En su ensayo sobre los abusos de la memoria, Todorov reivindica el uso de la memoria ejemplar, que siempre he comprendido como un llamado a compartir nuestras memorias, a vernos en el espejo de la memoria de otros para reconocernos y aprender de nuestro pasado para afrontar el presente. Vivimos en un presente violento que nos demanda reacción, si es que pensamos que el mal pasado nos ampara del peor futuro.

 

Por Andrés Suárez*

Imagen: El Colombiano

Nuestro presente está marcado por una violencia que ocurre a cuentagotas y que no se nota. Esto parece no perturbarnos porque dista de los hitos de violencia de nuestro pasado. Es como si pensáramos que mientras los asesinatos selectivos y las masacres no sean como antes, no deberíamos preocuparnos. Es como si asumiéramos que un mal pasado nos protege de un peor futuro.

Pensar así sería negar la realidad de nuestro conflicto armado, pues los asesinatos selectivos y las masacres de pequeñas dimensiones han sido la regla y no la excepción, porque lo más visible no es necesariamente lo más recurrente; bajo la sombra de las grandes masacres y los magnicidios yacen invisibilizados la mayoría de los hechos del conflicto armado.

En mi libro El silencio del horror constaté que el 45 por ciento de las masacres fueron eventos con 4 víctimas y que esta proporción se elevaba a 80 por ciento cuando se ampliaban a 5 y 6 víctimas. Las masacres que quedaron invisibilizadas en el nivel nacional se convirtieron en hitos del horror en el nivel local, pues el 80 por ciento de las masacres ocurrieron en municipios con menos de 50 mil habitantes.

¿No deberíamos preocuparnos entonces si el presente violento que vivimos registra masacres de manera continua, aunque distan de ser eventos de grandes dimensiones como en el pasado?

Para comprender el efecto moralmente erosivo, pero imperceptible, que puede provocarnos nuestra despreocupación por los eventos pequeños que ocurren a diario, aquellos que no parecen alterar nuestras rutinas de violencia, propongo que nos veamos en el espejo de las reacciones de los ciudadanos alemanes frente a los crímenes del nazismo recogidos en el libro del profesor norteamericano Milton Mayer, They thought they were free (Ellos pensaron que eran libres). De éste recojo tres tipos de reacción para reflexionar sobre nuestro presente: esperar para reaccionar, confiar en la incertidumbre y vivir bajo una nueva moral.

 

Esperar para reaccionar

Esta reacción consistió en que los alemanes se quedaron esperando la ocasión propicia para reaccionar. El problema no era el desconocimiento de los hechos, era que cada uno de los que iban conociendo parecía un poco peor que el anterior, pero solo un poco. Así, los hechos continuaron sucediendo sin más, mientras ellos esperaban que algo grave e impactante sucediera; un hecho de grandes dimensiones que fungiera como el quiebre fundacional del momento de reaccionar.

Si pensamos en nuestra reacción frente a la ocurrencia continua de masacres de pequeñas dimensiones, seguramente consideremos que no son hechos graves si los comparamos con los hitos de nuestro pasado violento. O posiblemente pensemos que estas masacres pasan sin más porque no alteran las rutinas de la violencia. Lo que perdemos de vista es que, más allá de sus dimensiones, una masacre es un hecho de violencia moralmente transgresor porque mata colectivamente a personas en estado de indefensión, sin importar su número, y al hacerlo, los actores armados ponen un desafío que demanda una reacción de condena social e institucional contundente.

No reaccionar es una licencia para la continuación de la violencia porque, aunque los actores armados estén en la clandestinidad, están informados y atentos a lo que se dice o lo que se calla frente a sus acciones en la esfera pública, bien sea para fortalecer o replantear sus estrategias, pues son las reacciones públicas las que elevan o no el costo de la violencia. Si todos minimizamos los hechos, si todos esperamos un hecho límite para reaccionar, entonces los actores armados optarán por una estrategia de acumulación de poder en la que explotarán deliberadamente el bajo costo social y político de una sucesión de muchos hechos violentos con pocas víctimas. Por eso es que son tan importantes las palabras en la esfera pública, porque la palabra precede, acompaña y sobreviene a la violencia, pudiendo alentarla, pero también contenerla.

Lo que no percibimos es que al aceptar sin más una sucesión de masacres pequeñas cada una reduce el impacto de la anterior y nos va preparando para la siguiente, lo que va modificando nuestro umbral de tolerancia a la violencia y eleva las exigencias de crueldad y atrocidad que reclamamos para reaccionar a un hecho de violencia.

Atentos a ello, los actores armados no se conforman con replicar sin más la violencia, aprovechan el efecto acumulativo de todas sus pequeñas masacres para empezar a escalar la violencia, estirando lenta pero progresivamente el límite de la violencia que va tolerando la sociedad. De esta manera continúan acumulando poder.

 

Confiar en la incertidumbre

Los alemanes que dieron su testimonio a Mayer recordaban que la incertidumbre era un factor muy importante y que con el tiempo no disminuyó, sino que creció. El problema con la incertidumbre es que esta no siempre se suple con los peores presagios, sino que se vuelve resquicio de una esperanza: como no sabemos qué va a pasar, ¿por qué pensar lo peor? También es legítimo esperar que el mal se detendrá y que no rebasará los límites de lo imaginable.

La incertidumbre se afronta desde la memoria, pero también desde las certezas que nos permiten habitar el mundo, así que pensamos: eso no puede pasar, no se atreverán a tanto. Pero cuando se han vivido situaciones de violencia extrema como las que se han dado en un conflicto armado como el nuestro, el riesgo es que la memoria de lo padecido defina el umbral de la violencia tolerable, algo así como: “mientras no volvamos a ello, no es grave, podemos vivir con eso”.

Después de la violencia vivida, y con la dolorosa lección que deja todo conflicto armado, según la cual: “Todo puede ser peor”, hay que ver con reserva a la incertidumbre. Nada está del todo escrito cuando se trata del horror, por eso Sofsky, en un epígrafe de su obra, nos recuerda una sentencia para permanecer inquietos y vigilantes ante el horror: “Para eliminar la violencia del mundo habría que desposeer a los hombres del don de inventar”. (Sofsky, W. Tiempos de horror)

 

Vivir con una nueva moral

Luego de dejar pasar tantos hechos violentos que se consideraron que no eran tan graves y frente a los cuales la sociedad no reaccionó, los alemanes reconocieron que cuando se dieron cuenta ya vivían bajo una nueva moral. Un profesor universitario le contaba a Mayer: “Habíamos aceptado cosas que no habríamos aceptado cinco años atrás, un año atrás, cosas que nuestros padres no podrían haberse imaginado”. Cuando la guerra acabó todo se derrumbó y, en ese momento, los alemanes se dieron cuenta en lo que se habían convertido, lo que habían hecho, o mejor, lo que no habían hecho, porque fue suficiente con no hacer nada, recordaron algunos con amargura en el texto de Mayer.

El resultado de esperar para reaccionar y la sucesión de hechos violentos que dejaron pasar sin más, es la vivencia bajo una nueva moral, que es la materialización del éxito de los actores armados al estirar el límite de la violencia socialmente aceptable mediante una estrategia violenta que, a fuerza de instalarse en la cotidianidad, nos hace más tolerables frente aquello que rechazábamos aún en el pasado reciente.

Sin duda hay que recuperar la moral para la convivencia pacífica, pero eso no es posible mientras no confrontemos la moral con la que hemos vivido la violencia. Puede ser compatible y coherente, moralmente, que reaccionemos con indignación y rechazo ante los crímenes del pasado, que hoy son reconocidos y aceptados en la justicia transicional. Pero ¿por qué no lo hacemos con los crímenes del presente? ¿Acaso permanecemos en silencio porque juzgamos la gravedad con el espejo de los horrores del pasado para minimizar la violencia del presente?

Son casi instantáneos los momentos de nuestra historia reciente, casi parecen paréntesis que se diluyen rápidamente, pero lo que vivimos en Colombia entre 2016 y 2017, los niveles más bajos de violencia en los últimos cuarenta años, seguramente opacados por la fervorosidad de la polarización política, deberían ser llamados a nuestra memoria para reconocernos en un espejo de moralidad sin violencia que hoy solo nos parece un espejismo.

 

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.


* Andrés Suárez es sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad.