Evocando su libro Mala hierba, el punkero Carlos David Bravo recordó a la Medellín de los años ochenta y noventa como un basurero que se convirtió en cementerio, y relató la manera como el punk les salvó la vida a miles de jóvenes.

 

Por Camilo Castañeda Arboleda

¿Cómo sobrevivieron los jóvenes en la Medellín de los años ochenta y noventa? Esa es la pregunta que me hago cuando hablo con alguno de esos ‘infortunados’ a los que no les alcanzan los dedos para contar a los amigos asesinados en aquella época. Solo en 1991, el año con el mayor pico de muertes, ocurrieron en la ciudad 6.810 homicidios, en promedio: 18,7 homicidios diarios, según datos del estudio Mortalidad por Homicidio en Medellín, 1980 – 2007[1].

El punkero Carlos David Bravo, baterista y fundador de la banda Desadaptadoz, creada en el barrio Castilla en 1987, es uno de los ‘infortunados’ que ofrece una de las múltiples respuestas que puede tener esa pregunta. Él dice que “los salvó el punk, la música, el arte y el azar”.

Hace un par de años, Carlos David, conocido como ‘Caliche’, publicó Mala hierba, un libro en el que ofrece su memoria del punk en el barrio Castilla y en la ciudad Medellín. Ahora, en esta entrevista, profundiza su experiencia sobre ese relato que inevitablemente está atravesado por historias de violencia, pero que, sobre todo, ahonda en el punk como un foco de resistencia, una crítica a la sociedad y una reivindicación de la vida.

 

¿Cómo llegó el punk a su vida, a la vida de los muchachos de Castilla?

Yo desde niño veía pasar a los rockeros por la carrera 68, que es la principal de Castilla, y siempre era muy novedoso verlos con su melena, con su ropa, andando en las galladas que empezaron a formarse como en 1983. En esa época también los amigos de la cuadra comienzaron a escuchar rock, lo más popular, como Kiss, Queen, Michael Jackson. Entonces a nosotros nos dio esa picazón por pertenecer a una gallada, no ser solo los de la cuadra con los que jugábamos fútbol. Comenzamos a conocer gente, a conseguir música y en ese momento llegó el punk. Entonces escuchábamos rock y punk, pero no había una editorialización clara de qué era el punk; era una especie de rock que nos gustaba por el ritmo, pero no sabíamos qué era.

¿Cómo empezaron a sumergirse en esa estética del Punk?

Comienzó a llegar información, una que otra fotocopia, discos de punk y nos motivaba más tener esa información. El 20 de diciembre del 85 se hizo el primer concierto de punk en la ciudad. Fue en el barrio Efe Gómez, con la Peste, a partir de ahí eso nos cambió todo porque dejamos de ver a un grupo de rock, como si fueran los famosos. Ahí vimos que era cercano, que podíamos armar un grupo. Una gallada que se llama Los Dementes del barrio Doce de Octubre convocó después a unas reuniones. Fueron galladas como Los Kennedy, Los Pork, Los Nazi (que éramos nosotros), Los Pick, Los Demon. Eran encuentros para hablar de qué era el punk y cuál era la importancia de que nos metiéramos todos en un solo colectivo, porque a partir de ahí podíamos comenzar a gestionar locales, a hacer instrumentos y a encausarnos por el punk. Ver: El barrio Castilla a paso punkero

¿De ahí es que surgió Desadaptadoz?

Cuando esta gente de Los Dementes nos invitó a esas reuniones y nos habló de que se podían hacer los instrumentos, nos abrió la inquietud de crear una banda. Empezamos a conseguir tarros de galletas con papel de radiografías y tratamos de hacer cualquier sonido. Después compramos una guitarra acústica.

En el 86 se creó en Castilla el primer ensayadero de punk de Medellín, que lo puso Fredy Rodas de la banda NN en su casa. Nos manteníamos ahí y era la posibilidad de estar, con instrumentos, junto a músicos. Eso también nos motivó. La primera banda fue Pichurrias y de este grupo se pasaron tres integrantes para Desadaptadoz. Era muy difícil ensayar porque tocaba con esa guitarra de palo y yo simulaba el ritmo de la batería golpeando el piso con los pies.

En esos años también se abrió el ensayadero de Luis Emilio, en el barrio Laureles, por donde pasaron prácticamente todas las bandas de rock del momento. No eran buenos los instrumentos, pero era lo que había. Allá nos encontrábamos con la gente de P NE, Denuncia Pública, NN, Imagen, era un punto de encuentro y de tanto vernos surgieron iniciativas como armar un festival.

Eso era emocionante, era de vivirlo, de disfrutarlo. A veces teníamos la plata de los pasajes, pero más bien comprábamos vino y nos veníamos con una grabadora escuchando el ensayo desde Laureles hasta la casa.

Ubiquémonos en el contexto de esa Medellín de mediados de los ochenta. Hoy la ciudad carga con el estigma de ser muy conservadora, pero ¿cómo era ser punkero en los barrios, en aquella época? Castilla, por ejemplo, tenía tradición de organización obrera y comunitaria.

En la actualidad, Carlos David Bravo, baterista y fundador de la banda Desadaptadoz, es un líder cultural y comunitario del barrio Castilla donde promueve el punk y la memoria. Foto: Camilo Castañeda, Hacemos Memoria.

A pesar de eso igual fue un choque. En ese momento nosotros éramos antisociales, no queríamos un diálogo con la sociedad, estábamos opuestos a todo lo que fuera institucional, era un choque brutal. Pero esas mismas condiciones sociales que había  Castilla, de ser barrio obrero y organizado, permitió que el punk se desarrollara porque no tuvimos una censura tan fuerte. Les molestaba a muchas personas, pero otra gente nos apoyó. Por ejemplo, en el barrio Lenin nos prestaban la caseta comunitaria para hacer los primeros conciertos, los primeros pogos. La gente también nos veía como algo cómico.

¿Cómo recuerda esa Medellín de su infancia y de su adolescencia antes de que llegara el punk?

Los setenta fueron demasiado inocentes para mí. Los ochenta fue un bombardeo de muchas cosas. Mi hermana era estudiante de Historia en la Universidad de Antioquia, era un momento en el que había un movimiento estudiantil muy fuerte y mi papá trabajaba para Obras Públicas del Municipio de Medellín y estaba sindicalizado. Entre ellos dos se daban conversaciones sobre las noticias y los periódicos que leían y me enteraba de todo. Yo escuchaba la música social que ella llevaba a la casa: Mercedes Sosa, Facundo Cabral, Víctor Jara, Violeta Parra, eso fue lo primero que escuché, entonces me movía entre el rockcito y la música andina y social. Además, mi mamá tenía como un afecto por el M-19. Cuando ocurrió la toma de la Embajada de República Dominicana, en 1980, en mi casa todo el día eran noticias sobre qué pasaba con los guerrilleros.

De esa época recuerdo además las marchas que se hicieron, por ejemplo, los paros cívicos en Castilla, en los que la gente salió a hacer barricadas con llantas y a pintar las paredes. Y los pelaos cuando salíamos a la calle a caminar el barrio y a ver qué estaba pasando, nos dábamos cuenta de que en algún sector estaban tirando piedra y allá llegábamos.

También nos comenzamos a dar cuenta de otras cosas que pasaban, por ejemplo, nosotros parchábamos mucho en la carrera 68. Un fenómeno de aquella época eran los muchachos en moto, grupos de 15 motos que subían por esa calle a tremenda velocidad. Nosotros muy sanos, muy inocentes, ni fumábamos marihuana, y en una de esas a uno de estos moteros se le cayó una bolsa, la recogimos y era un paquete grande, como azúcar. Se devolvieron bravos y nos pidieron que la entregáramos. ¿Qué sería eso? Claro era pura cocaína, ahí ya empezaron a salir los combos en las esquinas armados, a matar la gente. Entonces, comenzamos como a aterrizar en la realidad. El año en que salió Desadaptadoz, en el 87, fue cuando mataron a Abad Gómez, a Luis Felipe Vélez, a Leonardo Betancur, era años en los que ya uno solo veía muerte y muerte.

¿Cómo fueron esos años de ser punkero en medio de esa violencia? ¿Fueron blanco de los actores armados que había en la ciudad?

Yo pienso que el punk no fue reconocido desde sus elementos subversivos, fue visto más como un fenómeno juvenil pasajero, por eso no hubo censura. Creo que tuvo una cierta libertad. Los policías fueron nuestros enemigos, nos pisaban los talones donde estuviéramos y si había un pogo o un concierto nos sacaban a todos y nos llevaban para la comisaría. Si nos veían en la calle nos requisaban y nos humillaban en público, por ejemplo, haciéndonos bajar los pantalones frente a la gente. La policía nos persiguió y nos reprimió.

¿Cree que el punk lo alejó de entrar a ese ambiente hostil de las bandas y el narcotráfico?

Es obvio que el punk nos salvó la vida. Si el punk no hubiera tocado mis sentidos, yo hubiera caído en otro camino. En ese momento entraba el dinero del narcotráfico, las motos nuevas de alto cilindraje, los locales de consumo de drogas que se estaban abriendo, las modas con la ropa y todo el cuento. En la esquina nosotros veíamos a los amigos con los que nos habíamos criado, jugado fútbol, estudiado. Ellos comenzaron por otro lado, uno veía cómo se transformaban en la forma de vestir y sobre todo en la corporalidad, el cambio de la mirada y de los gestos de la cara.

Eso me afectó mucho, verlos todos careduros, todos fuertes y la amistad cambiaba. A nosotros nos veían como los estúpidos, los bobitos que se quedaron por ahí escuchando rock, yo por eso digo que la música nos salvó.

El punk nos abrió ventanas,  como ese disco Sandinista de The Clash, y nos preguntábamos qué era eso y resultó que fue la revolución en Nicaragua. Entonces, a partir de ahí empezamos a tomar distancia y a tener una conciencia social de que ese no era el camino, de que estábamos en contra de esas violencias. También al ver todo ese montón de amigos morir, morir y morir. Fue muy fuerte y uno no sabe por qué todavía está vivo. Me pasaron muchas cosas esos años acampando, por ejemplo, un día acampando los paramilitares llegaron y nos tiraron al piso. No sé por qué no nos mataron.

Eso fue una masacre generacional que al día de hoy no dimensionamos. Murieron jóvenes que pudieron ser buenos matemáticos, físicos. Jóvenes que en el colegio eran unos tesos, que yo los admiraba y que cogieron ese otro camino. Y uno dice, ‘jueputa’, si toda esa generación no hubiera caído ¿Qué sería de esta ciudad, hermano? Seríamos algo completamente distintos. Y una cosa que hay que decir y es que esos años de mayor violencia, también fueron los de más producción del punk: se hicieron más grabaciones, más fanzines, más conciertos, surgieron más bandas. Ante más violencia hubo más arte.

Se realizó, por ejemplo, el festival Más allá de la Piel en el año 91, que es uno de los más violentos ¿Cree que esas iniciativas surgían explícitamente como resistencia o eran la forma de seguir viviendo?

Más bien creo que era lo segundo. Era una necesidad de estar, de seguir y de hacer presencia. Si las calles están desocupadas no hay señal de seguridad, hay señal de peligro, entonces, ocupar las calles era reivindicar la vida. Por eso, creo que las cosas no se hacían tanto como una forma de rechazo a lo que pasaba, sino porque era la dinámica nuestra, por la necesidad de hacer, de crear y de estar ahí.

¿Cómo influía ese contexto en la música que producían las bandas de punk, como Desadaptadoz? Ustedes por ejemplo musicalizaron poemas de Jesús Peña, un poeta del barrio que fue perseguido y finalmente desparecido en Bucaramanga por su acción política.

Nosotros siempre hemos tenido esa visión social. Teníamos canciones como Guerra sucia o Colombia muere en las que hablábamos de las desapariciones, de la persecución a los sindicalistas y a los estudiantes. Recuerdo que en esa época yo guardaba las páginas Magazine Dominical del Espectador, que dirigía Juan Manuel Roca, donde publicaban literatura y poesía de escritores muy buenos. Un día leí unos poemas de Chucho (Jesús Peña) y yo pensé que eso había que musicalizarlo, ¿cómo íbamos a dejar que se perdieran? Oscar, el guitarrista de la banda, me dijo que Chucho era el hermano de Pedro, un vecino de la cuadra y yo no le creía. Al otro día fui donde Pedro y le pregunté y me dijo que sí, entró a su casa y sacó el primer y único poemario que Chucho escribió, se llama Estricto uso y abuso y me lo regaló, para nosotros eso fue como un permiso. A partir de ahí empezamos a montar las canciones y nos dimos a la tarea de hacerle un homenaje en Castilla.

Usted escribió Mala hierba, y junto a otros punkeros realiza recorridos de punk y memoria por el barrio Castilla ¿Por qué le parece importante recuperar esa memoria?

Los ejercicios de memoria histórica sobre el conflicto no ven al Punk como un espacio importante para analizar y mirar otras narrativas que fueron interesantes y que se crearon en el mismo momento, in situ. No lo ven con esa importancia de hacer una lectura sobre las líricas, los sonidos, las carátulas, qué estaban diciendo de la guerra que vivía la ciudad y que estaban creando otra narrativa desde los mismos jóvenes, que no es la voz de la víctimas, es la voz de la resistencia. Entonces, yo creo que por eso la necesidad de recuperar la historia a través del libro.

 


[1] El estudio Mortalidad por Homicidio en Medellín, 1980 y 2007, realizado por el Grupo de Investigación Violencia y Salud de la Universidad Nacional de Colombia, reveló que entre 1980 y 2007 fueron asesinadas en la ciudad 84.863 personas, de las cuales el 50% tenía una edad de 25 años o menos. El año con el mayor pico de muertes fue 1991 con 6.810 homicidios, un promedio diario de 18,7 homicidios por cada cien mil habitantes.