Mientras asesinan a los líderes sociales, las encuestas luchan por recuperar la languidecida imagen del actual mandatario que, a poco de que se cumpla el primer año de su posesión, ni siquiera logra gobernar el país en donde al parecer se han instalado los bárbaros.

Por: Judith Nieto*
Foto: Comisión de la Verdad

Una víctima. Otra víctima. Muchas más víctimas cubren las líneas de las historias conocidas gracias a los medios de comunicación en los que la palabra aún no ha sido arrestada. Por eso se pudo conocer la noticia del asesinado del líder social Dagoberto Álvarez Claro, tesorero de la Junta de Acción Comunal de la vereda Miraflores, ubicada en Playa de Belén, municipio de Norte de Santander.

Este reciente homicidio, perpetrado por “fuerzas oscuras” que sin consideración siegan día a día la vida de indefensas víctimas, ocurrió el pasado primero de junio. El asesinato de otro líder social, que no contaba con protección especial, no solo incrementa la cifra de muertos, sino que también muestra cómo, en un país que vive el posconflicto, continúa la ola de violencia por encima de lo suscrito en los Acuerdos de Paz.

Sin duda, la persecución y muerte de estos defensores de derechos humanos, y, con ellos, de proyectos de desarrollo para sus comunidades, se ha incrementado desde el 2016, sin que se avizore autoridad o ley alguna que se esfuerce por detener esta “masacre”. No hay quién se haga responsable y, mucho menos, quién detenga estos lamentables hechos que por momentos parecen extraviar la esperanza de vivir en un territorio libre de guerra.

El asesinato del líder Álvarez Claro en la convulsionada región del Catatumbo es apenas “uno más”, una noticia que mañana seguramente hará parte de esta historia en la que este tipo de crímenes se “dejan pasar”. Mientras tanto, las encuestas luchan por recuperar la languidecida imagen del actual mandatario que, a poco de que se cumpla el primer año de su posesión, ni siquiera logra gobernar el país en donde al parecer se han instalado los bárbaros.

Cuando esta columna sea publicada, a este crimen, “uno más”, se habrán sumados “otros más”, muertes o ataques a quienes han quedado “bajo sospecha”, vulnerabilidad que, casi sin falla, acaba en muerte.

Pese a las amenazas, la desprotección y la sucesión de homicidios que recaen sobre esta población, los demás líderes sociales —integrantes de este nuevo grupo de víctimas—, siguen en su lucha y lo hacen con la palabra, imposible de derrumbar. Y aunque sienten el peligro, siguen aferrados con las comunidades a las que se deben. Se mantienen de pie, pese a la certeza del riesgo tantas veces manifestado con rostro de muerte. Entonces, el hilo de la historia se prolonga, las investigaciones sobre estas muertes se inician, pero se engavetan o se amañan, como es propio de regímenes pavorosos en el que hasta la palabra es arrestada.

Dagoberto Álvarez Claro es uno de los últimos líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinado en Colombia en el 2019. Con él, la suma asciende a 61 líderes que han perdido la vida violentamente en lo corrido del año, en este país confrontado de modo irracional y vehemente. Ese es el presente vivido de una nación donde quienes tratan de hacer justicia y responder a las víctimas son “fustigados casi hasta el insulto”, como lo expresa la periodista Cecilia Orozco en una reciente entrevista a la valiente y decente “presidenta de la vapuleada Jurisdicción para la Paz”, magistrada Patricia Linares.

Dagoberto Álvarez Claro es la nueva víctima de estos aterradores crímenes, con frecuencia denunciados, pese a lo cual se perciben impasibles al Estado y a una parte considerable de la sociedad. Ese es el clima que se respira en estos tiempos en que la hibris se ha apoderado de ciudadanos y partidos políticos que no cesan de interferir en la paz pactada, y que pretenden arrinconarla en medio de un fuego tenue que alumbra la continuación de la guerra.

Esta nueva víctima, sin protección estatal, nos tiene que hacer pensar en la urgencia de obturar el odio generalizado que respira la sociedad, en la necesidad de limitar y, en lo posible, erradicar las fuentes que lo alimentan; esa es la única forma de evitar esta especie de obsesión, casi de locura de tantos colombianos empecinados en precipitar el desastre.

Sí, escribir sobre este nuevo líder social caído lo obliga la esperanza de clausurar las noticias sobre una víctima, otra víctima, muchas más víctimas. Es necesario hacerlo porque el horror desconoce el silencio. Se insiste porque no hacerlo es resignarse a la pérdida de la ilusión, apuesta por la que han optado muchos actuales dirigentes del mundo que gobiernan en aras de beneficios individuales y en detrimento de la esperanza colectiva.

*Profesora de la Escuela de Microbiología de la Universidad de Antioquia

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.