El nuevo documental de Marta Rodríguez repasa las formas cruentas con las que el conflicto armado ha golpeado durante décadas al pueblo Nasa del Cauca y destaca su persistencia por la paz en medio de las adversidades de la guerra.

Por: Adrián Atehortúa

Cada semana, un grupo de niños y jóvenes del pueblo indígena Nasa, en el departamento del Cauca, se reúnen para tomar clases de música en las que aprenden a interpretar los instrumentos tradicionales de su comunidad. Los pequeños intérpretes, que pasaron por atrocidades indecibles perpetradas por los diferentes actores del conflicto armado colombiano, han conformado una banda sinfónica de arraigados sonidos aborígenes, como pocas en Colombia, que reivindica sus cantos y sus visiones a través de melodías.

Las historias de lo que vivieron estos niños y jóvenes, y la forma en la que hoy se dedican a la música como una manera de reconstrucción del tejido social de su comunidad, que fue destrozado sin interrupciones desde el periodo de La Violencia a fines de los años cuarenta, conforman el relato principal del documental La sinfónica de los Andes, la obra más reciente de la mítica cineasta colombiana, Martha Rodríguez.

El documental acaba de estrenarse en el país. Es lineal, alejado de toda magnificencia cinematográfica y está hecho con cortes sencillos. La historia se desenvuelve con gran naturalidad entre los personajes que presenta y el paisaje rural, sereno y agreste que le sirve de escenario. En otras palabras, capta con sencillez el ambiente estrictamente necesario para no restar protagonismo a quienes se han puesto frente a la cámara con la confianza que depositan en la realizadora.

Con el mismo ímpetu con el que ha hecho toda su carrera, que se enfoca especialmente en las vidas de los marginados y olvidados del país, en su nueva entrega la documentalista plantea una pregunta siempre pertinente: ¿qué ha de ser de los niños que hoy todavía viven en medio de la guerra? Para dar una respuesta alternativa a un camino que no sea más violencia, toma como ejemplo a este grupo niños y jóvenes provenientes de familias campesinas e indígenas que, por voluntad o casualidad, han encontrado una forma de canalizar ese flagelo en la música.

Pero ese panorama ideal es la excepción a la regla. La violencia parece ineludible y para mostrar su riesgo insondable, como un contraste a ese camino que propone, el documental muestra sin rodeos las historias de violencia por las que pasaron quienes ahora son adultos en la comunidad Nasa.

Los relatos se cuentan de corrido, de su viva voz, sin artilugios y con la carga seca y directa del dolor que produjeron. Sobrevivientes de explosiones, de masacres, madres y padres que perdieron a sus hijos, personas que tuvieron que huir de su tierra dejando a la deriva los cuerpos de los suyos recién asesinados… todo contado sin alicientes.

Eso hace que el documental tome el carácter firme y determinado que siempre ha mostrado Marta Rodríguez en sus producciones. Como pocas películas nacionales del momento, hace visual y latente la Colombia que se ha presentado en los medios como un paraje recóndito, y la acerca a un estado de pureza tan intacto como se puede para contar, con la naturaleza y el respeto que requiere el caso, la realidad de un departamento complejo como el Cauca.

Sin perder el enfoque en la importancia trascendental que tienen iniciativas como la de esta banda musical de niños y jóvenes, y ese brote de esperanza que representa tanto para sus vidas, como para las de sus familiares y su comunidad, La sinfonía de los Andes no deja de ser un documental que incomoda al espectador. No es para menos, las historias de los más afectados suelen estar marcadas por un profundo caos de sensaciones producto de la violencia. Y, sin duda, Marta Rodríguez ha podido construir nuevamente una manera viable y ejemplar de retratarlo.