En Cali hay una barriada que se llama Siloé: es la comuna 20, en la zona occidental, donde viven unas 14 mil personas según datos de Planeación Municipal. En Siloé hay una casa, por ahora de dos pisos, que alberga un arrume de objetos y letreros; puede decirse que es un museo, o más bien un contramuseo: el Museo Popular de Siloé, fundado en el año 2000.

Por Margarita Isaza Velásquez

El Museo Popular de Siloé es la casa de David Gómez, un señor de sesenta años, nacido y criado en las lides del barrio, que es guía turístico voluntario por aquellas laderas y “polo a cielo” del Museo, un lugar abarrotado de anécdotas y bártulos —hasta bicicletas le salen por las ventanas—, por donde trasiega la historia de las últimas décadas de sus habitantes: desde las viejas historias de las cámaras de la televisión comunitaria hasta las más recientes, como barriles y pancartas, que hablan de la resistencia, del Dollarcity quemado y de la olla comunitaria en los días del paro nacional.

Niños y jóvenes visitan cada día el Museo y asisten a talleres de pintura, música y teatro: son los que continúan, por ejemplo, la tradición de los tambores y los diablitos encandilados en cada fin de octubre. “Bailad, cantad”, invitan letreros, disfraces, instrumentos y fotos. Una lluvia de zapatos, guayos y chancletas representa quizás el trasegar por la calle y la cancha, los partidos de fútbol de cada domingo, el correr y el perseguir.

Hay también testimonios de las guerras y el estigma, porque de Siloé aún se dice que es el barrio más peligroso de Cali; como de Medellín se habló tanto de la comuna 13 y otrora de la zona nororiental. Algunas fotos de aquí y de allá confunden a propósito al desprevenido visitante, para gastarle una broma que lo único que busca es su reflexión. Pero esos testimonios son sobre todo una denuncia, un llamado de justicia y una invitación certera a no olvidar, a no repetir.

“Tenemos por ejemplo lo que publicó la prensa del primer falso positivo que se registró en Siloé, ocurrió en 1985”, dice David. En el cartel que hace parte de una especie de instalación junto a pistolitas de agua y maniquíes con uniformes camuflados, se retoman los periódicos caleños de aquella época; El País escribió así: “Acción militar en Siloé. Muerto presunto guerrillero. Intensos enfrentamientos entre el Ejército y miembros del M-19”; El Pueblo tituló: “Al enfrentarse guerrilla y Ejército murió un niño obrero, en Siloé”.

Otro cartel a pocos pasos informa: “Siloé ha vivido en carne propia las guerras entre el Estado y las guerrillas del M-19 y las FARC. También la violencia paramilitar”. Más carteles escritos a mano, cosas viejas y algunas tantas descoloridas, todas gritan por sobresalir, como David advierte que ocurre en este, el contramuseo de todos: “Aquí tenés que gritar, tenés que hacer bulla; el silencio está prohibido. El museo tradicional te está vigilando, aquí en cambio las cámaras no funcionan. Los niños pueden jugar, la gente puede tocar los elementos, interactuar y aportar a lo que hay”. Es también un reflejo del barrio, de ese Siloé complejo, palpitante de jóvenes y necesitado de oportunidades: “¿Por qué la estética y la forma de ser del territorio se van a perder solo porque estamos en el museo?”, cuestiona.

Llegando al techo en una pared está la obra que el artista Antonio Caro hizo en 1972 para el Museo de Arte Moderno de Bogotá, y rehízo en el 2000 para exhibirla en La Tertulia de Cali: “Aquí no cabe el arte” señalan letras gigantes, mayúscula sostenida, y debajo de cada una el nombre y la fecha lapidaria en que un estudiante fue asesinado. “Esta obra busca que se entienda que mientras están matando a los sindicalistas, a los estudiantes, a los indígenas, a los líderes sociales, a los jóvenes en todo Colombia, no se puede hacer arte, porque el arte es alegría, es la vida”, interpreta David. Y continúa el recorrido.

Cámaras que fueron de los habitantes del barrio, radios que ya no suenan, un barril utilizado en el Estallido Social y letreros hechos a mano tienen un lugar en el Museo Popular, hacen parte de la memoria de Siloé.

Pero esto que se describe aquí es solo medio Museo Popular de Siloé: lo trajeron en camión desde Cali hasta Medellín para exhibirlo en el MUUA de la Universidad de Antioquia, en donde estará hasta septiembre del 2023. Acá, apiñado y creciente, ocupa dos salas en el primer piso. El otro medio museo se quedó en la calle 9 oeste, número 50-18, del barrio El Cortijo de Cali, corazón de Siloé.

La experiencia del Museo Popular obtuvo, con su libro Siloé resiste a través del tiempo. Memoria visual, el 8.° Premio Memoria: Decolonizando el Archivo, de los Premios Nacionales de Cultura, Universidad de Antioquia. El jurado, integrado por Sandra Arenas, Halim Badawi y Paolo Vignolo, dijo sobre esta obra-archivo-museo en el acta de premiación: “Queremos destacar las extraordinarias tácticas de activación colectiva del archivo visual, que en el curso de los años ha tomado formas heterogéneas: exposiciones callejeras, conversatorios públicos, mingas visuales, publicaciones impresas, caminatas por el barrio”.

Y es a lo extraordinario y a lo heterogéneo que se dedica David cada día, mientras es custodio y soñador del Museo: a la activación; a acompañar las caminatas por el barrio, transmitir su pasión por Siloé, contar lo que han vivido sus generaciones y “captar” la atención de otros, quienes de golpe terminan también enamorados y trabajando por la barriada y sus procesos. Es el caso por ejemplo de la filósofa Anna-Lena Diesselman y el politólogo Andreas Hetzer, alemanes que por sus intereses académicos llegaron a Cali hace algunos años y hoy son coautores del libro que registra la memoria visual de Siloé. Con el dinero ganado en el premio, el proyecto es ponerle un mejor techo a la casa del Museo, tal vez hacerle una buena plancha y continuar expandiéndolo. Diego es claro en afirmar que el Museo no tiene otras fuentes de ingreso ni quiere recibirlas, porque eso sería como mercantilizar la lucha cotidiana de su gente. Otro letrero, que condena los cobros de las empresas turísticas, dice casi gritando: “La memoria de Siloé no está en venta”.

El Estallido Social aún latente

En el 2021, Siloé fue epicentro del Estallido Social, las manifestaciones que durante más de dos meses coparon noticieros, la agenda política y los debates en torno a la legitimidad de la protesta ciudadana. Ya los jóvenes, sobre todo los estudiantes, se habían movilizado en noviembre del 2019 para pedir mejores condiciones de vida y oportunidades de acceso a la salud, la educación y el empleo, en la que se conoció como la Gran Marcha de la Esperanza. Luego llegó la pandemia con el encierro y las dificultades para el rebusque de miles de familias: 2020 fue un año de hambre y desconsuelo en zonas donde el Estado se siente precario, como la comuna 20 de Cali, donde pocos jóvenes terminan el bachillerato o continúan en la educación superior. Pero allí los vecinos revitalizaron sus lazos de solidaridad y los jóvenes fueron multitud en las arengas y bloqueos, ya en el Estallido, donde fueron señalados como vándalos y delincuentes; en unas movilizaciones que si bien tuvieron como detonante el pedido de que el gobierno del presidente Iván Duque retirara un proyecto de reforma tributaria, canalizaron las peticiones históricas de la población y denunciaron, conforme fueron sucediendo, las arremetidas violentas de la Fuerza Pública para despejar los bloqueos en las calles y dispersar a los grupos de marchantes. Esos fueron meses de resistencia impertinente.

De todo ello hay registro en el Museo Popular de Siloé: un barril que dice “La paz se consigue con oportunidades”, pañoletas para cubrirse el rostro, alusiones al reclamo. Después del 3 de mayo del 2021, desde este espacio colectivo empezó a conformarse el Tribunal Popular de Siloé, una instancia simbólica creada para pedir justicia y verdad por los 16 muertos, 159 heridos y 2 desaparecidos de la barriada a lo largo del Estallido Social, entre el 28 de abril y el 12 junio del 2021.

La madre de Harold Antonio Rodríguez Mellizo pide justicia y verdad por los jóvenes asesinados en el Estallido Social, desde el Tribunal Popular de Siloé, gestado en el Museo.

Jenny Mellizo, la mamá de Harold Antonio Rodríguez Mellizo, asesinado en la noche del 3 de mayo, insiste en cada una de sus intervenciones: “Mi hijo no se murió, a mi hijo lo mataron”. Ella viajó a Medellín, junto a Abelardo Aranda, padre de Michael Aranda, asesinado el 28 de mayo del 2021, para ser testimonios vivos del simbólico tribunal que también habita el Museo Popular.

A ambos padres de familia se les hace un nudo en la garganta cada que hablan de los muchachos, de cómo fue la última vez que los vieron, de la multitud de sus entierros y, sobre todo, de que hasta ahora solo han conocido la impunidad. Abelardo, de voz dulce y gesto adusto, dice: “Nosotros como padres salimos también a la calle a reclamar. No hay derecho a que te asesinen por salir a las calles, como hicieron con ellos. Van dos años del Estallido Social y no han juzgado ni a un policía ni a quien dio la orden. En este país la justicia cojea, no llega, para nosotros ha sido nula”.

Michael tenía 24 años, trabajaba junto a su padre en un taller de carros y era hincha apasionado del Deportivo Cali. Se había sumado a las protestas por invitación de las barras futboleras, que por esa vez se unieron a las del América de Cali para marchar. “Yo antes no veía nada de lo que estaba pasando, no sabía, uno no quería enterarse. Uno decía: ‘Bueno, yo vivo en mi casa, estoy tranquilo con mi familia, no pasa nada; mataron a cinco jóvenes en Llano Verde, pero sería por algo’. Uno era así. Pero ya la violencia llegó a mi casa, entonces para mí ahora es diferente. Ahí uno se da cuenta de que hay que hacer algo, que esto no puede seguir sucediendo. Que hay que salir por la dignidad de estos muchachos”, afirma Abelardo mientras sostiene un recorte del Q’hubo de aquellos días: “Siloé, bajo el miedo y la muerte”. El 28 de mayo también fue asesinado en Siloé el menor de edad Daniel Sánchez, de 16 años.

Abelardo Aranda viajó a Medellín para participar en la instalación del Museo Popular de Siloé, ganador del Premio Memoria: Decolonizando el archivo.

Jenny también tuvo un despertar similar a esa realidad de Colombia. “A mí lo que más me duele es que él hacía tres meses había prestado el servicio militar, para que me lo mataran aquí, a pocas cuadras de su casa”, se emociona la madre de Harold al ver en la pantalla del Museo Popular un video del entierro de su hijo. Ella lleva el rostro del muchacho estampado en una camiseta y sostiene un cartel que reclama justicia por el crimen.

Cada momento de ese 3 de mayo a Jenny se le hace inolvidable: “Yo trabajo en la galería de Siloé vendiendo cachivaches. Ese día Harold estuvo desde las nueve de la mañana conmigo hasta que cerramos. A las dos y media cerraron las calles, entonces recogimos las cosas y nos fuimos para un puente que hay en Siloé, mirando a los otros chicos que estaban en las calles, estuvimos como hasta las seis y media de la tarde, y luego nos fuimos para la casa. Pero como el papá se había quedado abajo en el mercado en Siloé, entonces le dije a Harold: ‘Hagamos comida y se la bajamos a su papá’. A mi hijo le gustaba muchísimo cocinar. Me acuerdo tanto que me dijo: ‘Estas papas me quedaron como nunca, mamá’; eran papitas fritas así en fosforito, bien crocantes, y carne molida y arroz. Acomodamos la comida en un porta y fuimos a llevársela al papá. Estuvimos con Harold hasta casi terminando las 8. Llegamos a la casa y él me dijo: ‘Me voy para donde Andrés’. Andrés era casi un hermano para Harold, su mejor amigo, porque estudiaron juntos, prestaron servicio juntos, ellos para todo eran juntos. Él se fue para donde Andrés, se tomó una cerveza allá y volvió a la casa antes de las 9; me pidió diez mil pesos para comprarse una salchipapa. Siloé estaba normal ese día, no había disturbios, nada, entonces no le vi problema. Le pregunté si era que se iba a quedar donde la novia; y me dijo que no, que ya volvía. ‘Ya subo’, esas fueron las últimas palabras que le escuché”.

No pasó más de una hora cuando Jenny vio que la llamaba la novia de Harold, pero ella no quiso contestar. Al momento sintió algo en el pecho y decidió marcarle a su hijo. Le contestó Andrés, alterado: “Jenny, Harold está herido”. Ella dice que alcanzó a ponerse una blusa, un pantalón y cuando estaba por salir al hospital, Andrés la llamó para decirle que ya Harold había muerto. “Para mí ese momento fue terrible, lo vivía como si fuera una mentira. Por qué pudo pasar, no sé, no entiendo nada”, dice Jenny a dos años del asesinato de su hijo, entre lágrimas que procura guardarse.

Esa noche del 3 de mayo, que se conoce como la masacre de Siloé en el Estallido Social, los testigos dicen que la Policía comenzó a disparar apuntando con láseres. Además de Harold Rodríguez, de 20 años, fueron asesinados Kevin Agudelo, de 22 años, y José Ambuila, de 32 años. Los tres estaban cerca de donde se realizaba una velatón por el asesinato, el 2 de mayo, del artista grafitero Nicolás Guerrero.

El Museo Popular de Siloé conserva los rostros sonrientes de los jóvenes que un día habitaron el barrio y fueron asesinados durante los aciagos días del 2021. Junto a los demás objetos que cuentan la historia del barrio, son una memoria que está viva y significa resistencia.