Un peón más del ajedrez

Ilustración sobre el secuestro por parte de las extintas FARC-EP

El relato Un peón más del ajedrez recoge el testimonio de un sargento secuestrado por las extintas FARC-EP, y su vida en cautiverio junto al entonces gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, y su consejero de paz, Gilberto Echeverri, asesinados en 2003 durante un fallido operativo de rescate militar.

Foto de portada: CNMH

Escucho cuando el jefe informa que me van a matar porque soy paramilitar. Dios puso las palabras correctas en mi boca y le dije: «Hermano, si me va a matar, máteme por lo que soy: sargento segundo del Ejército». Entonces le dicen: «Dígale que no lo vamos a matar, que lo necesitamos para el canje». Me acordé de que eran cerca de 500 policías, militares y políticos los que tenían secuestrados. En nombre de Dios, era el 501. Pensé que me iban a tener allá unos diítas, no años.

Una noche me puse a llorar escuchando ese poco de nombres… Mataron 35 compañeros. Solamente fuimos secuestrados cinco. «¿Dios mío, será que fue error mío?», pensaba. Realmente fui un peón más del ajedrez, porque uno de suboficial no toma decisiones, sino que obedece. Yo no planeé el operativo. Hice caso a lo que me mandaron. Hice lo que tenía que hacer.

El primer día, apenas puedo hablar con un comandante de la guerrilla. Solicito que, si es posible, me consigan un radio para escuchar las noticias, para estar enterado de lo que está pasando. Me consiguieron ese radio. Los guerrilleros hacían montañas de arroz que cocinaban en un plástico, en la mitad del patio. Todo el que iba pasando cogía una bolsita y echaba su poquito de arroz, su pedacito de carne o lo que fuera, y hágale.

Estuvimos de ocho a quince días en el sector donde me secuestraron. Teníamos la barrera del río San Jorge, que había crecido mucho. Ellos esperaron a que bajara para pasarlo caminando, y nos internamos en el nudo de Paramillo. Allá estuvimos unos cuatro o cinco meses. Ocho días por aquí, ocho días por allá. Hasta cuando nos dijeron que nos iban a hacer una casa. ¡La verraquera! Me puse contento porque iba a pasar de dormir encima de un plástico a una casa. Pero realmente nos hicieron fue un cajón hermético. Yo le dije al guerrillero: «Mano, esto no es una casa. Una casa tiene ventanas, cocina. Esto es un cajón de 3 por 3, y 1,70 de alto». Yo creo que uno tocaba el techo con la cabeza. A la «casa» le pusieron plástico encima y hojas de palma para que no se viera desde el cielo. Estuve dos años encerrado en ese cajón hermético. Ahí orinaba en un tarro plástico de cinco galones. Nos sacaban por veinte minutos, hasta una quebrada donde nos podíamos bañar, y nuevamente pal cajón. Durábamos 23 horas y 40 minutos del día encerrados como animales, sin conocer siquiera la luz de una vela. Igual, el hombre es un animal de costumbres, y a mí me tocó acostumbrarme a vivir en la oscuridad. Eso sí, pensaba muchísimo la vida.

El secuestro lo divido en dos partes. Dos años en el nudo de Paramillo y dos años en el Chocó. Pero, bueno, resulta que en el 2001 se hizo el Acuerdo de Los Pozos, en el que la guerrilla liberó 350 soldados y policías que tenía en la selva, y el Estado liberó catorce guerrilleros que supuestamente tenían enfermedades terminales. A Copoemula, que era el comandante, le tocó entregar a cuatro soldados que fueron secuestrados conmigo. Nos dijo: «Empaquen que se van para la casa y usted se tiene que quedar por sargento». Se fueron y yo lloraba desconsoladamente. El comandante trataba de hacerme compañía, me decía: «Camine lo acompaño a que se bañe». Yo seguí en el cajón, pero me sacaban un poquito más por estar solo. Me quedé con el comandante, y todos los días le decía: «Ey, mano, he escuchado por la radio que este bloque tiene otros secuestrados, ¿por qué no me llevan para donde ellos?». Escuchaba esos mensajes en la radio y pensaba: «Diez personas más que están en mi situación y yo aquí solito». Me daba miedo que me mataran, que me desaparecieran. Y un día me dijeron: «Empaque, que se va». En el 2001 la guerrilla me traslada. Liberan a los soldados que le dije y me empiezan a mover hasta el Chocó. El 10 de septiembre del 2001 llego al campamento donde están otras diez personas en mi misma situación.

Allá el estilo de vida era totalmente diferente. En el nudo de Paramillo, aunque mantenía encerrado, nunca me faltó la comida. Si tocaba una arepita con aguamiel de azúcar quemada, era comida. Lo malo era el encierro, pero barriguita llena, corazón contento. En el Chocó eran campamentos abiertos, en la selva. Había más espacio pa moverse. No se estaba encerrado en un cajón. Teníamos una cancha en la que uno podía estirarse, hacer ejercicio. El problema era la mala alimentación y el trato del cabecilla Malicia, que, si no estoy mal, era del Frente 57. El tipo era muy resentido. Se inventaba que había plan de fuga, nos escondía las botas, nos quitaba los radios. Esa es la otra, el radio se volvió algo indispensable. El radio era mis oídos, mis ojos, mi mapa, todo. «Lunes, 5 de mayo, cinco de la mañana», escuchaba. Nuestra vida giraba alrededor del radio. Escuchaba del proceso de paz, de lo que ocurría en Colombia y el mundo. ¿Y si nos lo quitaban?

Al año de que llegáramos, trasladan a Malicia. Se llevó un buen recuerdo mío, eso sí. En el nudo de Paramillo me regalaron un ajedrez, y un ratón se me comió el caballo. Le dije a uno de los primeros comandantes: «Mano, ¿usted por qué no me presta un cuchillo para tallar un caballito para mi ajedrez». Él me dijo: «Pero es que se arma». «Hermano, ¿usted cree que voy a ser tan bruto de hacerme matar por un cuchillo? Me estoy volviendo loco, mano. Quiero estar ocupado». Logré convencerlo. Hice el caballito de ajedrez. Entonces el tipo me dijo: «¿Usted es capaz de hacerme un ajedrez grande para enseñarles a mis guerrilleros a jugar?». Así conseguí empleo. El primer ajedrez que fabriqué completo para ellos fue uno de un metro por un metro, cuadrado. Las fichas eran como de 20 centímetros. Yo había jugado ajedrez por ahí unas tres veces en mi vida, pero sabía mover las fichas. Ese conocimiento que tenía se lo transmití a los soldados. Pasábamos el día jugando. En mi caso yo era haga, trabaje, mientras los muchachos jugaban ajedrez. Fue una forma de escaparnos del cautiverio, de escabullirnos del secuestro. Hice por ahí unos 200 juegos de ajedrez como el que le decía, y el señor Malicia se llevó uno. Se lo cambié por galletas; cualquier cosa con tal de mejorar la alimentación un poquito. Malicia me preguntó que cuánto valía un ajedrez. «Pues, hermano, a mí me pagaban 1.200.000 al mes por ser suboficial y me demoro un mes haciéndole un ajedrez, entonces vale 1.200.000». Le dio risa. Se lo cambié por una bolsa de leche en polvo y un paquete de galletas Ducales. Eso era un manjar en la selva. Malicia se fue contento con su ajedrez.

En el Chocó fue que escuché por la radio: «Última noticia, las FARC acaban de secuestrar al gobernador de Antioquia». Se dio en abril del 2002. En medio de mi ignorancia les dije a mis compañeros: «Se acordarán de mí. Acá va a llegar Guillermo Gaviria y don Gilberto Echeverry». Mis compañeros no creían. Como un mes después de que se fuera Malicia, alias el Paisa recibió la comisión de cuidar a los secuestrados. Nos reunieron en un corregimiento de Frontino con don Guillermo y don Gilberto. El grupo de secuestrados no era solamente once militares, sino que ahora teníamos un gobernador y un ministro.

A partir de ese momento todos los secuestrados girábamos alrededor de los doctores. Entendimos que si era duro el cautiverio para nosotros, que teníamos un estilo de vida parecido al de la guerrilla, pues era mucho más duro para ellos. Les hacíamos la cama en la mitad del campamento para protegerlos de los animales, de las culebras. Yo era el que les hacía la cama. «Necesitamos un escritorio». «Listo, patrón, yo se lo hago». Trataba de solventarles las necesidades que pudiera, como peluquearles la barba, cortarles el cabello. Si había que aplicar una inyección a ellos les daba miedo que los guerrilleros los inyectaran–, yo lo hacía. Traté de hacerles un poquito más llevadero el cautiverio. Además, yo sabía que ellos me podían aportar mucho. Entonces, estaba dispuesto a servirles en lo que pudiera. Si tocaba reclamarles el alimento, se lo reclamaba. Si había que lavarles la ropita, se la lavaba.

Llegan los doctores y se cambian las normas de convivencia, que habían sido muy difíciles. En su mayoría, a mis compañeros militares les gustaba el vallenato y cada uno tenía su radio. Imagínese usted, trece radios en un campamento, todo el mundo escuchando lo que quiere a todo volumen. Era una locura. Los doctores nos daban normas de convivencia. No era que nos mandaran, sino que acogíamos las recomendaciones. Yo les propuse que nos dieran clases de inglés. El profesor era el doctor Guillermo y el rector del colegio era don Gilberto, que tenía más experiencia. Por ahí conservo el cuadernito donde escribía, y los colores. Era otra forma de estar ocupados. Que nos dieran inglés, leer, escribir. A mí me sirvió mucho la combinación: mente, ojos, mano.

Con los doctores hubo un trato diferencial de parte de los guerrilleros. Ellos sí podían caminar por el campamento. No tenían problema por la edad y porque no sabían manejar armas. Además, a nosotros nos cambiaban muy seguido de campamento y también al grupo de guerrilleros que nos cuidaba para que no se diera un lazo de amistad. El Paisa decía: «Si el Ejército viene a rescatarlos, los condena a muerte». Yo pensaba que era por joder… Llevábamos tres meses en el mismo campamento. Todos mis compañeros estaban allá, mientras yo le hacía un sombrero al gobernador. Ya había hecho el del ministro. Yo estaba afuera del ranchito en que nos tenían. Había un árbol grande, que era mi punto de trabajo. Acabábamos de terminar la clase de inglés, eran las diez de la mañana. Trabajé hasta las once. Cuando ¡brrr, brrr, brrr!, sentí los helicópteros encima. Miro al cielo y los veo encima, ahí arribita. Me dio mucha alegría, pero también miedo por las amenazas que teníamos. El Ejército no disparó al entrar al campamento. Es más, llegaron con megáfonos y lanzaron proclamas: «Somos el Ejército Nacional de Colombia».

Los helicópteros llegaron, tiraron las cuerdas sobre el campamento. Pero no tocaban suelo porque la vegetación era muy alta, y no pudieron demarcar el campamento. Si eso hubiera sido posible, de pronto la historia hubiera sido otra. El Ejército tuvo que abrirse un poquito hasta donde la soga tocara suelo para que los soldados bajaran uno por uno a tierra, pa poder avanzar al campamento. Según lo que he leído del informe del Ejército, ese proceso se demoró veinte minutos y en veinte minutos el Paisa tuvo tiempo suficiente para hacer lo que tenía que hacer. Sin la más mínima contemplación, organizó su gente. Los estaba formando. Pensé que les estaba diciendo algo como: «Usted lleva a tal y usted a tal». Estaba era diciendo, allá pasito: «Usted mata a fulano y usted mata a fulano».

Yo los veo cuando se vienen. Agarro todas mis cosas, que las tenía escondidas en el techo para que no me las quitaran. Nos dicen: «¡Nos vamos!». Cojo mi equipo, lo alisto, bajo mis cartas, mis fotos, las estoy empacando…

El primer tiro.

La reacción de algunos fue correr. Salieron corriendo del campamento. Ellos fueron los primeros a los que mataron. La reacción mía fue esconderme como un ratón. No pienso en que nos están fusilando, lo que estoy pensando es que inició el combate entre el Ejército y la guerrilla. Me tiro al piso y me meto debajo de mi cama. No vi nada. Vi por mis oídos, porque escuché todo. Me metí debajo de mi cama y me tapé. «Dios mío, que no me maten». Había una barranca de tierra y yo quería meter mi cabeza adentro. «Que me maten, pero que no me desfiguren para que mi familia pueda reconocerme». Estaba tratando de meter la cabeza en la tierra y ¡pan!, siento el primer disparo en la cabeza. Siento disparo y grito durísimo: «¡Ay, me mató este hp!». Me quedé quieto. Todo en silencio. Una plomacera la verraca. No quedé inconsciente, solo inmóvil. El disparo fue como un machetazo en la cabeza. Escuchaba las súplicas de mis compañeros: «¡No nos asesinen!». Escuché que el gobernador decía: «¡No, muchachos, perdónennos la vida!». Alcanzó a gritar: «¡No nos maten, muchachos!».

Comienzo a rezar para irme de este mundo. Reacciono y escucho que el ministro está gritando: «¡Auxilio, estamos heridos!». Ya los guerrilleros se habían ido, pero por los quejidos de los heridos dieron la orden: «¡Devuélvanse y verifiquen!». Esa verificada significaba darles un tiro en la cabeza para que no hubiera duda. Volvieron y remataron a los heridos a sangre fría. Alministro, a todos los compañeros y a mí.

Como yo estoy debajo de la cama, con la cabeza inflamada y ensangrentada, inmóvil, él cree que estoy muerto. Me coloca el fusil en la parte de atrás de la pierna, porque estoy boca abajo, y ¡pa!, me suelta el disparo. Ese fue el tiro de gracia. Quedé sin fémur. Gracias a Dios no sentí dolor, por el disparo en la cabeza. Cuando despierto, ya había rezado y me daba rabia pensar que seguía en la misma situación. «Me hubiera hecho matar el día del combate», dije. Esa era mi rabia. Reacciono y lo primero que veo es mi pierna. Pensé que me la habían mochado. La jalo, la veo. Me pongo boca arriba. Comienzo a mirar a todos mis compañeros. El que estaba más cerca mío era el gobernador. El ministro quedó ahí en la mitad. Mi teniente dormía como a dos camas. No quise mirarlos. Sabía quiénes eran por las vestimentas. Al único que toqué, porque estaba al lado mío, fue al doctor Guillermo. De resto, no toqué a nadie más. Quise que el recuerdo que tenía de ellos fuera ese, en vida.


Esta historia hace parte del tomo testimonial Cuando los pájaros no cantaban, incluido en el informe final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.