El periodista Alfredo Molano Jimeno, hijo del comisionado Alfredo Molano Bravo (QEPD), habló sobre la idea que tenía su padre de desatar las versiones de la gente para abrir camino a la verdad.

 

Por: Comisión de la Verdad

Foto: Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación – Alcaldía de Bogotá

En diálogo con Hablemos de Verdad, el periodista colombiano Alfredo Molano Jimeno dijo que espera que la Comisión de la Verdad apueste por contar grandes historias que la gente pueda ver, oír, consultar y leer, para que el informe final no sean miles de páginas escritas por expertos para expertos.

Hablemos de Verdad es un espacio que amplía las conversaciones necesarias alrededor de la tarea de la Comisión de la Verdad. En este espacio, diferentes voces nacionales hablan sobre lo que espera el país del informe final, las verdades que se necesitan, los retos para construir un relato nacional sobre el conflicto armado y la verdad para otros futuros posibles. Si bien las personas entrevistadas contribuyen a un debate amplio y pluralista, sus respuestas no son reflejo de la posición de la Comisión de la Verdad.

Como periodista, ¿cuál cree que es el gran reto de la Comisión de la Verdad en el contexto actual?

Yo creo que el gran reto de la Comisión de la Verdad es demostrarles al país y a las personas que no creen en ella que va a salir con algo, que va a dar un resultado que va mucho más allá de entregar un informe de 1.000, 2.000 páginas, que nadie se lee, sino que entregue un producto que sirva para entender lo que pasó en la guerra y que ese producto y ese entendimiento de lo que nos pasó permita a las nuevas generaciones hacer un proceso de reconciliación. Esos son los dos retos: primero, demostrar que no es una comisión más de las tantas que se han creado en este país —comisiones de sabios, de investigaciones—, sino que es la Comisión de la Verdad; y segundo, entregar un producto acorde a los tiempos que tenemos y que permita iniciar un proceso y un camino de reconciliación.

¿Usted cree que el periodismo en este proceso tiene un rol importante para contribuir con la legitimidad de la Comisión o tras la entrega del informe final?

El periodismo ha tenido, en todo lo relacionado con el proceso de paz, no solo con la Comisión, un papel importante para hacer una pedagogía y poder explicar a los que no entienden, pero tratan de entender cuál es el alcance del Acuerdo de Paz, para tratar de llegar a la sensibilidad y a la empatía de mucha gente que tiene prevenciones. Sin embargo, también creo que la Comisión tiene que hablar por sí sola; ya lleva el tiempo suficiente en marcha y ya no requiere que haya periodistas interpretándola. Ya la Comisión se interpreta por sí sola a través de las acciones, de los talleres, de los productos mismos de la Comisión de la Verdad y de lo que le va a entregar al país. Yo esperaría que el producto final sea tan grande, tan sólido, que él solo se difunda, que la estrategia de difusión sea tan fuerte que no se requieran periodistas ‘amigos de la paz’. La Comisión ya debería, para ese momento, haberse valido del trabajo que muchos periodistas han hecho, de los trabajos en que los periodistas han encontrado o buscado la verdad sobre algún episodio de la guerra. En ese sentido, el papel del periodismo es para mí, o debería serlo, una fuente que nutra el trabajo de la Comisión. Pero insisto en que el trabajo de la Comisión debe hablar por sí solo.

Su papá pensaba en las historias de vida como una metodología del esclarecimiento de la verdad. ¿Qué cree de esto? ¿Y qué cree que esperaba Molano de ese informe final?

Le oí decir algunas veces que él creía que el mejor camino era el de desatar las versiones de la gente y que el papel de la Comisión debía ser el de darle el contexto y la profundidad, incluir todos los matices y tratar de alumbrar esos grises que componen las historias de los victimarios y de las víctimas. Él sí creía, definitivamente, en la necesidad de abordar las historias de vida. Estaba convencido de que la manera más efectiva de difundir el trabajo sobre la guerra en Colombia era ponerles rostro, emociones, dolores, alegrías, motivaciones y equivocaciones a los actos. Creo que él soñaba con que esa metodología se convirtiera en el camino más seguro de la Comisión, porque permitía desatar las versiones. Él hablaba mucho de eso, de la necesidad de desatar las versiones, provocarlas, acudir a ellas para que abran el camino de la verdad.

Yo creo que él también, por sus convicciones personales, dudaba de la existencia de la verdad. Más bien se planteaba la posibilidad de que se entendiera que había distintas verdades. Lamentablemente, no estuvo para hablar por él mismo sobre esto. Ahora no quedan sino versiones de lo que pensaba; la mía es una interpretación. Seguramente habrá quién pueda interpretar cosas distintas de lo que mi padre pensaba sobre la verdad, sobre el informe final, sobre todo. Ahí se demostraría cómo es de difícil encontrar una versión única, uniforme, sobre lo que nos ha pasado, sobre lo que alguien piensa, sobre las razones que condujeron a un episodio de la guerra. Pero yo no soy el vocero de mi padre. Es muy difícil encontrar la verdad sobre un hecho en el que sus protagonistas pueden estar muertos. Solo con este pequeño ejercicio —hablar con veinte personas, las más íntimas de mi papá, y preguntarles cuál creía él que debería ser la metodología del informe final— se demostraría que no podríamos ponernos de acuerdo.

‘Cartas a Antonia’, el libro póstumo, cuenta de forma sencilla unas historias muy dolorosas del país… ¿Qué le pasó a usted con lo narrado en esas cartas?

El libro fue un proceso íntimo muy duro. Yo lo he tratado de convertir en una imagen: es como desenterrar a mi padre para volver a enterrarlo. Ese fue el costo de haber armado Cartas a Antonia. Pero al mismo tiempo me produjo sanación, me produjo la posibilidad de entender su muerte de una mejor manera, de enfrentarla y aceptarla. Y sobre lo que hay ahí… he estado buscando el término hace días y no lo encuentro, lo he disfrazado con el adjetivo “crisol” para tratar de entender que él logró en este libro una lectura desprovista de ropajes en su interpretación sobre la historia del país, sobre la guerra y sobre el desarrollo. Él, para contarles a Antonia y a todos los niños de este país cómo había ocurrido la guerra y cómo era la historia de determinados lugares, acudió a giros que se utilizan en literatura infantil: “Al campesino le robaron sus tierras y se armó para defenderse”. Esa es una explicación. “A los negros los quitaron de sus costas porque se las querían entregar a los que querían hacer un puerto”. “A los indios los sacaron del río porque ahí había carbón”. Ese es un poco el estilo de este libro. Un estilo en el que ya no trata de disimular sus lecturas dándoles ese halo de interpretación académica, de miradas jurídicas, de posibilidades históricas, sino que toma partido por una lectura y la lanza. Se aventura a entregar una historia de Colombia desde sus ojos; así veía al país, así se lo contaba a sus hijos, a sus nietos, a sus sobrinos. Esa era la manera como él entendía la vida, como él entendía e interpretaba lo que nos pasó.

Hay una insistencia fuerte con el campesino cocalero…

Sí, y es que yo tengo la sensación de que él en los últimos años se reafirmó mucho en la tesis de que la coca había tenido una participación y un protagonismo especial en el desarrollo de la historia de Colombia y de la guerra del país. Y siempre acude a ella para entender cómo se potencia el conflicto, pero a la vez cómo había sobrevivido la gente del campo, abandonada por el Estado y por la institucionalidad. Entonces le quita esa concepción moral de que el cultivador es un eslabón de la cadena del delito, y lo interpreta simplemente como un hombre que acude a un producto para escapar del hambre, para escapar de la guerra, para sostener sus maneras de vivir, para preservar la tierra. A mí me impresiona cómo él, en ese trabajo, demuestra que su lectura de la historia y del conflicto armado se originaba en la disputa por la tierra. He hecho el ejercicio de resaltar las veces que él intenta explicar la guerra por cuenta de la disputa por la tierra, y es impresionante. Alguna vez lanzó una idea muy polémica: él decía que la coca retrasó la revolución en Colombia. Yo creo que es muy polémico porque nadie se atrevería a pensar que la coca ha jugado en contra de los procesos revolucionarios, y él decía eso porque la gente subsistió tantos años de abandono gracias a que existía coca, y que de no haber existido la coca los campos se habrían vaciado y las gentes pobres de este país hace muchísimos años habrían acudido a la revolución y a las protestas, ni siquiera para exigir, sino para no dejarse morir.

¿Cómo evalúa este proceso en el que viene la Comisión, de ampliar conversaciones sobre el conflicto? Por ejemplo, lo que pasó con Ingrid Betancourt y el reconocimiento de las FARC, por primera vez, de la gravedad del secuestro

Yo juzgo como un camino adecuado hacer el proceso de reconciliación en vivo. A mí me parece que ese es un camino acertado. Si bien es peligroso, porque puede revivir dolores y puede radicalizar polarizaciones, también creo que este país necesita escuchar lo que pasa, y necesita sentirlo y verlo sin que lo libreteen, sin que ocurra en las oficinas cerradas, porque demasiados actos de reconciliación se han vivido a puerta cerrada. Creo que eso es lo que necesita oír este país para remover esas fibras que por cuenta de la guerra se nos han vuelto supremamente duras y ya nada las cimbronea, nada las toca, nada las hace sentir; y cuando uno escucha una versión como la de Ingrid, evidentemente uno siente que el camino de la reconciliación está avanzando, que la verdad está abriéndose paso, que las Farc también necesitan responder con una verdad, una razón, una explicación sobre lo que pasó. Digamos que a mí me alegra, pero a la vez me da miedo que el camino que tome la Comisión sea el de dedicarse a los eventos y a los foros, a los grandes encuentros, y no resuelva lo más importante: cómo va a contar el informe final. Porque si lo que se va a contar en el informe final es un documento de dos mil o de tres mil páginas, lamentablemente creería que el país perdió una de las grandes oportunidades históricas que ha tenido.

Cerremos con eso. ¿Usted qué cree que debe ser el informe final?

A mí me gustaría que la Comisión de la Verdad se la jugara por hacer de la verdad grandes historias que la gente pueda ver, oír, consultar, leer; que abriera esa caja de pandora de las versiones que han permanecido encerradas en verdades gremiales, como la versión de las Fuerzas Armadas, de Farc, de los paramilitares, de los periodistas, de los ganaderos. Me gustaría ver desatadas esas voces y esas versiones y poder palparlas en sus distintas facturas. Me gustaría que de esto salga un documental o muchos, que no fueran las páginas escritas por una comisión de sabios que quedan ahí guardadas para otros sabios que tal vez se interesen por entender qué fue lo que dijeron esos once comisionados. Me temo que ese es el reto más grande que están asumiendo y confío un poco en que la Comisión, liderada por la sabiduría de Pacho e integrada por unos comisionados jóvenes y activos, y maduros otros, es capaz de asumir ese reto de no entregar un producto monológico y escrito en un solo sentido y en una sola lengua: la que entienden los académicos.

 


Esta entrevista fue publicada originalmente el 26 de septiembre de 2020, aquí.