A los amigos solo los dividía el río. Unos días Manuel Buitrago iba a donde Ramón Isaza a la vereda La Estrella y, en otras ocasiones, Ramón cruzaba el río y animaba las fiestas en Santa Rita.

 

Juan Camilo Gallego Castro

Foto: PxHere

I

La traición

Del totumo dicen que lo vio todo, que escuchó cada tiro, que vio cada cuerpo desfallecer, que vio la sangre, que olió la pólvora y el miedo de quienes disparaban y de quienes no entendían por qué estaban muriendo.

Algunas razones tendrán los que dicen que en las tardes y en las noches, del totumo surgen gritos y cantos y caballos al galope, a pesar de que no hay más casas ni personas por donde se mire. Un día, el hombre que vive cerca se despertó a media noche, nervioso, apocado por la soledad, abrumado por muchas voces inteligibles. Tomó su escopeta y disparó hacia donde nacían los murmullos, en dirección al totumo. ¡Pummmmmmm!

Este totumo lo vio todo. Fue testigo del bosque que dio paso a pastizales para ganado, testigo de la casa de madera que Manuel Buitrago construyó para su familia, testigo de los niños que aquí nacieron y aquí crecieron, testigo de los partidos de fútbol de la vereda, testigo de los juegos en el arroyo.

Este totumo lo vio todo, insisto, fue testigo de las fiestas con guitarra que amenizaba Ramón, el propio Ramón Isaza, el mismo viejo que el día de las muertes, el 17 de septiembre de 1982, tenía cubierta la cara y venía decidido a matar a Manuel, uno de sus mejores amigos, pero no lo encontró, y entonces ordenó disparar, cumplir con un trabajo incompleto.

El totumo le escuchó su voz ronca, el totumo lo vio dirigir a otros hombres, el totumo tuvo a sus pies los cuerpos de Carlos y de Alirio, de Fabián, de Gildardo, de Marcos. El totumo conoció sus cuerpos vivos, el totumo presenció sus muertes. Por eso, dicen algunos, el totumo es un símbolo. El totumo, ese que ahora veo al lado de un arroyo disminuido, al lado de potreros y montañas sin árboles, cerca de una casa de madera, sabe qué pasó aquí, pero lo único que puedo hacer al mirarlo es lanzarle preguntas, imaginar, retroceder cuarenta años y saber que aquí, bajo su sombra, al lado de su tronco viejo y vigoroso, nació una guerra.

 

***

A esto le llaman Santa Rita. A esta casa de madera, a este establo, a este arroyo que se mueve con pasmo, a este totumo viejo, a este valle pequeño abrasado por un sol que no permite nubes en el cielo.

El arroyo pasa por mi lado y mis botas se hunden en la arena. Ahí está el totumo, allá está la casa, rodeada por un césped reluciente. Hace un rato crucé en una moto un puente colgante sobre el río Claro o río Cocorná Sur. Miré hacia abajo las aguas oscuras que indican la lluvia de estos días y me percaté de lo que tantas veces me dijeron Manuel Buitrago y Ramón Isaza: a los amigos solo los dividía el río. Unos días Manuel iba donde Ramón a la vereda La Estrella y en otras ocasiones Ramón cruzaba el río y animaba las fiestas en Santa Rita.

No hay fiesta ahora, tan solo un sol picante y el murmullo del arroyo. Esta casa de madera es el único vestigio que queda de la familia de Manuel Buitrago. Está a un par de horas de Doradal, un pueblo que marca la mitad de camino entre Medellín y Bogotá, las dos ciudades más importantes de Colombia. Un caballo inquieto no deja de mirarme desde un establo lúgubre y abandonado. Al lado de la casa hay un pequeño jardín: flores amarillas, naranjas, violetas. Es poco más del mediodía y no hay señal que indique que este lugar, el totumo, la casa de madera, el césped reluciente, fuera la sede de fiestas campesinas, de aguardientes, guarapos y cervezas. A esas fiestas asistían los Buitrago, los Castaño, los Mazo, los Daza, los Ramírez y los Isaza, las familias que poblaron estas montañas.

Parezco detenerme en el tiempo, mirando el totumo y haciéndole preguntas al comenzar la tarde. Vuelvo a pensar que esa guerra que nació aquí fue la guerra de dos familias: los Isaza y los Buitrago. Lo que antes separó un río, luego fue una grieta, sin puentes, profundo, tenebroso, relleno con sangre.

 

***

Manuel Buitrago se la ha pasado huyendo en los últimos cuarenta años. Los fantasmas son rumores de que ya están cerca para matarlo, de que le siguen los pasos, de que debe buscar un nuevo lugar para vivir. Si hay cultivos, déjelos, si hay animales, déjelos. Apenas ahora puede echar de nuevo raíces en un barrio alto y pobre de Medellín.

Desde la sala de su casa vemos la tarde naranja y entendemos que el viento anuncia la noche. Vive aquí arriba del valle, desde donde ve la ciudad y las casas amontonadas de estos barrios llenos de familias desplazadas por la guerra, de familias que buscaban una tierra, de familias que invadieron la montaña y que construyeron sus ranchos. Como él.

Es la primera vez que nos sentamos a solas. Tiene los pies descalzos y unas manos gigantes y fuertes que apoya sobre sus rodillas. Se sienta recto y su voz parece cansada. Nació el primero de noviembre de 1930 y su vida está dividida por una fecha: antes de la muerte de sus hijos en Santa Rita, su vida añorada, y luego de la muerte, la vida llorada.

Manuel Buitrago supo desde pequeño que la tierra de sus padres Agustín Buitrago y María Cupertina Martínez era pequeña y no alcanzaba para que también la trabajaran sus hermanos Horacio y Emilia. Las de San Luis, el pueblo de su infancia, a tres horas de Medellín, son montañas pendientes, violentas, son balcones que miran abismos formados por ríos prístinos cargados de piedras.

Agustín era un campesino en una tierra sin carreteras, solo conectada por caminos, atravesada por mulas y caballos, de pantanos y serpientes. Cuando construyeron la primera escuela en esas montañas, cambió de vereda para que sus hijos aprendieran a leer y a escribir. Que fueran a estudiar era sacrificar la mano de obra que necesitaba para sembrar la tierra. Horacio, Emilia y José Manuel inauguraron la escuela de Salambrina.

—Yo estaba más amañado en ese estudio, estaba de ocho años, feliz estudiando—, me dice Manuel entre una sonrisa débil y quejosa. —Yo era tan amante al estudio que no salía al recreo. Rosarito Martínez, la profesora, me decía: José, salga al recreo, salga. Pero yo me quedaba leyendo y escribiendo.

La nueva tierra no fue promisoria para la siembra, y la decisión de Agustín fue regresar a la vereda en la que antes vivían. Horacio y Emilia, los hijos mayores, se quedaron en la escuela con la profesora y Manuel tuvo que resignarse a regresar derramando lágrimas “como si se hubiera muerto mi mamá”.

—No llore mijito— le dijo ella mientras regresaban—, que yo le hago tareítas en la casa para que siga estudiando.

Horacio y Emilia los visitaban cada semana. Estudiar era un privilegio. No importaba la edad, había niños de ocho años con jóvenes de dieciocho aprendiendo a leer.

Las respuestas de Manuel son breves como sus recuerdos más antiguos. Hay saltos de décadas; ese pasado, el de sus primeros años cuando era un campesino es una fotografía, el esbozo de un momento que resume en segundos.

Que luego de que sus hermanos vivieran dos años en la escuela, regresaron a la vereda. Pero Horacio se fue de la casa a buscar trabajo y anduvo perdido por varios años. No sabían si vivía o no, no existía comunicación. La única certeza era que algún día regresaría con sus padres. Hay una foto en sepia en la que Horacio está de pie con su madre. Ella agarra sus manos y aprieta los labios en su cara redonda, no hay sonrisas. Él tiene el cabello negro, elevado, peinado a su derecha, y un bigote diminuto que más parece una línea sobrepuesta en su boca, es un tipo alto, bien parecido, viste una camisa y una chaqueta abierta hasta abajo del pecho.

Horacio volvió a casa y se casó. Manuel y Emilia hicieron lo que les correspondía a los hijos: ser dos trabajadores más. Él en la tierra y ella en la cocina.

Cerca de allí, al otro lado de la quebrada La Tebaida, vivía Herlinda Ramírez. La fuerza de los días lo llevaron a fijarse en ella, porque conseguir un amor en la lejanía del pueblo era una labor difícil, una tarea incierta para un hombre de campo.

—Me casé en San Luis. Cuando eso mis pobres viejos no tenían la forma de ayudarnos. Y, sin embargo, hicieron el esfuercito para el matrimonio. Como tenían muchas gallinas, mataron dos y las llevaron para el almuerzo.

Tenía 23 años cuando se casó, en 1953. Se fue con Herlinda a una vereda más caliente y con mucho pescado. Un año después Luis Enrique Zuluaga, un colono del pueblo, les propuso a su hermano Horacio y a él tumbar monte y colonizar nuevas tierras. Manuel ya sabía que el predio de su papá era pequeño y que la aventura propuesta le prometía una nueva vida.

En este punto Manuel siempre se emociona cuando le pregunto por Santa Rita. Dice “eh, ave María”, “hombre, por Dios”, “esa tierra tan buena”. Habla como recordando las palabras de su amigo el colono, que en tal parte yo me perdí y me vine a tirar a salir a un río que se llama río Claro. Por ese río me vine y encontré unas tierras muy buenas. Si ustedes me acompañan nos vamos a romper. Se adentraron en el bosque y caminaron dos días. En el recorrido cruzaron la finca ganadera Santa Rita. Manuel no encontró otro nombre para darle a la tierra a la que llegaron. Esa fue, desde entonces, la vereda Santa Rita.

Cada uno eligió un pedazo de tierra. Trabajaron juntos y derribaron árboles que dieron paso a claros en las montañas en donde luego construyeron sus casas e hicieron sus sembrados. Horacio llevó a Santa Rita a su esposa y a sus tres primeros hijos. Manuel se instaló a unas tres cuadras con su esposa y su hijo recién nacido. Luis Enrique, por su lado, se quedó a vivir solo, pero luego se aburrió y vendió a otro colono del pueblo.

A mis viejos no los iba a dejar por allá arriba en San Luis, me dice ahora Manuel. Ya tenía sus cultivos, sus marranos, sus gallinas y suficientes peces para pescar en los ríos. Comida no faltaba. Llevó a sus padres a la vereda y les construyó una casa de madera como la suya, de techo de paja y cubiertas de tablas de chingalé, cedro y cedrillo.

En esa tierra Manuel construyó una cancha de fútbol y sembró el totumo que vio crecer a la familia, que vio poblar la vereda y que vio a su hijo Gustavo correr entre el arroyo y la arena, colgarse de los árboles y corretear a las gallinas. En Santa Rita nacieron los demás hijos.

Santa Rita era entonces la tierra de los Buitrago.

[…]

 

Este fragmento hace parte de uno de los tres textos finalistas del 39 Premio Nacional de Literatura Universidad de Antioquia en la modalidad testimonio. Fue publicado originalmente en la separata N° 302 de la Agenda Cultural Alma Mater


Juan Camilo Gallego Castro. Soy periodista de la Universidad de Antioquia con es- pecialización en Derechos Humanos y DIH y maestría en Ciencia Política. He publi- cado tres libros sobre el conflicto armado en el Departamento de Antioquia (Colom- bia), ganadores de convocatorias públicas de la Gobernación de Antioquia: Fin de semana negro (Sílaba Editores, 2019. Finalista a libro periodístico del año del premio CPB en 2021), Aquitania. Siempre se vuelve al primer amor (Sílaba Editores, 2016) y Con el miedo esculpido en la piel. Crónicas de la violencia en el corregimiento La Danta (Hombre Nuevo Editores, 2013). Soy coautor del libro Nueva narrativa latinoamericana sobre drogas (Fundación Gabo, 2021).