Esta comunidad del Oriente antioqueño pidió a la Unidad para las Víctimas su reconocimiento como sujeto de reparación colectiva, pero la solicitud fue rechazada. Por eso, interpuso un recurso de reposición buscando que la respuesta sea reconsiderada. 

 

Por Pompilio Peña Montoya

Foto: Noticias La Unión Antioquia 

El interés por comprender el pasado violento de su pueblo y de entender cómo éste retrasó el empuje agrícola que perfilaba a Mesopotamia como un territorio próspero, motivó a Yuliana Arango Valencia, habitante y víctima del conflicto en este poblado, a emprender con el apoyo de la comunidad lo que ella considera hoy “un trámite minado”, pero necesario: solicitar a la Unidad Nacional para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (Uariv) que este corregimiento del municipio de La Unión, en el Oriente de Antioquia, sea reconocido como sujeto de reparación colectiva.

Con ese propósito en mente y en representación de la comunidad, Yuliana rindió su declaración como víctima ante la personería municipal y radicó la solicitud para que Mesopotamia fuera reconocido como ‘sujeto colectivo no étnico’. Ambos trámites los realizó en una fecha simbólica: el 26 de abril de 2019, día en que los habitantes de este corregimiento conmemoraron por primera vez los 19 años de una masacre perpetrada por los paramilitares el 26 de abril del año 2000, durante una noche lluviosa en que asesinaron a cinco personas.

Para la conmemoración, los líderes sociales de Mesopotamia organizaron un acto simbólico y convocaron a una eucaristía a la que asistieron los familiares de las víctimas; desplazados del corregimiento desde la masacre. El acto fue apoyado, entre otras organizaciones, por la Uariv, que durante la jornada les brindó orientación psicosocial y legal a las personas. Al evento también asistieron representantes de la Comisión de la Verdad, Prodepaz, el Concejo y la Personería de La Unión.

A partir de la fecha de radicación de la solicitud, la Unidad para las Víctimas debía notificar a Yuliana si su petición era aceptada o no. A ella, la violencia que durante al menos 30 años ejercieron grupos como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), le parecieron suficiente para justificar su petición ante la Unidad. Sin embargo, catorce meses después, el 28 de junio de 2020 a través de la Resolución N° 2020-6632, Yuliana recibió una resolución por correo electrónico mediante la cual la Uariv le notificó la negativa a la inscripción de la comunidad de Mesopotamia en el Registro Único de Víctimas.

Los dos argumentos para el rechazo de la solicitud fueron, según la Uariv: extemporaneidad en la declaración y falta de evidencias suficientes en la narración de los hechos llevados a cabo por Yuliana para comprobar la vulneración de los derechos colectivos de los habitantes de Mesopotamia. Diez días fue el plazo que le otorgaron a Yuliana para interponer un recurso de reposición en subsidio de apelación frente a la Resolución No. 2020-6632.

El recurso, con el que esperan reclamar sus derechos, es hoy un documento de dieciocho páginas que de nuevo está siendo estudiado por la Uariv, y en el cual se pormenorizan un conjunto de hechos históricos que desintegraron el tejido social del corregimiento en las últimas décadas.

Según la Uariv, la solicitud es extemporánea porque se presentó fuera de los tiempos establecidos por ley. A lo cual, Yuliana manifestó que “la Unidad tan sólo aclaró el término máximo para las declaraciones de parte de los sujetos colectivos el día 21 de junio de 2019, mediante la Circular 00021 del mismo año. Esto quiere decir que dicha reglamentación surgió casi dos meses después de haber sido presentada la declaración ‘Sujeto Colectivo No Étnico Comunidad de Mesopotamia’, que realicé el 26 de abril de 2019, día en el que se conmemoraron 19 años de la masacre”.

El segundo argumento de la Uariv es que no se hallaron los elementos suficientes en la narración de los hechos como para establecer que la comunidad de Mesopotamia había sido víctima de múltiples vulneraciones a sus derechos colectivos, como el de la libre circulación. Para lo cual, en el recurso de reposición, se pormenorizaron diez hechos violentos vividos en el territorio entre los años 1990 y 2005, provocados por las guerrillas del ELN, las FARC y las AUC.

 

Relato de una masacre

“Mis pesadillas ocurren en Mesopotamia”, dijo Gladys Arango Jaramillo refiriéndose al impacto que le dejó la época de violencia en su pueblo natal. Ella es hija de Arbey Arango Ruiz, quien fuese el propietario de la tienda de víveres ubicada en el parque del corregimiento, en donde el 26 de abril del 2000, a las 7:20 de la noche, las autodefensas dieron muerte a Óscar Bedoya y a Diego Armando Campo, estudiantes de secundaria; a Diego Alexander Arango, hermano de Gladys; a Juan Cástulo Jiménez, docente del pueblo; y a Luis José Cardona, empleado en un depósito de papas. Su padre pudo haber sido la víctima número seis sino hubiera tenido el valor de salir corriendo desde el interior de un vehículo en el que lo habían montado, con las manos esposadas y el rostro ensangrentado por los golpes.

Gladys Arango, quien para entonces contaba con 22 años y era madre de un niño de cuatro años, manifestó: “de haber estado en la tienda de pronto me hubieran matado también porque me enteré luego que, mientras asesinaban a los muchachos, preguntaron por mí, pues yo trabajaba con mi papá y me encontraba a un par de cuadras, encerrada con mi hermana mayor, escuchando los disparos e ignorando lo que ocurría”.

Pensó que se trataba de miembros de las FARC o el ELN, ya que por años habían estado cometiendo delitos, entre asesinatos, extorsiones y secuestros. De hecho, en febrero de ese mismo año, entre La Unión y Sonsón, un escuadrón del frente 47 de la FARC retuvo por más de 24 horas a cerca de 50 vehículos, entre buses, camperos y camionetas, incomunicando a tres municipios más del Oriente antioqueño.

Gladys y su hermana, desde el cuarto más profundo, lograron escuchar los gritos de angustia de algunos vecinos en medio de los disparos. Incluso oyeron la voz de mando de un hombre que gritó: ‘¡Se nos escapó, disparen, mátenlo!’, y enseguida varias detonaciones de armas largas.

“En un momento, me preocupé por mi hijo que estaba con mi papá en la tienda y me dio miedo que estuviera en la calle. Mi hermana me tranquilizó, que no me preocupara, que ella había pasado minutos antes por la tienda, pues venía de hacer una vuelta de Rionegro, y encontró a nuestro papá viendo las noticias acompañado de Alejandro, mi hijo. Me tranquilicé. De vez en cuando escuchábamos más disparos y, finalmente, oímos alejarse unos vehículos”, relató Gladys.

Conmemoración a las víctimas de la masacre en Mesopotamia, el 26 de 2019. Foto: Uariv.

Momentos previos a la masacre, el párroco Miguel Alberto Ramírez, por aquel entonces de 50 años, estuvo en frente de la tienda del señor Arbey Arango con un grupo de personas “sopereando —mirando— una mecha de carro de un amigo, cuando dirigí la vista a la parte alta de la calle y vi un carro sospechoso, y del susto me dirigí hacia la casa cural sin decir una sola palabra”. El sacerdote cruzó el parque y cuando estaba a punto de cerrar a la puerta, escuchó el primer disparo.

No era un solo vehículo, eran dos, y cuando frenaron al llegar al parque, de ambos se bajaron unos diez hombres armados. Casi todos llevaban el rostro cubierto. Unos ingresaron a la tienda de víveres e hicieron salir a sus víctimas con las manos sobre la cabeza. Una a una las personas fueron cayendo al suelo con tiros de gracia. Otros hombres armados subieron al segundo piso, donde estaba la casa familiar, y comenzaron a abrir cajones, a tirar todo al piso, y a robar objetos de valor, mientras golpeaban al señor Arbey Arango, a quien le preguntaban dónde estaban unas supuestas armas y un dinero.

“Entonces escuché que alguien gritaba ‘no maten más, no maten más’. Y unos minutos después escuché alejare los carros. Salí a la calle para socorrer a los heridos y ya había algunas personas rodeando los cuerpos sin vida. Entonces me percaté de que los paras habían también saqueado toda la miscelánea”, recordó el padre Alberto, quien hoy tiene 70 años.

Una de estas personas presentes en la escena del crimen era Gladys Arango, quien había salido de su encierro y ahora lloraba junto al cadáver de su hermano Diego Alexander. Allí se enteró de que su madre había logrado escapar del asedio saltando a otra casa por el patio trasero y que su padre había logrado huir internándose entre las montañas. Lo insólito, es que antes de que ella llegara a la tienda, quien le contó detalles sobre la masacre fue su propio hijo de cuatros años, Alejandro. El niño, en medio de la confusión y la masacre, había logrado mantenerse al margen, siendo testigo de todo y sin que representara una prioridad para los atacantes que apenas si le dirigieron la mirada.

Gladys relató que poco después de que los vehículos se alejaron, su hijo tocó en la casa donde ella y su hermana se escondían. No lo podía creer ¿Cómo había llegado Alejandro hasta allí? ¿Dónde estaban los demás? Apretó al niño contra su pecho. Las palabras angustiadas de Alejandro le describieron lo ocurrido: “Mamá, no llore que ya pasó todo”, le dijo. “Cómo así papi, cuénteme”, respondió ella. “Ya mami, pues que ya mataron a mi tío Diego. Pero a papito no lo mataron. Él decía que lo mataran, pero entonces le pegaron y lo subieron a un carro”, relató Alejandro a su madre aquella noche. Hoy, Alejandro tiene 24 años, trabaja como comerciante con un tío, y asegura no recordar casi nada.

Gladys dejó al niño al cuidado de una vecina y corrió con su hermana a la tienda. En la acera y la calle estaban los cuerpos sin vida. En efecto, allí estaba su hermano a quien lloró durante un tiempo. Vio el local saqueado y subió al segundo piso. Parecía como si un huracán hubiera atravesado la casa. Supo que su madre estaba a salvo, entonces el padre Alberto, quien había pedido que llevaran los cadáveres al interior de la iglesia, le dijo a Gladys que era necesario ir a buscar a su padre. Una hora después solo encontraron su sombrero, manchado de sangre, sobre una calle convertida en lodazal por la lluvia.

 

Una salida sin retorno

Hoy, Arbey Arango Ruiz tiene 75 años y desde hace un año vive con su hija Gladys en un municipio del Atlántico, luego de que su esposa muriera repentinamente de un derrame cerebral. Con voz afligida, aún recuerda la noche en que varios hombres comenzaron a golpearlo sin razón aparente hasta dejarlo casi al borde de perder el conocimiento, mientras le reclamaban el paradero de unas armas inexistentes y de una plata que no tenía. “Seguro pensaron que yo era colaborador de la guerrilla. No puedo negar que, cuando el pueblo se quedó sin policías por órdenes de mandos superiores, los guerrilleros caminaban como Pedro por su casa por el pueblo y cuando llegaban a la tienda se llevaban sin pagar alimentos y enseres”, relató Arbey Arango, quien abandonó Mesopotamia al día siguiente de la masacre. “Lo extraño de todo es que desde hacía varias semanas el pueblo contaba con soldados y el día de la masacre, bien temprano, se marcharon”, afirmó.

El dolor que sintió por los golpes aquella noche no se comparó con la desolación que experimentó al comprobar que una de las personas asesinadas había sido su hijo Diego Alexander. Arbey Arango recordó que imploró que lo matarán allí mismo, pero en cambió y a la fuerza, lo subieron a un vehículo mientras saqueaban su tienda de abarrotes: “Me decían que me matarían al amaño de ellos, pero no ahí. Pensé lo peor y decidí salir corriendo, incluso escuché cuando me dispararon”.

Cerca de la medianoche, don Arbey Arango decidió salir del monte. Sus manos estaban medio muertas por las apretadas esposas que le habían puesto. Regresó con su familia, sus hijas lo socorrieron y un amigo, con ayuda de herramientas de carpintería, logró liberar sus manos.

Entonces, comenzó a correr por el pueblo el rumor de que era muy probable que los paramilitares regresaran por él. Luego de una charla con su familia, tomó la decisión de que, antes de que amaneciera, huiría a Medellín en el bus de las seis proveniente de Sonsón. Y así fue, a pesar del miedo de ser raptado en el camino, como tantas veces había ocurrido con otros habitantes y en otras vías del Oriente antioqueño, Arbey salió huyendo de su pueblo, en el que llevaba 30 años y estaba sacando adelante a su familia.

Mientras tanto, el padre Miguel Alberto Ramírez, en compañía de dos feligreses más, limpió con un trapero la sangre de los cuerpos depositados sobre el suelo de la iglesia, a la espera de que llegara un vehículo funerario proveniente de La Unión, a unos 25 minutos de Mesopotamia. Con la luz del sol muchos se atrevieron a salir de sus casas para ver lo que ocurría.

Gladys recordó que luego de despedir a su padre y darle la bendición, mientras esperaban el carro de la funeraria, decidió ir a la tienda a ordenar un poco el lugar: “Cuando cruzábamos la plaza, un celador viejito que estaba en el parque nos gritó desde la entrada del colegio: ‘volvieron, volvieron’. Y salimos corriendo y nos entramos a la casa de un amigo que nos acompañaba. Mi amigo se subió al zarzo para mirar y cuando vio el camión estacionarse en el parque, nos dijo que no hiciéramos ruido, ‘no respiren, no respiren’. Varios hombres armados y vestidos de militar se bajaron. Entonces uno de ellos grito: ‘No se preocupen, somos el Ejército Nacional’”.

A las ocho de la mañana llegó el vehículo fúnebre de La Unión para llevarse los cuerpos. A las cinco de la tarde de ese mismo día, 27 de abril del 2000, en el cementerio de Mesopotamia, daban cristiana sepultura a cuatro de las víctimas, en una ceremonia corta y con poca asistencia. El cuerpo del docente Juan Cástulo Jiménez permaneció en la morgue del pueblo mientas era reclamado por sus familiares que viajaron desde Medellín.

No solo la familia Arango Jaramillo decidió desplazarse. Durante los cuatro días siguientes salieron de Mesopotamia, según un reporte de la Unidad para la Atención y Reparación a las Víctimas, 163 de las 172 familias que habitaban el corregimiento por aquel entonces, de las cuales, en los años siguientes, retornarían 130.

Gladys, en compañía de su madre y sus hermanas, lograron salir del pueblo dos días después de la masacre, luego de que un hombre de Marinilla, propietario de un carro, se comprometiera a llevarlas hasta Medellín, con lo poco que pudieron empacar en un par de cajas y bolsas, para reencontrarse con Arbey Arango, quien había llegado a la casa de un hermano en el barrio La Milagrosa, decidido a nunca más volver.

 

A la espera de que Mesopotamia renazca

Atardecer en el corregimiento de Mesopotamia. Foto: Juan Villada.

Después de la masacre, algo en el espíritu de los habitantes de Mesopotamia se rompió. El pueblo cayó en un letargo que ha impedido el renacer de su aparato agrícola, comercial, de la vida folclórica y juvenil. Así lo afirmó Yuliana, quien añadió que no existe en Mesopotamia una Junta de Acción Comunal consolidada, ni hay grupos juveniles o de formación artística.

Ante ello, según Luz Dary Valencia Gómez, concejal de La Unión, en caso de que Mesopotamia sea reconocida como sujeto de reparación colectiva, “habría que empezar a trabajar con la comunidad el tema de memoria, verdad y reconciliación con un fuerte proceso de acompañamiento psicosocial. Yo conozco el contexto de Mesopotamia, y lo que uno puede notar es que existe mucha desconfianza, incluso rabia, entre vecinos. Por eso son tan importantes los procesos de sanación, y estos deben hacerse con adultos, con jóvenes, con mujeres. La idea es comenzar a conocer las verdades que cada uno tiene para reconstruir el tejido social y desarrollar el perdón, y esto no es cuestión de un par de talleres, debe ser un proceso juicioso y largo”.

La servidora pública, quien ha hecho parte de la Mesa Departamental de Víctimas y ha realizado acompañamientos psicosociales por más de ocho años, añadió que también es importante que el Estado haga una fuerte inversión en Mesopotamia en tres frentes: el deportivo, el cultural y la salud. “Este corregimiento solo tiene una cancha en malas condiciones, no existen procesos culturales permanentes y su centro de salud solo abre unos pocos días”, reveló.

Quien también ha acompañado a la comunidad en este proceso es el personero de La Unión, Jorge Álvarez Buitrago. Él aseguró que el abandono estatal de este poblado es casi total y que de la pujanza que lo caracterizó en los años noventa no queda casi nada.

“En el corregimiento había familias pudientes, con grandes cultivos de frutas, pero sobre todo de papa, que es el producto por excelencia. De hecho, antes de que llegara la violencia fuerte, campesinos de municipios vecinos como Abejorral, Sonsón, Argelia y Nariño, llegaban a Mesopotamia a vender, a comercializar sus productos, a hacer trueques y a buscar clientes. Esta posición geográfica estratégica fue la que llamó la atención de los grupos armados, y su guerra por el poder terminó afectando directamente a la comunidad”.

Por ahora, Mesopotamia sigue a la espera de una respuesta a favor de su deseo de entrar en un proceso de reparación colectiva, con el fin de reactivar las dinámicas de un pueblo que se siente abandonado.