Veintiún años después del homicidio de su padre, ocurrido en los años noventa durante el apogeo del narcotráfico en Envigado, Paulina Mesa indagó los recuerdos de su madre para elaborar este testimonio. El proceso periodístico le permitió hacer catársis y memoria.

Por: Paulina Mesa*

 

Hola papá:

Hace mucho tiempo estoy planeando esta carta, porque casi todos los días me pregunto por ti. Casi todos los días te busco, pero tengo miedo de enfrentarte, o bueno, miedo de enfrentar el olvido y todo en lo que poco a poco te has convertido: ausencia, miedo, confusión…

La memoria me traiciona cuando trato de recordarte, tanto que cuando te escribo esta carta casi olvido las frases de cada oración. Es como si mi cerebro quisiera olvidar escribir, como si las palabras fueran gusanos histéricos queriendo salir a como dé lugar de mi cabeza.

Hoy, por fin, empiezo el viaje hacia ti. Hoy, también, tengo miedo de enfrentar nuestra historia, el dolor de alguien más, un dolor que puede ser más fuerte que el que tú y yo sentimos.

Me niego a aceptar que esta historia se ha repetido tantas veces. Y por eso también trato de entender esta ciudad violenta.

Te pienso y te extraño. Paulina.

14 de febrero de 2020.

 

I

Llenos de plata

“Era una ciudad de plástico, de esas que no quiero ver. De edificios cancerosos y un corazón de oropel. Donde en vez de un sol amanece un dólar, donde nadie ríe, donde nadie llora. Con gente de rostros de poliéster que escuchan sin oír y miran sin ver. Gente que vendió por comodidad su razón de ver y su libertad”. Plástico, Rubén Blades.

Dinero, lujos, ropa de marca, joyas, relojes, viajes. La Medellín de los ochenta quería ser una reina de belleza sin mucho esfuerzo. En medio de hombres poderosos llenos de plata, la ciudad jugaba a ser una vitrina de mujeres bonitas. Cabello rubio, ojos verdes, altura promedio; Mamá encarnaba el prototipo ideal de la muñeca de exportación que los mafiosos querían tener, mientras ella buscaba en los hombres la posición económica que soñaba.

El dinero fácil y el reconocimiento social comenzaron a marcar la parada en medio de una ciudad que atravesaba dinámicas económicas y sociales influenciadas por los negocios de las drogas. Mamá, la rubia de ojos verdes, no fue ajena a estas dinámicas. Era la quinta hija de una familia de siete, vivían en un callejón de Envigado con los recursos justos para pasar el día, y salir de pobre era una meta ligada a un hombre. “Era pinchada, plástica. Me encantaba el dinero. Me gustaba la gente por la plata. Yo necesitaba a alguien que me diera una posición económica demasiado buena. Ni necesitaba casarme. Tenía muchos valores familiares, pero me gustaba mucho la plata, de hecho a todo el que se me arrimaba le tenía que sacar alguna tajada y a futuro me veía con una persona adinerada, no con una asalariada. Fui ‘muy de buenas’ para esos tipos”, cuenta mamá en medio de susurros.

Medellín era una tacita llena de plata, joyas y apariencias que se iba rajando con las nuevas dinámicas sociales que la llenaban de drogas y violencia. Los atributos físicos y la posición económica comenzaron a seducir a la juventud de la ciudad de todas las clases sociales. ‘Ser alguien’ estaba relacionado con tener un amigo o ser pareja del man con plata y moto, o de la mona con buenas curvas.

Conversando con el escritor Juan Diego Mejía de esa ciudad que se ha dedicado a retratar en sus libros, me comenta que en la época de los ochenta “la sociedad estaba permeada por la violencia y por la ética del narcotráfico. El narcotráfico encuentra un caldo de cultivo, los seducen con las motocicletas, con los tenis modernos, los blue jeans norteamericanos. El imaginario de los muchachos era tener una moto, ser poderoso y pertenecer a la banda de los más duros”.

Según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) Medellín: memorias de una guerra urbana, “en estos modelos culturales emergentes, las diferencias materiales y simbólicas entre hombres y mujeres se hicieron más evidentes, el modelo dicotómico del hombre violento y con dinero frente a la imágen de la mujer débil, bella y sin autonomía ganó una amplia acogida en la sociedad”.

Mamá «era una chica plástica, de esas que se ven por ahí», como dice Ruben Blades en su canción Plástico. Tenía la última ropa, los tenis de moda y joyas costosas. Pero, en su parlache ochentero, las mujeres de Medellín eran chicas mágicas. Se les llamaba mágicas a las que les gustaban los mafiosos y querían ser novias o esposas. Aunque mamá no llegó hasta ese nivel porque le parecía un mundo demasiado vacío, de mentiras. “Yo tenía muchos amigos y llenos de plata: tenía a Javier, mero viejote. A ‘Funnes’, hermosísimo, puro prototipo de futbolista. A ‘Ofo’, un man chiquito con una cara espectacular, lleno de plata. A ‘Cacho’, chiquito, mono, calvo, lleno de plata. Álvaro, manejaba una empresa de electrodomésticos, era chiquito, colorado, feo, lleno de plata. Al que le decían ‘el papá’. Los manejaba a mi antojo”, dice mamá, enumerando a cada uno con los dedos.

El prototipo del hombre poderoso comenzó a replicarse e instaurarse en el imaginario colectivo de la juventud. El informe del CNMH menciona que estas imágenes de multimillonarios armados, y con lujos ostentosos se percibieron como modelos a seguir. Esa figura del hombre fuerte, mujeriego y ‘sin miedo’, que mandaba sobre la vida de cualquiera, se volvió cada vez más un referente de la mano de los medios de comunicación que validaban la idea.

Además del dinero fácil y el ascenso social, para Irene Piedrahita, analista de esclarecimiento de la Comisión de la Verdad, “en Medellín el modelo cultural que comienza a generarse no es solamente el modelo de la violencia sino también el modelo de la posibilidad de futuro. Uno completamente cuestionable, que moralmente tiene mucho reproche, pero que finalmente sí genera en cierta parte de la sociedad la posibilidad de una salida distinta. El narcotráfico abre unas posibilidades de futuro reprochables y moralmente cuestionables, pero que existen y hacen parte de esas paradojas que encierran a Medellín en toda su historia, particularmente en la década de los ochenta”.

La imagen de una Medellín que se sentía poderosa mientras se llenaba de plata era frecuente. Lo narco impactó todas las esferas de la sociedad: la forma de pensar, vestir, actuar, sentir y desear. Mamá recuerda esa época de su vida con tristeza y en su cara se dibuja un gesto de rechazo. Termina con unas palabras de alivio: “siquiera que a usted no le tocó esa época tan dura porque todo era dinero y poder”.

 

***

Esa era yo antes de conocer a su papá. 

— Mamá, y ¿cómo conociste a papá?

— En el colegio, estudiábamos en el mismo salón y hacíamos los trabajos juntos. Él me gustaba por lo que era, y no por lo que tenía. Aunque tenía una casa toda bonita, con empleada y mucha comida, pero para ese momento no buscaba el dinero o la posición económica, estaba enamorada.

— ¿Crees que papá influyó en tu forma de pensar y en tus proyectos?

— Sí. Mi actitud empezó a cambiar. Mis expectativas eran distintas. Ahora quería casarme, quería una familia, tener una hija. Él quería tener mucho dinero, ese era su proyecto de vida, y yo me sentía muy respaldada por su inteligencia y porque era muy echado para adelante.

— Y, ¿cuáles eran los sueños de papá?

— Él quería ser arquitecto, no quería nada raro y nunca estuvo enredado en nada. Yo creo que a él le tenían mucha envidia, porque él no se metía con nadie, era sano. Quería tener hijos, y me decía que quería que la hija fuera igualita a mí; con el dedo recorría mi cara diciendo: que tenga tu nariz, que tenga tu boca, que tenga tus ojos. La maternidad nos tomó por sorpresa, pero las cosas de Dios son perfectas, y como papá faltó, por eso eres igual a él. Eres muy parecida a papá.

— Mamá, ¿qué fue lo que te enamoró de papá?

— Me gustaba como persona, era galán, respetuoso, hablaba muy bien, era muy simpático y coqueto. Yo lo veía para mí, lo hice para mí. Dejó de fumar, de beber, de apostar en juegos de azar, dejó de entrar tarde y de rumbear. Era caballero, muy educado y culto. Amplio, amoroso, ayudaba mucho a la gente, tenía muchas ganas de salir adelante, le gustaba hacer bromas y se tiraba al piso a reírse. Le encantaba bailar. Todo el mundo tenía que ir a buscarlo para hacer el sancocho, para hacer la rumba, para matar el marrano, para todo. Manejaba los equipos de fútbol del barrio y era peleador en la cancha, no se dejaba de nadie, y lo que tenía que decir, lo decía. Ese era el papá. Eso lo llevó a la muerte.

“Hacer tripas de mariposas porque las reales las usamos para hacernos un corazón de tanto dolor”.

 

Hola papi:

He decidido cambiar el rumbo de esta historia. Tomar un camino que nunca me he atrevido a emprender, y es el más cercano, incluso puede ser el más difícil.

Pienso escribir la historia de mamá para reconstruirte y de paso destruir la imagen llena de recortes de memorias ajenas que tengo de ti.

Sé que la memoria de mamá fallará en algunos momentos, la traicionará como la muerte tuya le traicionó.

Creo que aún no estoy preparada para conocerte, por eso sigo dando vueltas como queriendo encontrar una entrada menos dolorosa a esta historia que todos los días me enfrenta.

Mamá ha estado hablando más de ti, constantemente le recuerdas cosas: la sopa de verduras, el mariachi que le dedicaste, las lecturas… Y es como si me estuvieras recordando a mí también que debo comenzar. Pero la miro dormida, tranquila y siento que la memoria le puede hacer mucho daño, tanto como a mí.

A veces es mejor el ‘olvido’ ¿O no?

29 de mayo de 2020.

 

II

Sentirse poderoso

Drogas, balas, motos, peleas, muerte. Medellín se volvía ostentosa, llamativa y violenta. A veces jugaba a ser una viuda negra que se alimentaba de todos los hombres a sus pies, dispuestos a matar por un minuto de placer. Un deseo que se podía traducir en poder, comida o supervivencia. La ciudad parecía una telaraña gigante dispuesta a enredarles.

Las redes criminales del cartel de Pablo Escobar comenzaron a reforzarse con galladas de jóvenes de barrios populares que veían una oportunidad laboral o de estatus social en los negocios y las vueltas. Tener un arma parecía significar poder y trabajo. El narcotráfico supo leer y entender las dinámicas sociales en Medellín y, según Juan Diego Mejía, “los ejércitos de Pablo Escobar se nutrieron de los barrios populares, de esos chicos que habían crecido sin oportunidades. Sus familias seguían en condiciones precarias, los barrios en los que vivían eran los más pobres y no tenían ni siquiera las condiciones mínimas”.

Frente a este panorama Pablo Escobar creó una figura ilegal a la que se podía acudir para comprar y comercializar cocaína, manejar actividades criminales y solucionar problemas como pérdidas de cargamentos y venganzas. El periodista Juan Diego Restrepo en su libro Las vueltas de la oficina de Envigado, publicado en 2015, a partir de una de las pocas versiones que ex miembros de la estructura le han brindado a la Unidad Nacional de Justicia y Paz narra cómo hacia 1980 la Oficina de Envigado se conformó como una estructura para regular los negocios del Cartel de Medellín. “Se dio como una cultura del cobro, cuando los problemas con Pablo Escobar se querían arreglar a las malas”, narró un ex miembro de la organización.

Esta estructura ilegal llamada la Oficina de Envigado incrementó el sicariato y la violencia en la ciudad lo que aumentaría el número de asesinatos, a tal punto que entidades como el Centro Nacional de Memoria Histórica afirman que para 1991 Medellín fue catalogada como la ciudad más violenta del mundo reportando 6.809 homicidios.  Durante esa época los asesinatos selectivos eran la actividad predilecta de los victimarios y estos fueron realizados bajo la figura del sicariato o ajusticiamiento en la vía pública.  Según el informe del CNMH esta fue la modalidad de victimización desplegada por prójimos cercanos. ‘Los de la moto’ comenzaron a tomar fuerza como un nuevo actor armado en la ciudad.

El informe concluye que “el sicario estuvo, así, a disposición de la sociedad entera para la solución de controversias, el cierre de negocios y el forcejeo en los conflictos sociales. El ambiente general de desorden y la prontitud y ubicuidad del recurso a la violencia permitieron que medraran los oportunistas y pulularan los crímenes de sangre”.

Medellín fue creciendo como una niña resentida y ‘enfierrada’ porque tener un arma significaba poder, estar por encima de los demás. La violencia en los barrios dejaba a su paso un daño en el tejido social; familiares, amigos y vecinos eran los protagonistas de las peleas que luego se convirtieron en confrontaciones letales y armadas.

 

 

***

El 12 de diciembre de 1999, Atlético Nacional disputaba la semifinal del fútbol colombiano con el Deportivo Independiente Medellín. Al minuto 48, Wilmer Ortegón hizo la única anotación a favor de Nacional, que los llevó a la victoria. Un triunfo que sentenciara a muerte a papá.

‘¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Mi Nacional. ¡Olé! ¡Olé! Mi Nacional. Como yo quiero a mi Nacional’. Ese día las calles se llenaron de hinchas emocionados porque se auguraba la séptima estrella para el equipo de fútbol. El cóctel tóxico que bebía papá incluía aguardiente, cerveza, euforia, un amigo al que le decían ‘El chico’, una moto DT y una pistola que le habían dado por su trabajo como transportador de dinero en una empresa de inversiones.

‘Ahí salen los duros, llegaron los fuertes…’ Papá se sentía el dueño del mundo. Nada ni nadie podía quitarle el orgullo y la felicidad. Estaban en la cima y se sentían poderosos. Él y ‘El chico’ agarraron la bandera verde y blanca, prendieron la moto y se fueron a celebrar. En una de las calles se encontraron con el man que siempre peleaba en los partidos del barrio y que días atrás le había pegado al amigo resentido de papá. “Velo, velo ¡ahí está!”, dijo ‘El chico’. Parquearon la moto, se bajaron y comenzaron la riña: puños, insultos, cachazos con la ‘poderosa’ pistola y amenazas. Luego, volvieron a la celebración sin sospechar quién había sido su contrincante.

Según el CNMH “los más simples conflictos cotidianos —como los celos, la envidia, una burla o un insulto— encendían los ánimos y la disponibilidad de armas que existía en su territorio lo hacía más grave. En medio de ese estado, la resolución de los conflictos cotidianos llegó a estar definida por la facilidad para conseguir los medios para acabar con la vida de los demás”.

Para ese momento la Oficina de Envigado seguía funcionando como una estructura para cobrar, entre otras cosas, venganza. El implicado en la pelea era sobrino de uno de “los duros”, y la orden para matar a papá y a ‘El chico’ venía directamente desde arriba, porque “se habían metido con el que no debían”.  Lo que pasara con algún allegado al “duro” producía una respuesta que alimentaba un círculo de odio y venganza en Medellín. “La justicia por mano propia terminaba siendo el mecanismo más fuerte. Muchos conflictos se terminan resolviendo vía actor armado y no es un asunto del pasado y de clases populares. Lastimosamente hemos aprendido que la violencia es la manera para resolver buena parte de los conflictos”, comenta Irene Piedrahita.

Diecisiete días después de la pelea, el 29 de diciembre, hacia las diez de la noche, papá estaba sentado en la cancha del barrio La Paz, en Envigado, con su amigo ‘El chico’. Veían un partido de los muchachos de la cuadra y, mientras comentaban el juego, los de la moto balearon a papá por la espalda, luego balearon a ‘El chico’ que alcanzó a correr unos metros. Los dos murieron esa misma noche.

 

***

Y todavía lloro, 21 años después.

— Mami, ¿y tú qué sentiste?

— Sinceramente, cuando me agaché a recoger a su papá, dije: aquí se acabó mi vida.

Como mujer sentí que me arrancaron un pedazo. Pensé: ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? Mi niña, mi niña. Mi esposo se fue.

Me acuerdo que me arrodillaba y le decía: ¿por qué me dejaste? y no lo podía creer.

Mi niña, ¿qué voy a hacer yo sola? Y nacen muchas preguntas. ¿Qué voy a hacer con mi hija? ¿Cómo la voy a levantar? No por la plata, porque él me había dejado plata, pero ¿yo para qué plata? Me dañaron mi vida. Esa gente se tiró en mi vida.

 

“Tengo varios difuntos atrancados en la tráquea”. La típica, Alcolirykoz.

 

Papá:

¿Alguna vez sentiste que el tiempo corría más rápido de lo normal?

A veces me detengo a pensar que tal vez sin conocerte aún, ya sabía que te ibas a ir y como si lo pudiera predecir, aprendí a hablar, caminar, bailar, cantar y quererte demasiado pronto. Trataba de hacerlo todo con la claridad y energía suficiente para que te llevaras mis mejores recuerdos a tu viaje eterno.

¿Algún día pensaste en lo finita que puede ser la vida?

Sabíamos que nuestro tiempo sería corto, dos años de mi vida y treinta y tres de la tuya, entonces lo mejor sería darnos los recuerdos más gratos que nos acompañarían el resto de la vida: unas fotos, algunas risas, el sonido de tu moto, mis abrazos, algunas canciones.

Eso sería lo único que nos mantendría unidos en medio de la espera interminable por volvernos a ver. Nos seguiríamos imaginando como la última vez, y te confieso que aún te pienso sonriendo como en aquel sueño donde me contabas que todo estaba bien, y te creo vivo. Espero que en la siesta tan larga que estás tomando, me sueñes, y me creas viva dentro de ti.

24 de julio de 2020.

 

III

Indirectas

Dolor, tristeza, llanto, duelo, muerte. La ciudad le hacía honor al ‘valle de lágrimas’, seguía siendo víctima y victimaria de una violencia absurda que dejaba a su paso dolores directos e indirectos. Un luto constante impregnaba el aire y la cotidianidad de los días azules en los barrios. Según datos de la Secretaría de Gobierno de Medellín la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes siguió creciendo paulatinamente pasando de 167 en 1999 a 184 en 2002.

“La receta es dos tazas de nostalgia, por una de alegría”, dice el grupo de rap Alcolirykoz en una de sus canciones sobre diciembre. Y es que las tradiciones de año nuevo y las celebraciones decembrinas parecían convertirse en un ritual paradójico que mezclaba dolor y felicidad. La fiesta sería el lugar propicio para llorar a los que ya no estaban y bailar por los que todavía estaban vivos. Sería entonces ese momento ideal para celebrar la vida que se iba cada minuto en alguna esquina de Medellín.

Según el informe ¡BASTA YA! Colombia: memorias de guerra y dignidad del Centro Nacional de Memoria Histórica, “el impacto de la guerra sobre las mujeres está especialmente marcado por su rol tradicional asignado al cuidado y sostén afectivo del hogar. Las mujeres, por lo general, son las encargadas de la crianza de los hijos e hijas y del funcionamiento de la cotidianidad hogareña. Las mujeres directamente victimizadas o viudas, no obstante deben seguir con la responsabilidad de cuidar a sus hijos e hijas. A sus múltiples y pesadas labores domésticas, se suman responsabilidades económicas para sostener sus hogares, además de sobrellevar los impactos dramáticos que les dejaron los hechos violentos vividos”.

La violencia en Medellín ha dejado secuelas en la vida de sus habitantes. Sus cuerpos, cotidianidades, tradiciones, emociones y proyectos de vida se han transformado luego de verse afectados ‘indirectamente’.  La Ley 1448 de 2011, Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, dice que también son víctimas el cónyuge, compañero o compañera permanente, parejas del mismo sexo y familiar en primer grado de consanguinidad, primero civil de la víctima directa. Según el Registro Único de Víctimas la cifra del total acumulado de homicidios en  Medellín es de 83.504 homicidios, de estos 23.049 son víctimas directas y 60.544 son víctimas indirectas.

Ante la realidad de estas cifras Irene Piedrahita comenta que “en un contexto en el que además ser mujer, conseguir trabajo es muy complejo, podemos mirar la sobrecarga de roles, mujeres que terminan asumiendo un rol de mamá, papá, hermana, finalmente porque muchos de estos pelaos los matan y muchas de estas mujeres tienen que hacer todo un ejercicio de manutención y de mantener a la familia unida, alimentada y protegida. Tienen que mostrarse como fuertes y valientes para que sus hijos se sostengan, y todo se enmarca en un conflicto que ellas no tuvieron que haber resuelto”.

El desgaste físico y mental se hizo evidente. Asumir las cargas laborales, la crianza y el duelo dejó secuelas en una sociedad donde las mujeres terminaron cargando el peso de una violencia machista. Mamá dice que afrontar la vida sin él parecía más difícil “porque prácticamente vivía resguardada detrás de él, porque él era fuerte. Las decisiones las tomaba él, y yo a su lado me sentía más indefensa”.

El informe Medellín: memorias de una guerra urbana indica que “para muchas personas, los seres que perdieron representaban importantes figuras de soporte económico y afectivo. La concentración de víctimas mortales en los varones hizo que, en medio de una sociedad tradicionalmente patriarcal —donde los hombres solían cumplir el papel de proveeduría económica, mientras las mujeres se hacían cargo de las labores domésticas y de cuidado— las mujeres debieron asumir roles inesperados después de la muerte de los suyos”.

Mamá se sentía indefensa e incapaz frente al mundo y la nueva realidad. Los sentimientos de cansancio, abandono y temor se hicieron más frecuentes con el paso del tiempo, y las visitas al cementerio más constantes. “Yo decía que no iba a ser capaz de darle muchas cosas, de darle una universidad, por ejemplo. No sabía cómo decirle que no tenía papá, cuando todos los niños sí tenían. A mí me dolía mucho cuando iba a las reuniones del colegio y todos los niños con papá, y yo haciendo el papel de mamá y papá. Estábamos muy acostumbradas al papá y sentí que se me había acabado el mundo”, me  cuenta mamá mientras sus ojos cambian a verde aguado.

 

***

Usted. Mi razón de vivir era usted.

— ¿Y tú qué hiciste con los recuerdos y con la memoria de papá?

— Estuve mucho tiempo enferma, con muchos recuerdos y no los afrontaba de la manera correcta. Bebía mucho, me estaba escudando en eso para no enfrentar la realidad. Entonces todos esos recuerdos los ahogaba. Cada ocho días me iba para donde mi cuñada y comprábamos media de aguardiente. Y me mantenía con la foto de mi esposo, una foto pequeñita. Y le decía: “adivine a quién traje hoy”, y sacaba la foto de mi esposo. Bebía mucho, iba al cementerio en la madrugada a llorar. Y no me importaba nada. Uno esperaba que él tocara la puerta y dijera: no amor, es que no estoy muerto, a mí no me pasó nada.

 

Pa:

A veces me gustaría tener una razón suficiente para justificar tu muerte. Algo de más peso que un simple partido de fútbol con peleas. A veces, equivocadamente, quisiera ser como la otra gente que puede aceptar la muerte de alguien que hizo algo.

Pero, ¿qué hacemos con la culpa? ¿Qué hacemos, papá, con las muerte sin justificación? Creo que todo este tiempo me he estado haciendo la pregunta incorrecta.

¿Cómo sería la historia si hubieras sido sicario o ladrón?

La pregunta, papá, no es por qué te mataron. La pregunta, papá, es qué hizo o dejó de hacer la sociedad para que en esta ciudad creciera y siga creciendo una violencia absurda de la que fuiste víctima.

Buscarle una justificación a tu muerte o una explicación asociada es algo iluso, injusto. Es desconocer e ignorar la violencia de Medellín y caer en el mismo juego de unos sí y otros no.

¿Morir? Ni tú, ni nadie.

31 de julio de 2020

 

IV

La pregunta adecuada

¿Por qué nos matamos en Medellín?

“La primera lectura que hago y la más importante es que no tenemos sentido de lo que vale una vida humana. Los discursos oficiales y culturales aceptan la muerte. Creemos que todos los otros son enemigos y jugamos a aniquilarnos y no a convivir; no buscamos un punto de encuentro y encontramos razones para separarnos. El dinero fácil, la debilidad del Estado, la debilidad de la justicia son algunas de las razones. Además tenemos un doble discurso de gente que se puede morir y gente que no.  ¿Qué le pasa a una sociedad donde hay tantos muertos?”, comenta Luz María Tobón, exdirectora del periódico El Mundo, diario que cubrió la violencia de los ochentas y noventas en la ciudad.

Medellín, poderosa, bonita y dolorosa, a veces quiere jugar a ser jueza: tú sí puedes morir, tú no. A ti te pueden matar, a ti no. Los discursos que aprueban la violencia están arraigados en la sociedad y de esa manera terminamos señalándonos entre todos y todas.

Según Irene Piedrahita deberíamos repetirnos como un mantra la frase de los muchachos de la comuna 13 “nada justifica el homicidio”, porque “en Medellín tenemos una construcción muy fuerte de dos imaginarios, uno tiene que ver con esa delegación de la justicia en privado, delegar la seguridad en terceros hace que también el monopolio de esa fuerza del Estado se pierda. Si tienes al ‘pelao’ —muchacho— del barrio que te soluciona el problema, la justicia termina siendo una cosa que cualquiera puede ejercer, y eso termina dando poder acerca de quién se puede morir y quién no. En segundo lugar encontramos el discurso de la limpieza social, todas esas prácticas de exterminio terminan justificando la muerte”, menciona.

Medellín está en medio de una espiral de venganzas y duelos sin resolver, un ciclo de violencia que parece interminable. Es como una serpiente que muerde su propia cola y lentamente se va consumiendo. Caemos en la búsqueda natural y casi primitiva de encontrar un por qué, pero descargamos las responsabilidades en los hombros de otras víctimas que tuvieron que hacer el papel de victimarios. “No los perdono, pero uno piensa en que mi esposo era tan bueno y no le hacía mal a nadie. Era lo más noble. No pensé en vengarme, aunque algún día si pensé que me hubiera gustado conocerlos y haber hecho justicia, yo también los hubiera matado. Es que quién no piensa en eso”, dice mamá.

La muerte no distingue causas, y ser bueno no te hace menos vulnerable. Aun así, en la ciudad existen unas víctimas inocentes de las que no se encuentra una explicación lógica de su muerte: “no debía nada, no se metía con nadie”. También existen las víctimas culpables de las que se encuentran motivos suficientes para aceptar su muerte: “por algo será, algo debía, eso le pasó por estar enredado”.

Según el informe del CNMH sobre Medellín “la reproducción de estas argumentaciones explicativas ha dificultado la comprensión social y cultural del conflicto porque ha invertido la carga de la responsabilidad quitándosela a quienes han perpetrado la violencia y endosándosela a las víctimas, legitimando así las violencias y las dinámicas mismas del conflicto armado. De tal modo, en gran parte de la ciudadanía se instaló la idea de que algunas vidas importaban más que otras. Algunas violencias fueron repudiadas, pero otras fueron legitimadas de manera tácita”.

 

***

En las mesas de las casas hay una silla cuñada contra una pared, ocupada con revistas, papeles, cuentas de servicios y llaves; esa silla se convierte en el sitio de las cosas que no tienen lugar porque esperan llenar la soledad, una silla vacía que todos los días recuerda que en casa hace falta alguien.

En la mesa de esta casa, en la silla cuñada contra la pared faltas tú. Faltas también en la sopa de verduras que se prepara ahora sin un comensal predilecto, faltas en la música que parece repetirse sin sentido ante la ausencia de un bailarín, faltas en los días, en la vida, en el tiempo.

Sentadas en la mesa, con tu pijama favorita que me queda de vestido, mamá y yo observamos tu ausencia en esta mañana que lloraba tu partida. Hablamos de los recuerdos que dejaste en mamá y pensé en los 22 años que no te sientas en esa silla cuñada contra una pared.

La sonrisa de mamá sigue intacta y cuando le preguntan cómo está repite la frase que la acompaña desde la muerte de papá: “en la lucha”. Mamá se enfrentó a una batalla que la ciudad y la violencia le han impuesto a tantas madres y mujeres, seguir adelante sin su compañero, novio, esposo, padre.

“Mi motivación siempre fue mi hija. Yo quería darle un excelente ejemplo, que yo era una mamá responsable aunque no tuviera esposo. Quería demostrarle a la gente que una niña sin papá puede ser ejemplar. Quería que en mi encontrara una mamá y un papá, y aunque casi no tenía tiempo para disfrutar mi hija por tanto trabajo, las cartas y los dibujos me llenaban el corazón y me motivaban a seguir. Mi motivación siempre fuiste tú, mi razón de ser eres tú”, cuenta mamá con la fortaleza hecha mirada.

 


*Paulina Mesa es estudiante de Periodismo de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia. Este testimonio fue producto del trabajo de clase en el curso Periodismo y Memoria.