En el encuentro con las víctimas en Villavicencio, el papa Francisco le dirigió un discurso sobre reconciliación a la sociedad colombiana: “No se dejen quitar la paz por la cizaña”, fue una de las frases que pronunció. Su mensaje es una muestra del compromiso actual de la Iglesia con la paz en Colombia. Sin embargo, a lo largo del conflicto armado colombiano, esta institución ha tenido diferentes posturas frente la guerra y la paz.
Por Juan Camilo Castañeda
Fotografía: Hugo Alexander Villegas
Días antes de la visita del Papa Francisco a Colombia, Medellín se llenó de vallas que fueron instalada por la Alcaldía y la Arquidiócesis de la ciudad: unas le daban la bienvenida y otras le atribuían frases como esta: “El primero en olvidar es el más feliz”.
Una afirmación polémica porque no fue pronunciada por el Papa Francisco, y que además planteó un interrogante: ¿Qué quiere olvidar la Iglesia? “¿Se referirá a la pedofilia, la colaboración con dictaduras, desprecio a las mujeres, condena a los gays?”, se preguntó el periodista Martín Caparrós en un trino.
William Plata, historiador que en los últimos 20 años se ha dedicado a estudiar la religión en Colombia, considera que uno de los principales problemas de la Iglesia católica en el país es que quiere negar la historia, probablemente, porque esas memorias podrían dejar en evidencia la actuación de esta institución en los distintos escenarios de violencia que ha vivido el país desde el siglo XIX.
En un fragmento de una investigación que adelanta con el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), a partir de la literatura académica que se ha producido sobre la participación de la Iglesia en el conflicto armado colombiano, Plata destaca dos actitudes por parte del clero en respuesta a la guerra.
La primera es una actitud de intransigencia frente a las ideas de la modernidad y del liberalismo en el siglo XIX, y en contra de corrientes ideológicas como el socialismo y el comunismo en el siglo XX. Una postura con la que algunos curas promovieron, por ejemplo, la persecución de liberales en los años cincuenta. Por otro lado, a algunos sectores de la Iglesia se les reconoce, a finales del siglo XX, como promotores de cambio social, de paz y de resistencia a la violencia.
William Plata creció en Betulia, Santander. Un municipio afectado durante las décadas de 1980 y 1990 por la confrontación entre paramilitares, guerrillas y Ejército. En este pueblo, que hace parte de la región del Magdalena Medio, conoció de cerca el trabajo de los sacerdotes que salían a las calles y trabajaban para las comunidades. Se creó así la imagen de una Iglesia social.
En Bogotá, cuando fue a estudiar historia en la Universidad Nacional, conoció el sector más conservador de la Iglesia. Sus estudios universitarios lo llevaron a interesarse por la religión en Colombia.
Plata, doctor en Historia, Arte y Arqueología en la Université de Namur, en Bélgica, vio con preocupación que los relatos de memoria que se construyen en el país no abordan el papel de la Iglesia; por esta razón, le propuso al CNMH realizar un informe que se pregunte por la actuación del clero en la guerra; una investigación que adelanta con el grupo Sagrado y Profano de la Universidad Industrial de Santander, donde se desempeña como docente e investigador.
Hablamos con él para conocer su opinión sobre el papel que ha cumplido la Iglesia en el conflicto armado colombiano.
¿Por qué esa actitud de intransigencia por parte de la Iglesia frente a las ideas modernas y liberales?
La Iglesia en Europa estuvo fuertemente anclada a las monarquías, a eso se le conoce como estado de cristiandad, y se vivió en la Edad Media y aquí en la colonia. Lo religioso era político a la vez y había una simbiosis muy clara. Ese modelo lo rompió la Revolución Francesa de una manera muy dramática, y en Francia, particularmente, con mucha violencia. Eso hace que la Iglesia se repliegue por miedo y decida condenar el mundo moderno y las ideas liberales.
¿Cómo se refleja esa intransigencia en Colombia?
Después de la Independencia, los gobierno liberares del siglo XIX crearon una serie de leyes que afectaron los interés económicos y políticos de la Iglesia. En su gobierno, Tomas Cipriano Mosquera le quitó todos los bienes a la Iglesia con políticas como la desamortización.
Aunque aquí no hubo violencia directa contra los curas, coincidió con lo que estaba pasando en Europa. Eso generó una reacción de intransigencia en la Iglesia que decidió meterse con lo político. Es el partido conservador el que hábilmente utiliza a la Iglesia como aliada. Aparecen, entonces, los curas que llamaron a la rebelión en contra de los gobiernos liberales. No faltó el que dijera que ser liberal era pecado. En eso se fue la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX, lo que marcó sensiblemente el clero colombiano.
Pero se debe aclarar algo: el clero no es homogéneo. En regiones como Antioquia, aún hoy, la Iglesia tiene mucha incidencia. Pero no ocurre lo mismo en la Costa o en Santander. Esas divisiones comenzaron a notarse después de la primera mitad del siglo XX.
¿Cuáles son las contradicciones y divisiones que se dan al interior de la Iglesia colombiana en la década de 1960?
En ese momento, algunos curas se fueron del país, muchos a estudiar a Europa. Allí vieron cambios, reformas y movilizaciones. Cuando regresaron, encontraron que la jerarquía eclesiástica en Colombia tenía una actitud muy retardataria. Los recién llegados plantearon propuestas y rupturas. El caso más emblemático es el de Camilo Torres que termina en la guerrilla.
En esta época, internacionalmente, la Iglesia no tenía esa actitud intransigente: muchos grupos intentaron conciliar con la modernidad y propusieron corrientes e ideas. Esta línea triunfa con el Concilio Vaticano II.
La década de 1960 también representa transformaciones para América Latina; sobre todo, por los procesos de urbanización. Muchas personas llegaron a las ciudades en condiciones de pobreza, y las urbes no estaban preparadas para recibirlos. Esta situación evidenció la injusticia social.
Con esta fractura, varios obispos y sacerdotes latinoamericanos iniciaron trabajos alternativos: su acción evangelizadora no se enfocaba solo en predicar para el alma, se trataba de algo más integral.
Esas experiencias fueron sistematizadas por el peruano Gustavo Gutiérrez en 1969, y a eso se le llamó Teología de la Liberación.
¿Qué papel jugó la II Conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en este contexto?
En la II Conferencia del CELAM, que se realizó en Medellín, los obispos que habían trabajado en esos procesos transformadores, sobre todo los del cono sur, declararon la opción preferencial de la Iglesia por los pobres. Esa apuesta motiva muchas acciones.
Cuatro años después, el CELAM se retracta, aunque no oficialmente. Desde Roma, nombran como presidente de este Consejo al tolimense Alfonso López Trujillo, un joven sacerdote de 38 que tenía fama de anti-izquerda. Él fue una especie de espía: señalaba a los curas que trabajaban en una línea social, fueran de izquierda o no, para que los mandaran a Roma o fueran suspendidos.
Fue la destrucción de una experiencia que pudo haber sido muy interesante, pero a todos estos curas los veían como comunistas.
¿Y es en ese momento que aparecen curas como Camilo Torres?
Sí, aquí la experiencia es la misma que en el resto de Latinoamérica. Una sociedad injusta y fragmentada, pero muy católica; una contradicción a los valores que promueve el catolicismo. Muchos sacerdotes, siendo el caso más dramático el de Camilo Torres, no querían hacer parte de esa contradicción y actuaron en consecuencia.
Cuando Camilo Torres vuelve de Europa, impregnado de esas corrientes que conciliaban con la modernidad, se encuentra con la realidad de los barrios marginales de Bogotá, y comienza un trabajo de crítica política muy fuerte; primero, en la Universidad Nacional como capellán, después como político en el partido Frente Unido que intentó organizar. Pero la gente todavía era muy campesina en su mentalidad y no se movía en ese tipo de partidos.
Creo que Camilo Torres no tuvo paciencia, porque el clero y varios sectores políticos lo persiguieron y lo atacaron muy fuerte. En esa época, además, se pensaba que la revolución era cuestión de meses y, en parte por eso, entró al Eln.
¿Cuáles son las secuelas de esa intransigencia de la Iglesia en nuestro conflicto más reciente?
Esa intransigencia pasa del campo religioso y se instala en la política. El Frente Nacional intentó frenar esa violencia, pero vino la exclusión de la izquierda, la cual reaccionó armándose. Después vinieron los paramilitares, y con Álvaro Uribe volvió a surgir el discurso radical, esa intransigencia se vio reflejada en el plebiscito.
Esa actitud nos ha afectado para mal, ha impedido el desarrollo de la democracia. Y no solo se trata de una actitud de la derecha, sino también de la izquierda; es una actitud de la cultura política colombiana. Nos falta mucho por aprender, porque siempre excluimos al que piensa diferente.
¿En qué momento la Iglesia empieza a asumir una postura decidida en pro de la paz?
A nivel religioso, todavía quedan muchos retazos de esa intransigencia. Hasta la década de 1990, todos los curas que pensaban en clave social eran atacados. Incluso, hubo sacerdotes que, lastimosamente, trabajaron con el paramilitarismo.
Muchos sacerdotes, sobre todo en las grandes ciudades, asumieron una actitud personal de oposición frente a los diálogos con las guerrillas. Pero otros curas que trabajaban en zonas donde las dimensiones del conflicto armado eran muy grandes, apoyaban los diálogos por una cuestión de supervivencia.
La Constitución de 1991 fue fundamental, pues acabó con los grandes privilegios que tenía la Iglesia y permitió que la sociedad se abriera al diálogo. Eso llevó a episcopado fuera más consciente y trabajara por el tema de la paz y los diálogos.
¿La Iglesia debería pedir perdón?
Uno de los problemas de nuestra sociedad es que quiere negar la historia, y esa también es una actitud de la Iglesia. No queremos recordar porque nos duele. A la Iglesia no le interesan mucho esos procesos de memoria, porque puede salir mal parada.
Tenemos cierta amnesia consentida, pero la Iglesia sí debería pedir perdón por haberse unido a un partido político, por haber promovido y patrocinado más de una guerra en el siglo XIX, por haber permitido la matanza de los años cincuenta, por haber apoyado una empresa paramilitar, por no haber sido más comprometida con el cambio, por haberse aliado con el poder. El Papa Juan Pablo II pidió perdón públicamente por la Inquisición, y aquí nunca se han hecho cosas de ese estilo; entre otras cosas, porque no se sabe qué pasó y no se quiere saber. Cuando uno pide perdón, depone las armas y desarma los espíritus. Las víctimas lo único que quieren es que les pidan perdón.