El 26 de abril de 1990 fue asesinado por el paramilitarismo Carlos Pizarro Leongómez, quien tras desmovilizarse emprendió una campaña presidencial. La representante a la Cámara, María José Pizarro, su hija, ha dedicado parte de su vida a rescatar la memoria y el legado de su padre.

Entrevista por Adrián Atehortúa

Mi infancia fue una infancia diferente, en la clandestinidad. Mis primeros recuerdos son en la cárcel. Nací justo cuando el M-19 se había robado las armas del Cantón Norte de Bogotá. Eso implicó que mis padres entraran en la clandestinidad. Mi madre me dejó con mi abuela y no volvimos a saber de ellos hasta que los detuvieron. Pasaron 26 días de torturas y luego los trasladaron a la cárcel.

Los primeros años de mi vida iba el primer domingo de cada mes a La Picota (que es el día en que dejan entrar a los menores a hacer visita en la cárcel) a ver a mi padre y cuando podíamos viajaba a Bucaramanga, donde estaba presa mi mamá. De las visitas a mi madre, me acuerdo mucho un día que me dejaron pasar la noche con ella. Para mí era todo como un juego y recuerdo que el camarote me parecía una cama de princesas, lo veía como la cosa más divina del mundo, llena de velos, que en realidad eran las sábanas y las cobijas que ella colgaba para tener algo de privacidad en la celda que compartía. Recuerdo que, en las visitas a mi padre en la cárcel, se esforzaban mucho para que los niños no sintiéramos un ambiente sórdido o de tensión: se disfrazaban, nos hacían actividades recreativas, juegos, a veces había payasos… Me acuerdo mucho que a la entrada teníamos que pasar por un pasillo del frenocomio, que es donde tienen a los locos, y los guardias nos advertían que teníamos que caminar derechito y con mucho cuidado porque los presos de esa zona siempre intentaban cogernos con las manos a través de las celdas… Ya en el patio de los presos políticos, donde tenían a mi papá, me acuerdo mucho de jugar trepándome en las rejas de la cárcel. A la salida, también recuerdo estar diciéndole al policía o al vigilante que dejara salir a mi papá. Ellos siempre decían que no podían y yo respondía que por favor lo dejaran salir, que él no iba a hacer nada.

En 1982, cuando mis padres salieron libres, nos fuimos a vivir a La Habana. Allá mi papá estaba formando una escuela militar y mi mamá y yo vivíamos en el Hotel Inglaterra. Era la primera vez que podíamos vivir en un espacio de cotidianidad, fuera de la cárcel. Con el tiempo sabría que muchas de las personas que habitaban el Hotel Inglaterra pertenecían a movimientos guerrilleros de todas partes del mundo. Cuando mi papá no estaba, uno iba por el hotel hablando con los hijos de otros comandantes guerrilleros… era un lugar donde todos se podían congregar.

En las tardes de La Habana salíamos mamá, papá y yo a caminar por la ciudad. Recuerdo que bajábamos desde Pinar del Río, donde alguna vez nos dieron una casa, hasta la playa. Nos sentábamos a mirar el atardecer y el mar y mi papá empezaba a contarnos historias de piratas. Le encantaba leer, leía muchísimo y le fascinaban las historias de piratas y de ciencia ficción… a mi hermana mayor y a mí siempre nos hacía listas de libros que debíamos leer y siempre estaba El corsario negro o cualquiera de Emilio Salgari, o de Jules Verne, o de Isaac Asimov o de Ray Bradbury… Al ver los barquitos a lo lejos, desde la playa, mi papá empezaba a inventarse historias de corsarios, de aventuras, de ciencia ficción o nos contaba las que ya se sabía… Fue también en las playas de La Habana que mis papás me contaban como cuentos las historias de Cien años de soledad. Me hablaban de Remedios, La Bella y del coronel Aureliano Buendía… Yo en esa época dibujaba mucho y hacía muchos dibujos de lo que ellos me contaban.

En La Habana vivimos nueve meses. De ahí me fui con mi mamá a Nicaragua donde vivimos en casa de sandinistas. Pasamos unos meses ahí y luego regresamos a Colombia. Mis padres se fueron a conformar el Frente Occidental y yo me quedé en Cali, en casa de mi abuela paterna. Era bueno porque de alguna manera estábamos cerca. Empecé a tener una vida de “niña bien” de este país: estudiaba en un colegio femenino muy cachetudo de Cali, el Liceo Benalcázar; íbamos a misa los domingos, luego a clases de natación, y en las tardes al Club San Fernando a comer papas fritas, y en fin… mientras tanto mis papás iban tomándose Corinto y Yumbo, y yo no era consciente de todo eso, todavía era muy niña. De repente, algún día en casa me decían “vamos al cumpleaños de Perenganita…”. Yo, ni idea de quién era. Subíamos al carro, andábamos y andábamos y terminábamos en una casa en la que yo nunca había estado y después de estar ahí un rato de repente entraba mi papá con el pelo rojo, o mi papá completamente calvo, o mi papá con un afro… Era la forma en que podíamos vernos. Nos pasábamos esas tardes jugando tanto como podíamos. Luego, se acababa la visita. Y hasta la próxima vez, que nunca sabíamos cuándo sería…

De a poco me daba cuenta de la tensión sobre la seguridad de mi padre. Recuerdo mucho un día en que de repente en las noticias dijeron: “Mataron a Carlos Pizarro Leongómez”. Era todo un descontrol, mi abuela llorando, todo el mundo en mi casa llorando… Luego, venía el proceso del reconocimiento del cadáver. Esa vez en las noticias mostraron una foto y se parecía mucho a mi papá. Cuando fueron a ver, no era él. De repente todos sentíamos un respiro. Eso pasaba todo el tiempo y no por eso cada vez era menos tensionante.

Un día me dijeron otra vez: «vamos al cumpleaños de Pepita». Nos subimos al carro y anduvimos y anduvimos. En la vía nos paraba un retén militar y luego otro y mi tía siempre decía: «vamos a un cumpleaños…». Luego, vinieron más retenes pero esta vez de la guerrilla. Mi tía se bajaba y saludaba a todos de pico en la mejilla, se abrazaban. Así terminamos en el monte en un campamento de la guerrilla. Hoy en día, después de todo el ejercicio de memoria que he hecho, sé que era en un lugar cerca a Corinto. Ahí estuvimos esperando y esperando pero a mí todo me parecía una aventura. Recuerdo que empecé a jugar a la guerra, a que me escondía en las trincheras (en las trincheras de verdad). Yo no podría decir que tuve una infancia difícil. Al contrario, yo me sentía como en una película de espías, en una película de aventuras todo el tiempo. Ese día, luego de mucho rato, mi papá llegó. Como eran tan esporádicas las ocasiones en que nos podíamos encontrar, para mí era el momento más esperado, soñaba con eso todos los días. Después de verlo no había nada más… había que hacer en una tarde lo que no podíamos hacer en tres, cuatro, seis meses. Mi papá era dulce, tierno, suave, absolutamente cariñoso, le gustaban los niños. Esa tarde nos la pasamos jugando. Fue la única vez que estuve con él en un campamento.

A mí nunca me dijeron mentiras sobre lo que hacía mi papá. Yo sabía que era guerrillero. Él siempre me explicaba su causa: me decía que él luchaba para que todos los niños tuvieran lo que nosotros teníamos, para que todos tuviéramos un país mejor. Solo fui consciente del peligro que corría después de la toma del Palacio de Justicia. Nuevamente teníamos que salir al exilio. Yo necesitaba la autorización de mi papá para salir porque llevaba su apellido, pero él ya era el comandante del M-19 y no era que él pudiera ir a una notaría como si nada. Ahí fue que me tuvieron que poner otro apellido. Ya en el aeropuerto, a punto de tomar el avión, se corrió el rumor de que Carlos Pizarro estaba en un avión. Yo no tenía ni idea. Fue el susto más horrible porque todos sentían que nos iban a coger, porque en realidad sí nos podían coger a todos ahí en ese momento. Solo hasta que llegamos a Panamá pudimos descansar. Ahí fue que mi papá logró interceptar las conversaciones del Ejército en las que decían que sabían dónde estaba yo, que vendrían por mí. Fue entonces que mi papá decidió que yo no podía regresar a Colombia. Pasaría cuatro años en el exilio con mi abuela, primero en España y luego en Francia. En todo ese tiempo no pude ver a mis papás o comunicarme con ellos. El mayor contacto que tuve fueron algunas cartas. Ahí conocí la soledad. La ausencia era lo que dolía.

En Europa me deprimí mucho. Como mi abuela me veía tan mal, llamó a mi mamá y le dijo que yo debía regresar a Colombia. Mi mamá le dijo que si yo regresaba me podían matar. Entonces mi abuela le dijo: «mejor muerta que infeliz». Me compraron un pasaje y me enviaron sola a Colombia. Tenía 9 años. Cuando llegué a El Dorado vieron mi pasaporte de exiliada política y me llevaron a un cuarto en el que había algunos policías. En una de las paredes del cuarto había un cartel con la foto de mi papá de frente y de perfil y con un letrero que decía «Se busca». Cuando empezaron a revisar mi pasaporte, casi me muero. Recuerdo que las policías que estaban revisando estaban inmersas en una conversación en la que una le contaba a la otra que el marido le había puesto los cachos y cosas así… No se percataron de quién era yo. Cuando salí, pasé quince días en una casa de seguridad, donde no me dejaban salir hasta asegurarse de que todo estaba en calma. Luego de eso llegué por fin a casa de mi mamá, que quedaba en la 60, abajo de la Caracas. El edificio aún existe pero ahora está muy degradado. Pasó muy poco tiempo para que empezaran a llegar la amenazas: llamaban a casa y decían que sabían que en mi casa tenían algo que ellos querían (yo), todos los días había policías encubiertos haciendo ronda. Mi mamá puso un anuncio en el periódico de «se vende casa por motivo de viaje», vendió todo lo que pudo y nos fuimos por tierra a Ecuador. Mi regreso no duró más de un mes.

En Quito vivíamos en unos condominios llamados El Inca, al frente de una fábrica. Mi mamá no tenía papeles, por eso no conseguía trabajo, entonces hacía telares y los vendía. Después de un año largo sin saber nada de mi papá, recibimos una llamada suya. Había pasado todo ese año tratando de ubicarnos, por fin nos había encontrado y nos pedía que fuéramos a Colombia para pasar Navidad juntos. Entonces vinimos a Colombia en un viaje de más de veinticuatro horas por tierra. En Bogotá nos recibieron unos hombres, nos montaron a un carro, nos vendaron los ojos y después de algunas horas más de recorrido, por fin nos bajamos y estábamos en una finca. Y en la finca, mi papá y algunos de sus compañeros. No sé si a mi papá le gustaba la Navidad, pero sí le gustaba la fiesta, estar con nosotros. Incluso ahí, en la finca, se la pasó de reunión en reunión y cuando tenía un momento se quedaba con nosotros. Recuerdo que por esos días daban Los pecados de Inés de Hinojosa y los guerrilleros no se la perdían por nada, les encantaba por lo transgresora que era. También recuerdo que en ese diciembre nos la pasamos mucho tiempo jugando Risk: a mi papá le encantaba ese juego y un día, en la última jugada, mi hermana le ganó por Kamchatka y él se enojó porque era mal perdedor en los juegos de mesa. Fue muy parecido a Kamchatka, la película argentina, y por eso cada vez que la veo me acuerdo él. De ese diciembre me acuerdo mucho, especialmente que estaba de moda la canción Nuestro sueño, del Grupo Niche. Mi papá y yo la bailamos aquella Navidad. Yo apenas tenía diez años y estaba aprendiendo a bailar y mi papá era un pésimo bailarín, descoordinado, tieso… Pero bailábamos esa canción, Nuestro sueño. Siempre que la escucho me acuerdo de él y de nuestro baile.

En esa Navidad mi papá nos dio una gran noticia: pensaba firmar la paz. Nos dijo que entonces podíamos volver a Colombia. Así lo hizo, así lo hicimos. Fue también ahí que había empezado a usar el sombrero y el bigote con el que la gente lo reconoce en casi todas las fotos. Los usaba porque como todavía era perseguido, así le era más fácil pasar desapercibido, como un campesino de la zona que, mucho tiempo después me enteraría, era Mesitas del Colegio. Pero antes de eso yo nunca había visto a mi papá con sombrero o bigote.

Cuando volvimos al país mi papá firmó la paz, se desmovilizó, llegó a Bogotá. Empezó a hacer campaña y yo andaba con él para todas partes, no me le quería despegar. Por fin, después de mucho tiempo, mi familia volvía a tener una esperanza, era más cercana la posibilidad de tener una casa, una seguridad. Sin embargo, las cosas empezaron a ponerse tan terribles que mi mamá dijo que lo mejor era que él ya no me llevara a sus cosas. Recuerdo mucho que un día mi papá nos invitó a cenar a mi hermana y a mí a un restaurante llamado Tamarindo, que quedaba en la 70, arriba de la Séptima. Llegó muy tarde y cuando se sentó notamos que no traía puesto el chaleco antibalas. Mi hermana le dijo “Carlos, ponte el chaleco antibalas… ¿por qué no te lo pones?”. Él le respondió: “Porque si me van a matar pues me meten un tiro en la cabeza y el chaleco antibalas no me sirve para nada…”. En ese momento las dos nos quedamos frías. Al final, él agregó: “Muy posiblemente a mí me van a matar muy pronto. Por favor no me olviden”. Y ya, al otro día lo mataron por la mañana. Solo habían pasado 45 días desde nuestro regreso.

Mucho tiempo después, en el exilio de nuevo, estudiando, empecé a interesarme en hacer un ejercicio de memoria. Vinieron los documentales que he hecho, el libro, la exposición… He hablado con toda la gente con la que me fue posible hablar que había conocido a mi papá: amigos, compañeros, enemigos, gente que se enfrentó a él. Todos coinciden en una cosa: Carlos Pizarro era un hombre que tenía honor. Lo dicen sobre todo los militares que combatió. Recuerdo una vez que me dijeron que, en Miranda, Florida, uno de estos municipios en el Valle, el M-19 combatió durante muchas horas hasta que se tomaron el pueblo. Al final, la gente que estaba en el puesto de policía se rindió. Mi papá ordenó a los guerrilleros que hicieran una fila en el parque principal del pueblo y le rindieran honores a los militares por la valentía con que habían combatido. Desde que me lo contaron siempre me ha parecido una anécdota muy diciente de su comportamiento en la guerra.

Yo tengo los más bellos recuerdos de mi padre. Poquitos, pero los más bellos. Me hubiera gustado que fueran más.