Los secuestros que causaron tanto daño

Audiencia de comparecientes del Caso 01 de la JEP sobre secuestro.

Secuestrar a personas notables de la sociedad fue una estrategia de control territorial y una forma de presionar políticamente al Estado para negociar un canje humanitario. El bloque Noroccidental de las FARC recurrió con crueldad a este crimen. 

Por Emmanuel Zapata Bedoya.
Foto: Margarita Isaza.

Durante más de dos décadas, a lo largo del cambio de siglo, el secuestro fue una herramienta sistemática de control territorial y presión política empleada por las FARC-EP. En el bloque Noroccidental —una de sus estructuras más activas—, esta práctica hecha crimen alcanzó niveles extremos de crueldad. Casos como los del gobernador en ejercicio Guillermo Gaviria Correa, su asesor de paz Gilberto Echeverri Mejía, el cabo de la Policía José Norberto Pérez y el congresista Óscar Tulio Lizcano, revelan cómo la guerrilla convirtió a personas en moneda de cambio y a sus familias en víctimas de una guerra sin reglas.  

Hoy, a través del Caso 01 de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el país enfrenta el reto de escuchar las versiones de los llamados máximos responsables, comprender su dimensión como crimen de lesa humanidad y entender que dar la cara a las víctimas y a la sociedad es el primer paso de los comparecientes en su proceso de justicia restaurativa. 

Durante décadas, el secuestro, la toma de rehenes, fue una de las herramientas más dolorosas y persistentes del conflicto armado colombiano. Las extintas FARC-EP lo institucionalizaron como una forma de ejercer control territorial, financiar su estructura y forzar intercambios con el Estado. Dentro de esa estrategia, el bloque Noroccidental —que operó con fuerza en Antioquia, el norte del Chocó, el sur de Córdoba, Caldas y Risaralda— fue responsable del 25 % de los secuestros perpetrados por esa guerrilla, según datos de la JEP. 

Los casos antes mencionados no fueron excepcionales ni desafortunados accidentes. Fueron secuestros políticos, estratégicos y simbólicos. Y también fueron profundamente humanos: llenos de angustia, dolor familiar, resistencia y muerte. Hoy, mientras la JEP avanza en el Caso 01, denominado “Toma de rehenes y otras privaciones graves de la libertad”, y siete exmandos del bloque Noroccidental han sido llamados a reconocer públicamente su responsabilidad, estas historias nos obligan a mirar de frente una de las caras más crueles del conflicto colombiano. 

En 1993, el bloque Noroccidental —también llamado José María Córdova, Efraín Guzmán e Iván Ríos en distintos periodos— se consolidó como una de las siete estructuras regionales con las que las FARC-EP pretendían ejecutar su “Plan estratégico de toma del poder”. Desde entonces, la captura de civiles, funcionarios, militares y policías se convirtió en una práctica regular.  

Tal como lo ha establecido la Sala de Reconocimiento de Verdad de la JEP, esta organización guerrillera adoptó el secuestro como parte de una política de guerra avalada por el Secretariado, que respondía a tres objetivos claros: conseguir recursos económicos mediante el cobro de extorsiones, forzar intercambios de secuestrados por guerrilleros presos y controlar poblaciones enteras en sus zonas de influencia. 

En su punto más alto, hacia el año 2000, el bloque Noroccidental tenía 3145 combatientes y 923 milicianos. Operaban en nueve departamentos, incluyendo un frente urbano activo en Medellín y el Oriente antioqueño: el Frente Urbano Jacobo Arenas (FURJA), con el cual intentaban mantener presencia en ciudades clave como la capital antioqueña.  

El bloque fue liderado en diferentes momentos por alias ‘Efraín Guzmán’, ‘Iván Ríos’ e ‘Isaías Trujillo’, este último hoy compareciente ante la JEP, junto con otros seis mandos medios, conocidos en la guerra como ‘Marcos Urbano’, ‘Víctor Tirado’, ‘Rubín Morro’, ‘Anderson’, Pedro Baracutao y ‘Rubén Cano’. La mayoría de ellos nunca fueros procesados por la justicia ordinaria. 

La JEP les imputa no solo el crimen de toma de rehenes y otras privaciones graves de la libertad, sino también delitos conexos como tortura, asesinato, desaparición forzada, violencia sexual y tratos crueles, inhumanos y degradantes. Su estructura jerárquica, según los informes judiciales y de memoria, no era autónoma: respondía a una política nacional dirigida desde el Secretariado, entonces liderado por ‘Alfonso Cano’ e ‘Iván Márquez’; el primero, muerto en 2011 en el Cauca, y el segundo, que volvió a las armas luego de haberse apartado del Acuerdo de Paz. 

Las FARC-EP defendieron el secuestro como una herramienta legítima de lucha revolucionaria; argumentaban que, en casos como estos, se trataba de una ‘retención’ temporal, una forma de negociación con el Estado para liberar guerrilleros presos. Foto de Emmanuel Zapata Bedoya.

Guillermo y Gilberto 

Uno de los casos más graves de secuestro, por sus repercusiones en la región y en el país cuando se negociaba la posibilidad del intercambio “humanitario” de civiles cautivos por guerrilleros presos, fue el del entonces gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria Correa, y su asesor de paz, Gilberto Echeverri Mejía. Ambos fueron interceptados por hombres del Frente 34 de las FARC el 21 de abril del 2002, cuando encabezaban una caminata para promover la No Violencia hacia el municipio de Caicedo, como parte de una iniciativa de paz con las comunidades más golpeadas por la guerra. Lo que comenzó como una apuesta por el diálogo terminó en tragedia. Después de más de un año en cautiverio, los dos fueron asesinados el 5 de mayo del 2003 durante un intento de rescate militar en Urrao, Suroeste de Antioquia. En ese hecho fallecieron también ocho militares que estaban en cautiverio. 

Según el libro de Camilo Romero, Del secuestro y otras muertes, publicado en el 2004, “no se les preguntó a ninguno de los familiares, ni de los militares ni de los civiles, si estaban o no de acuerdo con ese rescate”. La fatalidad de la acción, así como la crueldad y la larga duración de los secuestros de estos personajes notables y de los militares que las FARC había estado ‘acumulando’ desde los inicios de los diálogos del Caguán (1998-2002), fueron motivo de debate, de desilusión frente a una abstracta voluntad de paz de las FARC, y de airadas declaraciones en la opinión pública durante aquellos años.  

Las muertes de Guillermo y Gilberto, de quienes se hizo un monumento en la plazoleta de la Alpujarra, en Medellín, dejaron una herida profunda en el departamento y en el país; se convirtieron en símbolo del fracaso tanto de los esfuerzos de la No Violencia como de los rescates por la vía armada.  

Otro episodio que estremeció al país fue el del cabo de la Policía José Norberto Pérez, secuestrado en Santa Cecilia, límites de Chocó y Risaralda, en marzo del año 2000, por el Frente Aurelio Rodríguez de las FARC, también parte del bloque Noroccidental.  

Su historia se volvió conocida por la voz de Andrés Felipe Pérez, su hijo de doce años enfermo de un cáncer que lo aquejaba desde pequeño; quien escribió cartas, grabó videos y salió con frecuencia en las noticias suplicando por la libertad de su padre.  

Según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, Recuerdos de selva. Memorias de integrantes de la Fuerza Pública víctimas de secuestro, en el conflicto colombiano 1214 militares y policías vivieron el secuestro. Entre 1997 y 2001, de acuerdo con el Fondo para la Defensa de la Libertad Personal del Estado colombiano, 535 policías y militares fueron liberados mediante canjes y acuerdos humanitarios; la mayoría habían sido retenidos en tomas a pueblos y emboscadas en los años más duros de esta práctica, entre 1996 y 1998. El cabo Pérez fue uno de los que permaneció en cautiverio y uno de los muchos que se dieron a la fuga con resultados fatales.  

“Solo quiero verlo antes de morir”, dijo Andrés Felipe en una de sus declaraciones. La respuesta fue el silencio. El niño falleció en diciembre del 2001 sin cumplir su deseo. En abril del 2002, Pérez, junto a otro policía secuestrado, Víctor Marulanda, fue asesinado por sus captores cuando intentó escapar. Los cuerpos fueron entregados a una comisión de la Cruz Roja Internacional en Granada, Antioquia. 

El secuestro de larga duración de Óscar Tulio Lizcano, quien fuera representante a la Cámara por Antioquia, es tanto una experiencia límite de crueldad y tortura como una historia de sobrevivencia y resiliencia. En el libro Años en silencio, publicado en el 2009, Lizcano narra las vicisitudes que debió enfrentar a lo largo de 3004 días de su vida, y cómo el aislamiento se convirtió en su peor enemigo.  

El economista y docente universitario, que también había sido diputado y concejal, fue secuestrado el 5 de agosto del año 2000 en Riosucio, Caldas, también por el Frente Aurelio Rodríguez de las FARC. Durante ocho años estuvo en la selva, en condiciones tan difíciles que pusieron a prueba su resistencia física y mental. Su rutina implicaba un constante desplazamiento y la exposición a un ambiente hostil. 

Su liberación no se dio por un operativo militar o un acuerdo, sino por una fuga que protagonizó en octubre del 2008, con la ayuda de un guerrillero desertor.  

Tras su liberación, Lizcano ha compartido detalles de su experiencia, no solo en el libro de memorias sino también en conferencias y en las versiones que ha entregado a la JEP. Ha explicado cómo el aislamiento prolongado lo llevó a perder la noción del tiempo y hasta de su rol como figura pública. Le contó a la magistrada Julieta Lemaitre, que lleva el Caso 01, que un día comenzó a ponerles nombres a los árboles y decidió dictarles clases, conversar con ellos.  

Las FARC-EP defendieron el secuestro como una herramienta legítima de lucha revolucionaria; argumentaban que, en casos como estos, se trataba de una ‘retención’ temporal, una forma de negociación con el Estado para liberar guerrilleros presos. Sin embargo, tanto el Derecho Internacional Humanitario como los tratados de derechos humanos, ratificados por Colombia, han sido claros: “La toma de rehenes en un conflicto armado no internacional es un crimen de guerra, y cuando se hace de manera sistemática o generalizada, constituye un crimen de lesa humanidad”. 

La JEP, tras un proceso de contrastación judicial, estableció que en el bloque Noroccidental los secuestros no eran hechos aislados. Eran decisiones tomadas con claridad, ordenadas desde los niveles más altos de mando y ejecutadas por estructuras con capacidad armada, política y territorial. Las víctimas eran seleccionadas por su valor estratégico: gobernadores, militares, policías, congresistas, empresarios. Eran actos que daban fuerza a la causa guerrillera, permitían visibilidad mediática y aumentaban su capacidad de presión. 

Pero esa lógica militar se sostuvo sobre el sufrimiento humano. En las más de 4200 víctimas reconocidas hasta ahora en el Caso 01 de la JEP, hay patrones de violencia que se repiten: largos periodos de aislamiento, cadenas al cuello, marchas forzadas, enfermedades sin atención, torturas, tratos degradantes, violencia sexual. “A los ojos del derecho internacional y de la justicia transicional, no hay lugar a duda: el secuestro fue, en Colombia, una política criminal”, afirma la JEP en diferentes comunicados. 

El Caso 01 de la JEP es el proceso judicial que investiga de forma exhaustiva la política de secuestro de las FARC-EP. Allí, en el Auto 019 de 2021, la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas de la JEP imputó formalmente a siete antiguos miembros del Secretariado de las FARC-EP, como máximos responsables de la política de secuestro.  

Desde 2023, en este caso se busca la verdad en los niveles regionales de la organización guerrillera, pues fueron estas estructuras las que hicieron operativas las políticas ordenadas por el antiguo Secretariado. Las imputaciones han alcanzado al Comando Conjunto Central y a los bloques Occidental, Noroccidental, Caribe y Magdalena Medio. 

Los comparecientes del bloque Noroccidental, cuya operación principal estuvo en Antioquia, deberán responder por estos crímenes. De ellos, solo Jesús Mario Arenas, ‘Marcos Urbano’, ya había sido procesado por la justicia ordinaria. El reconocimiento de sus responsabilidades puede abrir caminos para el encuentro social o para la justicia restaurativa, pero sobre todo para el conocimiento profundo de lo que ocurrió en el conflicto armado colombiano.