En la ciudad hay cerca de 90 excombatientes de la guerrilla de las FARC. Le piden al gobierno que desembolse pronto los recursos para poner en marcha sus proyectos productivos.

Por: Pompilio Peña Montoya

‘Sara’ no supo dónde cayó la primera bomba, ni la segunda. Aturdida por el estrépito de las balas punto 50 contra el suelo y las paredes de la casa, distinguió los gritos de sus camaradas y su pavoroso huir hacia el interior del bosque. Corrió detrás de un árbol y vio la destrucción en la que iba quedando el campamento, aterrada por las ondas expansivas de los artefactos provenientes de un helicóptero. Pensó que moriría. Al mirar hacia un tronco, ‘Santander’, un niño de diez años, cubría su rostro con las manos mientras sus rodillas temblaban de miedo. A solo veinte metros de él, su madre estaba tendida en el suelo, sin vida.

“Fue tan horrible. Cuando los compañeros lograron alejar la aeronave, vimos que otra compañera también había muerto”, recuerda ‘Sara’ con un dejo de tristeza. La operación para recoger los cuerpos en hamacas y luego cavar sus tumbas, reforzaron su temerario anhelo e ideal de revolución guerrillera. Lloró y apretó los dientes mientras consolaba el sufrimiento de unos niños ahora sin madre, una campesina que había recibido amenazas de otro grupo insurgente.

Ahora, diez años después, ‘Sara’, cuyo nombre real es Mónica Andrea Zuluaga Gallego, vive en Medellín. Dejó las armas tras el Acuerdo de Paz y ahora milita en el partido FARC.

Sin arrepentimientos

Mónica Andrea hace parte de las cerca dos mil 200 mujeres que se reincorporaron con otros cinco mil hombres. Junto a su pareja y el resto de sus compañeros de los frentes 41 y 19, dejaron las armas en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de La Paz, en César. Entonces, después de casi veinte años de no abrazar a su madre y a sus dos hermanas, decidió regresar a Medellín, la ciudad que abandonó en 1998, a los 20 años y siendo estudiante de psicología social. Cuando se le pregunta hoy, a sus 40 años, qué la motivó a embarcarse a un viaje hacia la Sierra Nevada de Santa Marta, donde terminó en las filas del grupo guerrillero, responde: “esa misma cuestión me la he hecho todos estos años”.

Por supuesto, no hay arrepentimiento en estas palabras. Recuerda que el propósito de aquel viaje era visitar una aldea de arhuacos. Un amigo que había conocido años atrás, y con quien había llegado hasta allí, le propuso luego visitar un campamento guerrillero. Fueron otras seis horas de camino montañoso hasta una emisora clandestina dirigida en ese entonces por Jesús Santrich. Mónica afirma que estaba más movida por la aventura que por querer hacer parte de un grupo del que solo tenía noticias por los sangrientos reportes televisivos. “Pero me recibieron con calidez. Llegué al frente 19, conocí los campamentos y con el pasar de los días comprendí que el ideal revolucionario llenaba mis expectativas”, comenta Mónica, quien hace parte de los 290 reincorporados que viven en el Valle de Aburrá, de los cuales 90 son mujeres.

Ellas, como Mónica, hoy viven una precaria situación derivada de la falta de oportunidades en los ETCR. Al firmarse el Acuerdo de Paz se pactó que en estas zonas se iban a desarrollar actividades productivas, pero las iniciativas no están ocupando a la totalidad de los excombatientes, y los dineros para implementar otras están quedando en trabas burocráticas. Por ello a las grandes ciudades están llegando excombatientes en busca de estudio, capacitación y trabajo. Según Juan Berrío, integrante del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), desde mediados del 2018 se intentan sacar a flote cuatro grandes proyectos a través de la Cooperativa Multiactiva Tejiendo Paz, Cotepaz, y que esperan ser financiados por el gobierno en conjunto con organizaciones internacionales, para beneficiar a reincorporados que han decidido llegar a Medellín.

Proyectos y esperanzas

Mónica Andrea Zuluaga hace parte de las 14 personas que esperan montar un taller de motos gracias a Cotepaz, pero las noticias para la financiación del proyecto se quedan en que “hay que esperar”. Ella sobrevive, junto a su pareja, con el 90 por ciento del salario mínimo, es decir, con 745 mil pesos otorgados por el gobierno. Y no deja de crear expectativa el anuncio de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, quien extendió el pasado 6 de agoto este beneficio mensual hasta el próximo 31 de diciembre, “mientras se aprueban los componentes de la etapa de reincorporación a largo plazo”. Con este dinero deben sobrevivir las excombatientes en la ciudad. Muchas de ellas viven en grupo, otras con familiares o solas en alquiler. Todas ellas han optado por vivir una militancia silenciosa. En los barrios donde habitan nadie sabe de su pasado y prefieren que sea así para evitar el estigma del señalamiento.

“Fuera de mi madre, mis hermanas y sobrinos, uno que otro vecino sabe que fui guerrillera. Pero nunca me han hecho sentir mal, ni mi familia cuando estuve en las filas, y eso que les oculté mi decisión durante tres años”, cuenta Mónica, y agrega: “Solo cuando estuvimos haciendo campaña y salimos a recorrer el centro de Medellín, no faltó la persona que nos gritó insultos”.

Una de las cosas que más preocupa a Mónica es la situación de su pareja, un reincorporado que estuvo en las Farc durante 35 años. Debido a sus profundas raíces campesinas, no se siente a gusto en a la ciudad. Le queda difícil conseguir un empleo, le molesta el ruido, el tráfico, y añora las montañas verdes, el sonido del campo y los animales, la vida simple de arar la tierra. Pero su amor por Mónica y la falta de garantías de seguridad en La Paz, le impiden volver. Mónica, por su parte, no quiere dejar a su madre enferma y se ha sentido útil participando en las actividades del partido, acompañando procesos con otras mujeres reincorporadas, como el mercado campesino permanente que beneficiaría a 35 de ellas y que se abastecería con productos de los cuatro ETCR que hay en Antioquia.

“Cuando uno está en el campo se acostumbra a andar sin plata en el bolsillo. Quienes están en los ETCR no pagan arriendo y reciben un pequeño mercado. En la ciudad todo cuenta mucho”, comenta Mónica.

Sin abandonar ideales

Según la excombatiente Andrea Cañaveral, a las excombatientes les ha costado vivir en la ciudad. Con el 90 por ciento del salario mínimo, apenas les alcanza para el alquiler de una pequeña casa y para algo de alimento. La mayoría de ellas viven en barrios periféricos y solo bajan a la sede del partido FARC, en el barrio Prado Centro, cuando es estrictamente necesario. Otras estudian en el Sena, como lo hizo Mónica, quien adelantó un secretariado y lideró la vocería de los estudiantes en protesta a un subsidio de transporte “discriminatorio” que solo era otorgado a menos de 35 años. En el Sena nunca supieron de su pasado ‘en el monte’, y a todos les encantó que, gracias a su liderazgo, Bienestar Universitario reconsiderara ampliar el margen de edad para la ayuda en el transporte.

“Las mujeres reincorporadas vivimos con dificultad en la ciudad. Por fortuna tenemos el apoyo del partido y seguimos muy pendientes de las actividades que se desarrollan en los espacios territoriales, así nos mantenemos activas y no perdemos la esperanza de que todo vaya mejorando ya que nos une un ideal”, afirma Andrea Cañaveral, cuyo nombre de guerra fue Manuela.

Mónica, durante los 18 años que tuvo un arma al hombro, casi nunca estuve en el frente de guerra. Su labor fue en las comisiones de organización, liderando actividades políticas dentro de los frentes del caribe o con comunidades apartadas. Fuera de sobrevivir al bombardeo, hay un episodio que refuerza su convicción de que está para grandes cosas en el partido FARC. Una mañana, su comandante le dijo a ella y a dos de sus compañeros que debían ir por unos medicamentos a la carretera. Un campesino los traería, pero ninguno de los tres sabía quién era. Entonces una joven, alias ‘Neli’, quien escuchaba las órdenes, manifestó reconocerlo. Mónica, quien para entonces era ‘Sara’, se quedó en el campamento. Siete minutos después, entre el monte, se escuchó una balacera. Alertados, algunos tomaron posiciones para combatir al Ejército mientras otros huían detrás de la montaña. “Si Neli no se hubiera ofrecido, la muerta sería yo”, cuenta Mónica con angustiosa sorpresa.

A hechos similares sobrevivieron cada una de las reincorporadas. Así lo aseguran Mónica y Andrea, quienes quieren rehacer una vida fuera de las armas y al lado de sus seres amados, ya sea en la ciudad o en los ETCR. Por el momento, la lucha de las reincorporadas en la ciudad es que se les reconozca algunos beneficios, como un subsidio para mercar, y que les desembolsen el dinero para poner en marcha sus proyectos productivos.