En esta columna de opinión, la abogada e investigadora Gloria Gallego reflexiona sobre la magnitud del secuestro en Antioquia y propone significados sociales de la Audiencia de Reconocimiento de responsabilidades del bloque Noroccidental de las extintas FARC, cumplida el 24 y 27 de junio en Caicedo y Medellín.

Por Gloria María Gallego García*
Foto: JEP

Antioquia es el departamento que más ha padecido el secuestro como táctica bélica durante el conflicto armado, con 8000 personas víctimas, correspondientes al 20,5 % de los secuestros ocurridos en el país. Esto lo consolida como el departamento de mayor victimización y que produjo un horror descomunal por la severidad de la violación de los derechos humanos y los daños irrogados a las víctimas directas, sus familiares y allegados.

En el conjunto de los secuestros, la antigua guerrilla de las FARC cometió el mayor número de hechos y produjo el mayor número de víctimas. Por eso, es tan importante que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) haya realizado los días 24 y 27 de junio en Caicedo y en Medellín (Universidad Eafit) las dos sesiones de Audiencia Regional de Reconocimiento del bloque Noroccidental por crímenes de guerra de toma de rehenes, homicidio, atentados a la dignidad personal y tratos crueles e inhumanos; y crímenes de lesa humanidad por privaciones graves de la libertad, asesinato, desaparición forzada, violencia sexual, tortura y otros actos inhumanos, cometidos en Antioquia, norte de Chocó, sur de Córdoba, Caldas y Risaralda.

Ante las magistradas Julieta Lemaitre, Marcela Giraldo y Nadiezhda Henríquez, siete excomandantes de las FARC fueron interpelados por 15 víctimas que convirtieron su experiencia en testimonio sobre las vidas estremecidas por la sustracción violenta y despótica de la libertad, la ignominia del cautiverio, el sufrimiento administrado de manera programada por sus carceleros, las amenazas de muerte, el desamparo, los engaños y maltratos, el asesinato o desaparición del ser querido.

Las víctimas saben, como no lo sabe nadie, que hay actos de violencia, torturas y humillaciones que acaban con la dignidad de las víctimas, de los perpetradores, de los espectadores que consienten estos hechos y, por consiguiente, de todo ser humano. Y ahora, muchas décadas después, lo reconocen ante la JEP quienes fueron victimarios y, fruto del Acuerdo Final de la Paz entre el Estado colombiano y la extinta guerrilla de las FARC, abandonaron la lucha armada, se reincorporaron a la vida civil y al ordenamiento jurídico y en calidad de comparecientes se sometieron voluntariamente a un modelo de justicia transicional responsabilizante (con un componente retributivo y un componente restaurativo), mucho más exigente que el castigo tradicional consistente en pena carcelaria en el que los condenados padecen los dolores penales en el encierro de la prisión pero no reparan realmente, no alivian el sufrimiento de nadie y la mayoría de las veces dejan a las víctimas sin reconocimiento y sin resarcimiento moral y material del daño delictivo.

El excomandante Jesús Mario Arenas (“Marcos Urbano”) reconoció:

“Yo me responsabilizo por toda la política de secuestro del bloque, pero en especial por el área en donde yo estuve de responsable o coordinador de los bloques de Oriente.

Nosotros implementamos la política del canje humanitario, fue una política nacional de FARC, buscando liberar a 3000 guerrilleros que se encontraban en las cárceles. Este proceso se alargó demasiado y empezamos acciones en todos los pueblos del Oriente.

Hicimos prisioneros a 32 soldados en diferentes tomas. Para nosotros era una cuestión de ventaja militar. Hoy reconocemos acá la prolongación del secuestro y sufrimiento de los uniformados.

Con la implementación de la política del canje tuvimos, como lo dice la magistratura, gente 12, 13 y 14 años. Nosotros fuimos participantes en la ejecución de los planes y la política, fuimos partícipes directos en varias tomas y varios hechos donde hicimos prisioneros. Soy responsable por graves crímenes no amnistiables por personas que tuvimos bajo nuestro poder.

Le decimos a Máximo y los demás que tres años secuestrados es una violación al proyecto de vida de una persona, a su carrera profesional, a su familia. Nosotros en esos años no veíamos los daños colaterales.

Nosotros teníamos lo que llamamos comisiones de cuido, en el área de San Carlos teníamos una. Ahí tuvimos todos el personal que íbamos capturando en las tomas. Le respondo a Máximo que en esas comisiones de cuido había una máxima general, y sí era claro que a los uniformados, se trataba de estar mucho más atentos y por eso orientábamos pues a amarrarlos, todo lo que dice de los chontos esa era la realidad. Uno hace huecos ahí para hacer sus necesidades y hay unas áreas comunes, y se orientaba a la tropa que todo el tiempo fueran vigilados. No mirábamos eso de la violación de la intimidad, para nosotros era cotidiano; hoy nos damos cuenta de que es una afectación mayor a su intimidad.

En esas comisiones hay guerrilleros que vienen de una sociedad muy compleja, hay guerrilleros que como decimos nosotros son muy carismáticos, muy buena gente, hay otros que son mala gente, pero no orientábamos los malos tratos, reconocemos que al secuestrado se le maltrataba verbalmente, psicológicamente. Nosotros como jefes no íbamos a esas comisiones de cuido.

Nosotros hoy reconocemos las afectaciones de las que estamos hablando aquí, nosotros sabemos todo el dolor, todo lo recorrido por ustedes, sabemos que ese dolor no se soluciona en un acto como este; siempre he dicho que esto es un proceso mirando la víctima y les repetimos: el secuestro lo convertimos en un arma a nivel nacional. Y hoy decimos que es una política equivocada porque vulneraba los derechos más básicos de la gente, viola principios revolucionarios. Cometimos las tres modalidades de secuestro. Era una política nacional.

¿Qué nos queda a nosotros? Estamos empeñados… Nosotros fuimos jefes de frentes, tuvimos mandos, y somos, como dice Máximo, una muralla para que otros no vuelvan a la guerra; nos queda es luchar todos los días para hacer acciones de paz, yo estoy personalmente empeñado en hacer eso: he visitado San Carlos, Granada, Cocorná, San Luis buscando personas desaparecidas.

Estamos tratando todos los días de implementar el Acuerdo de Paz y que la guerra en Colombia no sea perpetua. Que haya un tiempo en que podamos estar tranquilos todos. Los que hicimos la guerra sabemos que ese no es el camino”.

Por su parte, Rodolfo Restrepo Ruiz (Víctor Tirado) expresó:

“Reconocemos los tres patrones de secuestro. El tercer patrón que era el patrón financiero: teníamos muchos gastos y decíamos que el proceso revolucionario tenía que financiarlo la oligarquía. Se secuestraban personas sin tener ninguna inteligencia de su capacidad financiera; ya en 1993 en la Octava Conferencia se consolidó la política del secuestro a nivel nacional. Los bloques y los frentes debían enviar una cantidad del dinero al Secretariado.

Mala la inteligencia nuestra y fue muchos los pobres que cogimos, los tratamos mal, los hicimos sufrir a ellos y sus familias, para más tarde ver que no tenían con qué pagar, o tocaba desaparecerlos o soltarlos así. Eso nos trajo muchos problemas.

La directiva 002 de personas que dijo que los que tuvieran más de un millón de dólares, que si no daban de manera voluntaria los secuestrábamos.

Yo personalmente como integrante del bloque Noroccidental acepto mi responsabilidad de haber implementado esas políticas a nivel de la región. También acepto mi responsabilidad como culpable en los secuestros extorsivos y con fines de canje y por control territorial.

Yo hoy reconozco todos los daños causados, el maltrato, mala alimentación, proyectos de vida truncados, muchos desaparecidos secuestrados que no volvieron a sus casas. Reconozco que hubo muchos daños para sus familias. Las familias que se quedan están más preocupadas incluso que el secuestrado, porque no sabe qué le pasa a esa persona.

El secuestro nos degradó a nosotros tanto que ya dejamos de ver al ser humano tal como es, como una persona y los veíamos como una mercancía. Para nosotros en ese momento no valía el ser humano, el que teníamos secuestrado, sino lo que podía representar para nosotros en dinero.

Lo íbamos a vender a la familia o a la empresa, era lo que para nosotros podría representar económicamente.

Yo pienso a cuántos niños los hicimos pasar las horas esperando a sus padres; a cuántas madres les tocó hacer las veces de papá y mamá para poder sacar a los hijos adelante, por culpa nuestra: ¡cantidades! Yo me declaro en ese sentido culpable también”.

Los comparecientes empiezan a suturar el desbalance moral, político y jurídico que impusieron las FARC con el secuestro: dejan de decir que este era “un acto revolucionario”, “un método lícito de financiación de la guerra del pueblo contra los opresores”, “un acto heroico”, “un mecanismo de redistribución de la riqueza”, lo cual al daño físico y económico añadía el daño moral, es decir, una lesión inasequible a los sentidos, esto es, los sentimientos que producen indignación, tristeza, ira y en algunos casos profunda desorientación moral. La conciencia moral, los valores, la confianza en los demás, las fronteras sobre lo admisible y lo inadmisible se vieron gravemente afectadas por ese discurso justificativo y por una doctrina que sirvió para formar durante varias generaciones en las FARC a los guerrilleros, haciéndoles creer que el fin revolucionario justificaba medios innobles, que la justicia social es más importante que la libertad y la vida, y que reducir a un ser humano a cautiverio era un acto revolucionario.

Hoy interpretan sus actos pasados bajo otra gramática moral y jurídica: reconocen el mal perpetrado y llaman crimen de guerra al secuestro, reconocen los daños que les causaron a miles de víctimas, se declaran responsables y asumen la obligación (individual y colectiva) de reparar los daños, ofrecen un lugar a los desaparecidos y a los muertos en cautiverio, y se comprometen a trabajar hasta el final de sus días por la no repetición del horror.

Con el reconocimiento de responsabilidades en audiencia ante la JEP, se cumple una finalidad del derecho penal en el marco de la justicia transicional que es romper definitivamente con la violencia y con cualquier apología de esta, para afrontar responsabilidades por el pasado atroz asumiendo las violaciones a los derechos humanos y llamando crímenes a sus actos, y ello coadyuva a la tarea primordial de la justicia transicional de afianzar la paz y reconstruir no solo la comunidad política sino también la comunidad moral que ha sido destruida después de un periodo de brutalización y victimización masiva.

Este es el sentido de fondo de las dos audiencias de reconocimiento realizadas por la JEP que aporta elementos para atenuar heridas personales y sociales producidas por el secuestro en Antioquia, e instar a la sociedad a buscar una explicación en lo más profundo de cómo permitió (o auspició) que semejantes crímenes sucedieran y cómo reorientarse para una sanación colectiva.

Por una parte, que se revisen a sí mismas las personas del movimiento sindical, del movimiento estudiantil y los académicos que defendieron la “combinación de todos los métodos de lucha”, validaron el secuestro como método revolucionario y fueron cómplices morales en la barbarie que padecían sus conciudadanos a manos de los grupos guerrilleros, siguiendo una visión romántica de la lucha armada como medio para alcanzar la utopía: “El secuestro es una operación financiera”, “Los enemigos de clase tienen que financiar la revolución popular”, “Un método de redistribución de la riqueza”, “Secuestrar a un rico es como quitarle un pelo a un gato”.

Por otra parte, que se revisen las personas de los sectores sociales, políticos y económicos que convirtieron la indignación contra el secuestro en furia, venganza y apología de los grupos paramilitares (a quienes creían escuderos contra el secuestro), y validaron sus métodos de terror, despreciando al marco del Estado de derecho con sus respuestas institucionales, civilizadas y limitadas al delito. Se habló de Antioquia como patria proparamilitar y mucha gente asumió como “normal” que los agentes del Estado delinquieran, los hijos de muchas familias practicaran a medianoche la limpieza social, los hacendados y empresarios pagaran esbirros y escuadrones de la muerte con, supuestamente, las mejores intenciones y en la realidad produciendo un terror mayor.

Las audiencias de reconocimiento de responsabilidades, al mirar la cara barbarie del secuestro, tienen un sentido de catarsis colectiva porque revelan verdades insoportables, reconocen daños severos a las personas, planes de vida y familias y responsabilidades, y mueven a la sociedad (particularmente a la sociedad antioqueña) a que revise sus relaciones con la violencia y genere valores cívicos, memorias que restauren la dignidad de las víctimas y la convivencia con nuevas formas de relación social que rompan los ciclos de confrontación armada, muertes, odios y venganzas.


Gloria María Gallego García es abogada por la Universidad de Antioquia y Doctora en Derecho por la Universidad de Zaragoza. Es profesora del área de Teorías del Derecho y directora del grupo de investigación Justicia & Conflicto de la Universidad Eafit. Correo: ggalleg3@eafit.edu.co.


Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.