El presidente Juan Manuel Santos anunció que el cese al fuego bilateral se prolongará hasta el 31 de octubre. Timochenko, comandante en jefe de las Farc, preguntó: “¿De ahí en adelante qué?”. El Acuerdo de La Habana tiene esta semana su prueba de fuego al definir de qué manera la representación del no intervendrá para aportar, modificar o disentir, hasta sellar la implementación de los puntos hasta ahora negociados. Los ciudadanos, mientras tanto, siguen expectantes y en vilo. Los del sí se impacientan por la paz; los del no esperan que sus reparos no sean traicionados. 

Por Margarita Isaza Velásquez

Lo elemental: sí significa sí y no significa no. Son monosílabos que no admiten asteriscos ni peros adelante. O es lo uno o es lo otro. Y aquí, en Colombia, sabia o torpemente le hicieron una pregunta a la población votante, pregunta de disyuntiva y de decisión sobre el futuro: “¿Apoya usted el acuerdo final para terminar el conflicto y construir una paz estable y duradera?”. Los colombianos votaron, y con 62% de abstención, la respuesta negativa apenas ganó.

¿Y eso qué quiere decir? Que la horrible noche del himno nacional aún no ha cesado y que hay que esperar. Si el sí hubiera ganado, ahora mismo se pondrían en marcha los puntos principales del Acuerdo logrado en La Habana entre el Gobierno de Colombia y los representantes de las Farc. Los cerca de 20 mil soldados y milicianos rasos que componen la guerrilla más vieja del mundo estarían comunicándose con sus familiares y anunciando el regreso a casa; los niños reclutados estarían camino al cobijo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar; y sí, las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia habrían sido liberadas.

Como ganó el no, aún no se sabe qué va a pasar. La incertidumbre, a pesar de los vientos de calma que soplan desde La Habana y desde la Casa de Nariño, es el miedo de estos días posteriores al plebiscito. Son los días después de la nada.

Ganó el expresidente Álvaro Uribe, hoy Senador de la República y líder del Centro Democrático, movimiento que encabezó la campaña por el no. Esta rivalidad entre la afirmación y la negación fue en poco menos de un mes el colofón de una guerra interna dentro de la gran guerra colombiana, que ya cumplió medio siglo y, aunque hay voluntad de los principales actores, sigue vigente. Los ánimos caudillistas, la irreflexividad del cardumen electoral, los desvíos en las encuestas, los mitos infundados de futuros apocalípticos, la demora en la comunicación del Acuerdo, la distancia entre los negociadores y los colombianos, todo ello pesó, tanto como se ha analizado en redes sociales y espacios periodísticos, para que el no le ganara al sí por una diferencia de 53.894 votos, es decir la gente que le cabe al Estadio Atanasio Girardot de Medellín.

El expresidente Uribe quiere vigencia, quiere sentarse a negociar, pero su voluntad política antes de las votaciones fue limitada. Ha dicho que en Colombia no hay ni hubo guerra, ha dicho que lo que hay y ha habido es terrorismo. El ciudadano de a pie se pregunta si así se puede negociar. Sin embargo, después del triunfo del no, los líderes del Centro Democrático han llamado a la unión entre los colombianos, han expresado que también quieren la paz aunque la negociación deba continuar.

Los ciudadanos que se convencieron del no tenían entre sus argumentos que el Acuerdo significaría la rendición del Estado frente a las Farc, la derrota moral de las Fuerzas Militares y la impunidad para un grupo que supo golpear a civiles indefensos. Desde el no, se promovió la idea de que Colombia se convertiría en una nación “castrochavista”, muy similar a la Venezuela de hoy, país acompañante del proceso de diálogo en La Habana. También llegó a oírse que la guerrilla colmaría el Congreso, que los rasos obtendrían sueldos de dos millones de pesos y que jamás se sabría de un acto de perdón. Para ellos, que ganaron la elección democrática, Colombia se salvó de la barbarie y de la dictadura.

Entre tanto, el país que buscaba el sí, estaba enfocado en las víctimas de los distintos actores armados. Los argumentos apuntaban a la reconciliación, a la dejación de las armas por parte de las Farc, al imperativo de la legalidad y la no repetición, y a la necesidad de construir un nuevo país con una perspectiva más amplia, incluyente, donde pudieran escucharse distintas versiones, incluidas las de quienes fueron al monte a cargar un fusil.

Dos Colombias muy diferentes pintaban las opciones del plebiscito. Ambas, de alguna manera, quedaron en suspenso, pues lo pactado desde el 4 de septiembre del 2012 entre el Gobierno nacional y los representantes de las Farc tendrá que conversarse para hacer posible su implementación. En esa mesa de dos puestos, un tercer actor, en tensión con los demás, tendrá intervención: se trata de la fuerza política que representa el expresidente Álvaro Uribe.
Las preguntas, a partir de esta inferencia, se multiplican para contribuir a la incertidumbre.

Hasta el momento, las partes que suscriben el Acuerdo de La Habana han afirmado que la voluntad política de la paz continúa, que este momento es un alto en el camino pero no una renuncia ni un regreso. El presidente Juan Manuel Santos empeñó su palabra en garantizar la institucionalidad y continuar con el propósito del Fin del Conflicto hasta el último dia de su mandato en agosto del 2018. Rodrigo Londoño, alias Timochenko, comandante en jefe de las Farc, ha expresado que los ajustes que deben hacerse son políticos y no jurídicos, que la voluntad del grupo guerrillerno es dejar las armas y llegar a la legalidad. Álvaro Uribe definió a tres representantes afines al Centro Democrático para conversar con el Gobierno nacional; manifestó que el anhelo de la paz es de todos los colombianos.

El Acuerdo tiene esta semana su prueba de fuego al definir de qué manera la representación del no intervendrá para aportar, modificar o disentir, hasta sellar la implementación de cada punto hasta ahora negociado. Los ciudadanos, mientras tanto, siguen expectantes y en vilo. Los del sí se impacientan por la paz; los del no esperan que sus reparos no sean traicionados.

Y las víctimas de Colombia, es decir los habitantes del contorno del mapa, siempre en la periferia del poder, continúan firmes en su voluntad de perdón, anhelantes y dispuestos a la construcción de un país más incluyente, donde puedan volver a la tierra de la que debieron huir y donde sus búsquedas de verdad, justicia, reparación y no repetición sean posibles.

El sí y el no, los monosílabos que siguen dividiendo al pueblo colombiano, fueron expresados de forma diferencial en centros urbanos y zonas rurales. En Bojayá, por ejemplo, un municipio del Chocó donde el Frente 58 de las Farc mató con un cilindro de gas a mujeres, hombres y niños que se refugiaban en una iglesia, los habitantes de hoy, sobrevivientes de esa y todas las violencias, dieron su lección de futuro: 1.978 personas respaldaron el sí a la paz, y tan solo 87 votaron por el no. Lo mismo sucedió en pueblos signados por el dolor de la guerra: Caloto, Cajibío, Miraflores, Silvia, Barbacoas, Tumaco, San Vicente del Caguán, Apartadó, Mitú, Valle del Guamuez, La Macarena, Puerto Asís, Toribío, y muchos más.

En Bogotá y en Cali, por su parte, el sí ganó con margen estrecho, lo que significa que el no, sin ser rotundo, fue decisivo. Y en Medellín, la capital industrial de donde surgió el expresidente que apoyó el no, se selló el margen de disputa para el consolidado nacional: allí ganó el no.

De la consulta al pueblo quedan dos conclusiones: la primera es que la división ideológica y moral permanece. Por una parte, los que ven el fin de la guerra como un imperativo para detener la violencia y comenzar un proceso de posconflicto; y por otro, los que consideran que la negociación es inconducente a la paz y aún puede esperar.
La segunda conclusión es quizás más grave: la pobrísima preparación política de los ciudadanos colombianos que quedó demostrada en la mayor abstención de los últimos 22 años y en el nivel de las discusiones de opuestos que se observó en el mes más polarizado de la historia del país.

(Foto: Leonardo Gaitán)