Ese mirar hacia abajo es también una forma de mirarse a sí mismo, de indagar en lo más profundo del ser humano para comprender el porqué de ciertos acontecimientos.

Por: Sandra Patricia Arenas Grisales
Profesora de la Escuela Interamericana de Bibliotecología

La materialidad que simboliza la memoria nacional de las epopeyas, las conquistas y las transformaciones por lo general nos obliga a mirar hacia arriba, en dirección a un lugar en lo alto desde el cual se nos presenta la magnificencia de un pasado remoto. Tal como lo analizó Pierre Nora, esos lugares de memoria tienen un carácter simbólico, material y funcional. A ellos recurre la historia que nos enseñan en la escuela para hacernos sentir parte de una comunidad imaginada; es en ellos donde se celebran las conmemoraciones para recordar los vínculos artificiales sobre los cuales se crea una identidad nacional; a ellos asistimos los turistas a tomarnos la foto que subiremos a las redes sociales para mostrar, sin lugar a duda, que por allí pasamos. En pocos casos esos lugares de memoria nos hablan del dolor, de la división, de lo turbio de ese pasado.

En una visita reciente a Alemania[1] pudimos constatar la complejidad de esos lugares de memoria: la Puerta de Brandeburgo, el Museo de Pérgamo, la Catedral de Berlín, entre otros, que simbolizan el esplendor del pasado alemán; pero también la entrada a la Casa Wannsee, donde se planificó la “solución final a la cuestión judía”, o el memorial de Buchenwald, antiguo campo de concentración posteriormente convertido en campo especial durante la República Democrática Alemana; el Archivo de la Stasi o lo que queda del muro que dividía en dos a Berlín, marcas de la segunda dictadura del siglo XX. Estos espacios nos obligan a levantar la mirada. En el primer caso, para contemplar la grandeza y el poder; en el segundo, para recordarnos el horror de la Segunda Guerra Mundial, el absurdo de los campos de concentración, el control silencioso de un sistema totalitario y vigilante.

Levantamos la mirada para contemplar la historia. Y si algo aprendimos en este recorrido es la importancia de conocer la historia, aprender de ella y hacer que nos permita comprender la realidad y los desafíos a los cuales nos enfrentamos. Estos tres elementos estuvieron presentes en cada uno de los lugares que visitamos: el Centro Educativo Anna Frank y su laboratorio de aprendizaje nos mostró el potencial de una historia de vida para poner en discusión temas actuales como la discriminación, la otredad, los cánones de belleza, la migración, la estigmatización; o el Memorial de Buchenwald, que supera una visita guiada a un museo y por el contrario estimula el análisis de lo que significó la convivencia y la adaptación de una sociedad a sistemas fascistas y totalitarios; o la visita a la Casa Wannsee y su interesante proyecto de hacer pensar sobre asuntos tan complejos como la responsabilidad individual y colectiva de lo ocurrido, la banalidad del mal; o los archivos de la Stasi y la Topografía del Terror, que nos mostraron el arte de la manipulación y lo pavorosamente actuales y actuantes que se presentan hoy esas estrategias en nuestra sociedad.

Cada una de estas instituciones tiene como base un sólido conocimiento histórico, construido a partir del valor del archivo y de los documentos que registraron esos hechos. Así, ese conocimiento busca responder a preguntas como: qué pasó, quiénes fueron los responsables, cómo pudo pasar, por qué se permitió que pasara. Pero la clave está en que no es solo una historia que permite conocer el pasado, sino una historia hecha para reflexionar sobre el presente, comprender las dinámicas sociales que incentivan y favorecen la discriminación, el odio racial, el totalitarismo, la desigualdad.

Pero si mirar hacia arriba, a esos lugares de memoria, nos permitió conocer las grandes lecciones de la historia, desviar la mirada hacia abajo, al piso, al cemento, a la tierra, nos deparó con lo invisible, con el silencio y con lo subterráneo. El sufrimiento, la pérdida y la fractura se nos puso de frente cuando, caminando desprevenidamente por Berlín, en un momento dado, miramos al piso. De repente reparamos en unas pequeñas placas de bronce, nombres y fechas que indican que en ese edificio vivieron personas que fueron deportadas a los campos de concentración. Mirando hacia abajo también fue posible encontrar las placas que recuerdan los lugares por los que pasó el muro que dividió a Berlín en dos, que separó familias, amigos, vecinos, que impuso sobre esa sociedad una división que aún hoy se hace evidente.

Podríamos decir que este giro en la mirada, hacia abajo, tiene tres dimensiones. Una primera, la mirada hacia el rastro del pasado. Las diversas formas de marcar, que no tienen la pretensión grandilocuente de los monumentos, por el contrario, buscan señalar al sujeto que sufrió, el daño concreto sobre las personas, las historias de vida truncadas por la guerra. En la calle, sobre el piso, están los nombres de aquellos que murieron, el monumento a los homosexuales o a los gitanos asesinados en los campos de exterminio; en el suelo también está la placa del Memorial de Buchenwald, con su temperatura de treinta y siete grados para recordarnos la esencia del ser humano, su calor corporal, la tibieza de la piel, la expresión de la vida. También bajo tierra, enterrados, están los vestigios de la cotidianidad en el campo, las ollas en las que se preparaba la comida, el calzado usado por los prisioneros, las botellas de Coca-Cola que llevaron consigo los americanos. En bronce, sobre la acera, están las placas que recuerdan a las personas que intentaron saltar el muro y murieron en su intento, también las flores y las piedritas que se colocan sobre los altares a los muertos.

En el antiguo campo de concentración de Buchenwald, una placa metálica recuerda a las víctimas y menciona sus nacionalidades. Foto: Víctor Casas.

Una segunda dimensión tiene que ver con un ejercicio reflexivo sobre el pasado. Ese mirar hacia abajo es también una forma de mirarse a sí mismo, de indagar en lo más profundo del ser humano para comprender el porqué de ciertos acontecimientos. Eso es evidente en cada uno de los lugares por los que pasamos: museos, memoriales, centros de investigación, todos ellos se plantean la pregunta por las condiciones que hicieron y hacen posible la guerra e indagan por formas de resolución de los conflictos que no impliquen la violencia, el exterminio del otro, la negación de la diferencia.

Fue tal vez esto lo más sorprendente del viaje, entender que la historia tiene un carácter profundamente pedagógico, en el sentido en que permite una reflexión del presente y un diálogo sobre un futuro posible. Hay una apuesta por comprender que, si bien la guerra es un acontecimiento crítico, un evento excepcional en la sociedad, se origina en las formas en las cuales nos relacionamos en la cotidianidad, con todo y lo extraordinario de su acontecer. Es un evento que se torna posible gracias a la complicidad, a no querer ver, a no sentirse implicado, al miedo que se impone.

Una tercera dimensión de ese desvío en la mirada tiene que ver con aquello que aún hoy se nos presenta invisible. Caminar por las calles del Barrio Africano, en Berlín, nos reveló esa otra historia de las relaciones coloniales y poscoloniales de Alemania, de la migración, del no reconocimiento del daño causado a generaciones que vivieron y aún hoy viven los efectos del sistema colonial. Fueron los jóvenes los que nos develaron los conflictos subyacentes a la manera como hoy se piensa y se vive ese pasado colonial, como se representa socialmente y las diversas formas de invisibilizar y silenciar esas memorias. Esos jóvenes nos mostraron que esas memorias se ocultan bajo múltiples capas y en cada una se develan complejas realidades. Es necesario acercarse a la experiencia vital de esos sujetos y comunidades para comprender las luchas que en el día a día deben dar para ser reconocidos, para tener el derecho a contar su propia historia, para encontrar los espacios que hagan posible construir sus memorias y reivindicar sus identidades.

En Berlín hay una calle llamada Afrikanische Straße, y los nombres de las calles circundantes aluden a las relaciones coloniales y poscoloniales de Alemania. Foto: Víctor Casas.

Aprendimos que los procesos de construcción de memoria son dinámicos, inacabados y que el pasado importa en la medida en que nos permite pensar nuestro presente, reconocer el daño infringido, aceptar las responsabilidades y demandar cambios. Aprendimos sobre la necesidad de un giro en la mirada, al suelo, a lo concreto de aquellas historias mínimas, de personas comunes que nos revelan nuestra propia humanidad en todas las dimensiones posibles. En fin, que el trabajo de la memoria debería estar ligado a la construcción de una sociedad más justa y democrática.

[1]Entre el 8 y el 15 de marzo de 2019, se realizó “La Construcción de la Memoria Histórica: Intercambio Académico Alemania – Colombia”, gracias a una invitación que la DW Akademie hizo a un grupo de docentes e investigadores de la Universidad de Antioquia, vinculados al proyecto Hacemos Memoria. La programación del evento incluyó recorridos por lugares de memoria, memoriales, archivos y encuentros académicos con investigadores de la Fundación para la Paz e Investigación de Conflictos de Hesse, el Centro para la Investigación de Conflictos de la Universidad Phillips de Marburg, la Universidad Goethe, de Fráncfort; el Centro para los Estudios sobre Reconciliación de Jena y un evento público en el Instituto Iberoamericano, en Berlín.

 

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.