Desde 1998 un campesino visitó y cuidó una fosa clandestina en el suroeste de Antioquia, donde posiblemente estaba bajo tierra el cuerpo de su sobrino desaparecido. Así fue su lucha para recuperarlo y dignificar la memoria de su ser querido.

 

Por: Juan David Moreno, Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas

Fotos: cortesía

En medio de los cañaduzales, don Daniel* señala el lugar donde estaría enterrado el cuerpo de su sobrino. Frente a una cruz blanca de madera se quita la gorra que lo protege del sol de hierro, seca el sudor de su frente y pide un minuto de silencio para orar por el alma de su ser querido. A pocos metros corre con fuerza impetuosa un río con fama de cementerio.

Don Daniel es un campesino antioqueño. Tiene 76 años y, desde que su sobrino fue desaparecido, ha viajado desde Urrao, en Antioquia, hasta lo más profundo de las montañas del suroeste del departamento para visitar esa tumba donde estaría su cuerpo. Este camino lo ha hecho en moto, chiva y bus, siempre con un machete al cinto para abrirse paso entre la maleza, y un costal bajo el brazo en el que carga los limones que encuentra en el camino.

Su fuerza física contrasta hoy con la fragilidad de su memoria. Él recuerda a su sobrino como un joven trabajador. Era el hijo de su hermana, una mujer que sufrió una enfermedad degenerativa que la precipitó de manera vertiginosa hacia la muerte. Y, como si la fatalidad no hubiese sido suficiente, el esposo de ella y otro de sus hijos fueron asesinados.  Los ojos claros de don Daniel se humedecen cuando evoca la extinción paulatina de esa parte de su familia.

Su sobrino había salido de Urrao en marzo de 1998 con el objetivo de conseguir trabajo. Desde entonces don Daniel no tenía noticias de él mientras en el pueblo crecía un rumor que pronto llegó a sus oídos: a 40 minutos del casco urbano, un grupo de campesinos encontró un cuerpo sin vida a las orillas de un río desbordado que atraviesa las montañas de la región, en el trayecto que conecta esa zona con el departamento del Chocó. “Es el sobrino de don Daniel”, dijeron. Es todo lo que recuerda.

Con el corazón desbocado, tuvo la seguridad de que se trataba de él. “Lo conocían porque era ‘carimenudito’ y delgatido, un muchacho que debía estar por los 17 años”, cuenta don Daniel. Esa descripción, dice, fue suficiente para tener el pálpito de que se trataba de él, de quien no había vuelto a tener noticias. Por ser su sangre, su pariente, mientras su hermana estaba cada vez más enferma sin conocer el paradero de su hijo, don Daniel decidió dar hasta el último aliento en la búsqueda de su sobrino.

En esa época ascendía en la región un pico de violencia en el que fueron usados el homicidio, la desaparición y el desplazamiento forzado como medios de control territorial ejerciendo la intimidación contra la población rural, de bajos recursos y diversa.

Históricamente ha habido allí una fuerte presencia de grupos armados. En la década de 1950 la región padeció la violencia partidista: no sólo estuvo agitada por guerrillas liberales, sino por ‘pájaros’, grupos armados ilegales vinculados a sectores conservadores. En los 80 llegaron nuevos movimientos guerrilleros y a partir de 1996 hubo un recrudecimiento de la violencia por cuenta del accionar paramilitar.

En busca de su sobrino, don Daniel llegó a aquel lugar del que tanto le habían hablado, cerca de un puente que une dos montañas. Allí se encontró con los campesinos que recogieron el cuerpo. Uno era el dueño de un predio y los otros, trabajadores de las fincas cercanas. Ellos le contaron que vieron un puñado de gallinazos que acechaba desde el cielo el cuerpo sin vida de un joven desnudo que yacía sobre una piedra junto al río. Entre los campesinos lo levantaron, lo cargaron montaña arriba, a unos seis metros del caudal, donde lo enterraron.

En ese lugar, entre los cañaduzales, los campesinos abrieron las entrañas de la tierra con palas y picas. Primero, depositaron el cuerpo en la fosa, luego lo cubrieron con una lona y, antes de taparlo completamente con la tierra, le esparcieron unas cuantas piedras. Su intención, le dijeron, fue protegerlo porque tenían la certidumbre de que quienes le amaban irían a buscarlo, lo sacarían de allí para sepultarlo en un cementerio en el que tuviera una lápida con su nombre. Don Daniel llegó hasta el punto de inhumación que ya estaba demarcado y, desde ese día, tomó por costumbre visitar la tumba, limpiarla con un machete y dedicarle una oración al alma de su sobrino. “Le rezo cualquier Padrenuestro, cualquier Credo. Pido que esté bien”.

Supo también las circunstancias que rodearon la desaparición. Le contaron que hombres armados, pertenecientes a un grupo paramilitar, interceptaron un bus de servicio público en el que dos jóvenes desconocidos se transportaban, al parecer su sobrino y un amigo. Los increparon, les obligaron a bajar del vehículo y los llevaron caminando hasta un puente cercano. La comunidad escuchó varios disparos y luego vio los cuerpos arrastrados por el caudal. De su amigo nadie ha podido dar razón.  “Este río es un cementerio”, agrega un campesino de la zona quien asegura haber perdido la cuenta de los cuerpos que vio precipitarse por la corriente.

La guerra que se ensaña contra los civiles fue precisamente la razón principal por la cual don Daniel no pudo visitar la tumba tantas veces como hubiera querido. La dinámica de desaparición en el suroeste de Antioquia alcanzó su pico máximo entre 1997 y 2002 con 920 hechos, según el Plan Regional Centro de Antioquia que hoy construye la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas -UBPD- junto a organizaciones de víctimas y de derechos humanos y que pretende establecer el paradero y lo ocurrido con al menos 1.624 personas de esa zona.

Urrao se convertiría en el municipio del suroeste de Antioquia con la mayor cantidad de desapariciones, alrededor de 236. Esta región, además, ha estado marcada por intereses económicos y políticos, debido a que conecta naturalmente a la región del Eje Cafetero y al departamento del Chocó, por lo que es usado como corredor estratégico para el tránsito de economías legales e ilegales.

Durante dos décadas, mientras veía perdidas las esperanzas, don Daniel iba de un lugar a otro con una carpeta en la que tenía documentado su proceso de búsqueda. Su petición parecía sencilla: que el cuerpo de su sobrino pudiera ser sepultado en el cementerio bajo los cánones de la fe católica. “Yo espero, pues, que lo saquen y darle eterna sepultura y los huesitos los pongan donde uno pueda visitarlos. Son huesitos, pero merecen un respeto”, dice con su característico acento antioqueño.

Don Daniel volvió a repasar las páginas de la carpeta una vez más cuando el Instituto Popular de Capacitación -IPC- y la Organización Indígena de Antioquia -OIA- se unieron para documentar hechos de desaparición en el suroeste del departamento para entregarlos a la Unidad de Búsqueda. Luego de nuevas horas de diálogos, acompañamiento psicosocial a cargo de la Unidad para las Víctimas y una investigación de la UBPD que permitió corroborar la información, don Daniel finalmente vería llegar el día esperado, el día en que sería recuperado el cuerpo que siempre creyó era el de su sobrino.

Fue un jueves de febrero.  Al llegar el día, el minuto de silencio fue atravesado por el sonido férreo del río. Don Daniel estaba junto a la tumba acompañado por su esposa y rodeado de una decena de personas de blanco, pertenecientes a la Unidad de Búsqueda, que segundos antes dejaron en el suelo los equipos y las herramientas que necesitan para la exploración del terreno y la posible recuperación del cuerpo.

Él cuenta que la cruz blanca de madera no sólo sirvió para señalar el punto exacto de la ubicación de la tumba, sino también “para que recibiera la protección divina de Dios”. Incluso en la región dicen que un día un “ocioso” decidió arrancarla y botarla, pero esa persona se vio obligada a regresar a la tumba y poner la cruz de nuevo porque “no aguantaba el espíritu de mi sobrino molestándolo en la casa”, relata el propio don Daniel. Esta vez la cruz de madera fue desenterrada luego de las oraciones que susurró antes de realizar la intervención de la fosa.

Él se sentó a pocos metros del punto de inhumación. Guardó silencio mientras transcurrían las horas sin certeza de que en ese lugar se encontrara un cuerpo. Mientras el equipo avanzaba en la excavación y aumentaba la incertidumbre, él sacó una fotografía tomada en los años 80. En ella están cuatro personas: una mujer -su hermana-, quien está a bordo de una motocicleta y un niño rubio y sonriente, sentado en su regazo, vestido con un overol blanco de rayas amarillas: es su sobrino desaparecido. A su lado, de pie, un hombre de sombrero y pantalón a cuadros: su cuñado, quien carga un bebé de brazos, su otro sobrino.

En ese momento la antropóloga forense de la Unidad de Búsqueda hizo una seña. Le dijo que encontraron las piedras que les habían mencionado los campesinos y también una marca en la tierra que les permitía inferir que allí podía haber un cuerpo enterrado. Hallaron la lona con la que lo protegieron y luego las estructuras óseas. Don Daniel guardó para sí la seguridad de que se trata de su sobrino, pero sólo podrá corroborarlo una vez el Instituto Nacional de Medicina Legal lo identifique plenamente.

“Haber esperado tantos años y haberlos encontrado a ustedes, que la Unidad de Búsqueda haya llegado, tengo que agradecerlo mucho. Hoy me siento muy feliz, como si me hubiera bañado en el río. La oscuridad se despejó y yo me siento contento”, escribió don Daniel en su Bitácora de la búsqueda, el registro que construyó junto con la UBPD durante la recuperación del cuerpo.

Han transcurrido 23 años y la promesa de buscar a su sobrino hasta su último aliento sigue intacta. Don Daniel extendió su costal, recogió todos los limones que su humanidad le permitía cargar sobre sus espaldas y regresó a Urrao con la convicción de haber encontrado a su sobrino.

 


*El nombre del campesino fue cambiado por razones de seguridad.