secuestro y luego de cumplir su condena, estando en libertad, fue asesinado en la Comuna 13.

Hoy, 26 años después del fatal suceso, ningún integrante de la familia Ortega vive en el barrio 20 de Julio, aunque no dejan de frecuentarlo. Los hermanos Saúl y Gabriela visitan de vez en cuando a algunos cuñados y nietos que viven allí, doña Gabriela sigue yendo a la casa de su amiga María Amparo Correa, y Juvenal Ortega, hijo, continúa recorriendo día a día las calles del barrio para ir a trabajar.

Juvenal, decidió continuar con el negocio de la familia a unas cuantas cuadras del antiguo lugar, ubicado a pocos metros de la parroquia Las Bienaventuranzas. El nuevo negocio lleva por nombre Depósito y Ladrillera El Socorro, y es solo una pequeña fracción de los 60 mil metros de terreno que tenía su padre.

El comerciante admite que el barrio ha cambiado y ahora es más seguro, ya no secuestran y tampoco matan a cualquier persona, pero siguen existiendo grupos armados que piden impuestos indirectos, y añade que él ha aprendido a manejar ese tipo de situaciones.

Cuando le pregunto si siente miedo de que le pueda pasar lo mismo que a su hermano, responde: «¡Claaaaro! Pero, ¿si me pongo a pensar en eso qué? Uno podría pensar que lo pueden secuestrar aquí y en cualquier parte, pero vivo una vida tranquila, sin muchos lujos y sin meterme con nadie. Amo y adoro mi barrio porque aquí me crie, me enamoré por primera vez y aquí nació mi primera hija. Cuando yo me vaya de este lugar, será porque me podré ir a descansar a mi casa, de lo contrario aquí seguiré viniendo a trabajar todos los días, sin miedo”.

 


* Este artículo es producto del trabajo realizado por el autor en el Curso de periodismo, memoria y conflicto desarrollado por Hacemos Memoria en Alianza con el Museo Casa de la Memoria en 2019.