Los hechos del conflicto armado que los medios de comunicación deciden informar no siempre reflejan todas las responsabilidades de los actores armados, pues cuando se privilegian unos hechos sobre otros, se pueden invisibilizar algunas.
Por Andrés Suárez*
La función de informar no es neutral, siempre hay una línea editorial que responde a principios políticos y éticos en la elección de los contenidos que se van a publicar y en cómo hacerlo. Los medios de comunicación son parte de las sociedades que producen los hechos que éstos informan y eso implica una incidencia de la cual no pueden sustraerse, lo que en un contexto de violencia política adquiere mayor relevancia por las disputas en torno a la verdad sobre las responsabilidades de las partes en contienda, la cual empieza por los hechos violentos y, principalmente, por aquellos que logran imponerse en la esfera pública e instalarse duraderamente en la memoria colectiva.
¿Qué informar entre tantos hechos de violencia como los que produce un conflicto armado de larga duración? ¿Qué se priorizar en medio de una violencia que se convierte en parte de nuestra cotidianidad? ¿Se informa todo lo que ilustra la cotidianidad o se privilegia aquello que la altera? Y al hacerlo, ¿se pondera que la violencia que se está reportando corresponda con lo que hacen o han hecho todos los protagonistas del conflicto armado? El criterio que prevalezca tiene consecuencias sociales y políticas, pues privilegiar unos hechos sobre otros puede introducir una distorsión, en la percepción ciudadana, sobre la distribución de las responsabilidades de los actores del conflicto armado.
El efecto acumulativo de los hechos del conflicto armado que se convierten en noticia, va moldeando las percepciones que tenga la opinión pública sobre las responsabilidades de los actores armados, generando que éstas se vayan instalando duraderamente en la memoria colectiva como certezas históricas, provocando no pocas veces distorsiones o sesgos abiertamente contradictorios con la verdad fáctica.
Uno de los criterios que siempre se discute respecto a lo que hace que un hecho sea noticia o no, suele ser su carácter extraordinario, lo que altera la cotidianidad, lo que rebasa lo ordinario, de ahí que en algunos medios se opte entonces por imponer un criterio basado en la espectacularidad, la cual puede traducirse en un hecho que registre devastación material o una letalidad de grandes dimensiones. Lo que sea más visible e impactante tiene mayores posibilidades de convertirse en noticia por el poder de las imágenes.
Considerando esto, me ocupo de las implicaciones de dicho criterio, reconociendo por supuesto que no es el único al que apelan los medios de comunicación y asumiendo que su aplicación determina una elección que dista mucho de ser de forma y que de fondo puede determinar la mayor o menor exposición pública de uno u otro actor armado, dependiendo de los tipos de hecho violento a los que recurran con mayor frecuencia unos y otros.
Una masacre, un atentado terrorista, un secuestro o una toma de un poblado, por citar algunos ejemplos, seguramente llaman mucho más la atención de los medios de comunicación que una desaparición forzada, el desplazamiento forzado de una familia, la amenaza a una persona, el reclutamiento forzada o el asesinato de una persona si éste no ha registrado actos de sevicia y si, además, ocurre en una región periférica.
Un artículo de la Revista Dinero, publicado el 22 de noviembre de 2015 con el título: ¿A cuentagotas no se notan?, captó bien este dilema al cuestionar la visibilidad que tuvo el atentado terrorista en París, el 21 de noviembre de 2015, frente a la indiferencia ante los muertos y los heridos de la violencia en Colombia. “A cuenta gotas, no se nota”, un reclamo a la visibilidad de un hecho espectacular y excepcional, que por supuesto es funcional a las estrategias de comunicación de la acción terrorista, a la amplificación y a la propagación del terror, pero que paradójicamente puede acabar invisibilizando las estrategias de los actores armados basadas en una dosificación de la violencia, justamente para que no se note. Esto implicar entender que no todas las estrategias de violencia de los actores armados pretenden publicidad, todo depende de las escalas territoriales de sus objetivos, del costo social y político de la violencia, de las alianzas en que se apoyan los actores armados y del balance de fuerzas en cada etapa del conflicto armado.
El riesgo de privilegiar la excepcionalidad del acontecimiento por su espectacularidad, es que se banalice la violencia de bajo perfil, que es más repetitiva, hasta el punto de desaparecérsela, pues lo que es frecuente y ordinario parte de la vida cotidiana, pero a fuerza de no informarse pareciese que no ha ocurrido. Y como no se presenta el mapa completo de todas las violencias, entonces eso que es excepcional empieza a ser percibido por la opinión pública como una manifestación de un hecho generalizado de la rutina y la repetición del conflicto armado, dando paso a una acumulación de hechos de alta visibilidad que acaban por erigirse como el único referente para percibir el conflicto armado, sin importar ni ponderar el peso de los hechos de menor o nula visibilidad que simplemente no son contados.
Así, seguramente muchos colombianos pueden pensar que la nuestra ha sido una guerra de masacres, atentados terroristas, secuestros, atentados contra bienes públicos y privados, porque es aquello sobre lo que han recibido más información. Por supuesto que eso es cierto, pero este tipo de acontecimientos no son ni los únicos ni necesariamente los más recurrentes o generalizados, pues la nuestra ha sido más una guerra de asesinatos selectivos (una, dos o tres personas), desapariciones forzadas y desplazamientos forzados individuales antes que colectivo.
El informe nacional sobre el desplazamiento forzado en Colombia publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2015, titulado Una nación desplazada, señaló que el 75% de los desplazamientos forzados fueron individuales y el 25% colectivos. Así mismo, el Observatorio de Memoria y Conflicto documentó 37.129 secuestros y 20.870 ataques o afectaciones a bienes civiles (públicos o privados) en contraste con 80.472 desaparecidos forzados, 15.738 víctimas de violencia sexual y 177.719 asesinatos selectivos.
Responsabilidades y estrategias en la perpetración de la violencia
Las estrategias de violencia basadas en la fórmula “a cuenta gotas, no se nota”, son justamente las que pavimentan el camino del negacionismo y las que elevan el papel de la memoria en la búsqueda por hacer visible lo que los actores armados quisieron ocultar para asegurarse la impunidad.
La pregunta que esto deja es: ¿qué impacto puede tener una elección sobre lo que se informa, basada en la espectacularidad de un acontecimiento violento, en el balance de responsabilidades de los actores armados? En principio, si todos los actores armados hicieran exactamente lo mismo y si todos los hechos visibilizados correspondieran o reflejaran la cotidianidad de la violencia del conflicto armado, ninguna. Pero como no es así, entonces el efecto es que se expone a unos y se invisibiliza a otros, introduciendo una distorsión sobre la distribución de las responsabilidades, la cual puede no corresponderse con el conjunto de la violencia.
Para nuestro caso, valga decir que guerrillas, grupos paramilitares y agentes de Estado han hecho de todo y a todos, pero las prácticas de violencia no tienden a distribuirse homogéneamente entre ellos. Así, las guerrillas se caracterizan por la prevalencia de los delitos contra la libertad y los bienes de las personas, mientras que los grupos paramilitares tienden a los delitos contra la integridad física y la vida de las personas, según reveló el informe Colombia ¡Basta Ya! Memorias de Guerra y Dignidad, publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2013.
Evidentemente los hechos de violencia perpetrados por la guerrilla son más visibles por la espectacularidad de su destrucción, como por ejemplo las tomas de poblados, el daño a la infraestructura eléctrica y energética, quemas de vehículos, o la exposición pública de los secuestrados o las víctimas de las minas antipersona, pero no ocurre igual con la violencia paramilitar en casos como los asesinatos selectivos y las desapariciones forzadas que tienden a permanecer invisibles.
Si bien es cierto que no puede negarse la exposición pública de la violencia paramilitar con las masacres, hay que introducir un par de matices importantes. El primero de ellos tiene que ver con la centralidad dada a los eventos de grandes dimensiones, pues alguna vez un periodista me contaba que ante el número creciente de masacres que se estaban registrando en el país, los medios de comunicación optaron por el cubrimiento de aquellas masacres con 10 o más víctimas. El matiz no es menor si se tiene en cuenta que dos de cada tres masacres registraron entre 4 y 5 víctimas fatales, según cifras del Observatorio de Memoria y Conflicto al año 2018.
El segundo tiene que ver con el hecho de que la violencia paramilitar está particularmente centrada en la violencia contra el cuerpo, lo que incluye prácticas de sevicia como el desmembramiento, la mutilación o la decapitación de las personas, eventos que por su naturaleza generaron debates éticos sobre lo que se podía o no presentar al público sin caer en el amarillismo, lo que no deja de plantear preguntas sobre si aquello que no se contó, quizás por limitar las imágenes, tal vez por modular la descripciones, pudo haber terminado por invisibilizar las atrocidades.
El asunto no es menor si se tiene en cuenta que una y otra vez los actores armados negaban las prácticas de sevicia, poniendo un manto de duda sobre las denuncias de las víctimas, lo que implicaba instalar en la opinión pública una sospecha sobre la ocurrencia de los hechos.
La mayor visibilidad de los hechos violentos de las guerrillas y la menor de los paramilitares condiciona la percepción pública sobre las responsabilidades de los actores armados, lo que no significa negar las responsabilidades de los que están más expuestos, o que lo informado no sea verdad, sino que los menos expuestos queden exentos o invisibilizados en sus responsabilidades.
La condena de la violencia no puede ser selectiva, debe ser universal y contundente, porque lo que necesita de forma imperativa una sociedad, en una transición política, es imponerle límites éticos y simbólicos a la violencia de todos.
* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad. Actualmente es el gerente del Museo de Bogotá.
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