Hace veinte años estudiantes de las universidades públicas de Medellín protestaban contra del Tratado de Libre Comercio que el gobierno colombiano negociaba con Estados Unidos. Hubo disturbios, tropel, explosivos artesanales y un accidente en su fabricación en el campus de la Universidad de Antioquia: dos jóvenes murieron a los pocos días como consecuencia de las heridas. El 10 de febrero se suele conmemorar también con disturbios, como un hito del movimiento estudiantil. El profesor Juan Camilo Portela reflexiona sobre las memorias que quedan de aquel día y plantea preguntas sobre su interpretación en el presente.
Por Juan Camilo Portela García*
La primera vez que tuve alguna noticia de los trágicos acontecimientos del 10 de febrero del 2005 en la Universidad de Antioquia fue meses antes de instalarme en Medellín para estudiar mi pregrado. Una conocida de la familia les contó a mis padres que el sobrino de su hermana estaba en el hospital (o era amigo de alguien que estaba allí —en esto reinaba la ambigüedad—), con quemaduras provocadas por una situación que se había presentado en la universidad relacionada con protestas estudiantiles.
Cuando empecé mis clases de antropología en el 2006, escuché que algo había pasado el año anterior y poco a poco se fue organizando en mi cabeza el mapa de aquella situación en que el protagonista de aquella historia había sufrido quemaduras. Tropel, papas bomba, cocina, laboratorios del bloque 1, puertas-camillas, humo negro, hospitalizados, encarcelados, perseguidos, defendidos, fueron las palabras que permitieron recrear en mi mente los acontecimientos de ese día que ya tenía fecha y nombre: el 10 de febrero, el 10F, de 2005, hace veinte años.
Como cualquiera que haya habitado la Universidad de Antioquia, he presenciado muchos tropeles, con una amplia diferenciación de participantes, motivaciones, duraciones, intensidades, relacionamientos y dinámicas; pero es claro que ninguno ha sido como el 10F. Ningún tropel ha tenido una participación tan amplia (más de ochenta capuchos —personas con la cabeza cubierta— según varios relatos, alrededor de cien según otros, hasta ciento cincuenta en algunas versiones) y ningún tropel ha dejado tal cantidad de víctimas. Que estudiantes mueran en tropeles es, lamentablemente, habitual. Que mueran de la forma en que murieron Magaly y Paula, no. Nunca he presenciado un tropel así, pero como habitante que soy de esta universidad “recuerdo” ese que hoy cumple veinte años.
¿Por qué lo recordamos? Posiblemente por su singularidad, probablemente por las muertes, heridas y daños que dejó. Posiblemente porque una cocina estalló en un pasillo, así como recordamos que en 1973 el bloque 16 fue incendiado después de que en las protestas del 8 de junio cayera asesinado aquel estudiante de Economía que da nombre a la Plazoleta Barrientos. Es decir, probablemente lo recordamos porque ilustra y condensa en sí los incontables hechos de violencia y muerte que han ocurrido en nuestra universidad.
Individualmente recordamos al 10F desde nuestra experiencia, distante o directa, crítica o reflexiva. Alguno lo recuerda porque impidió que entrara a la ciudad universitaria cuando iba a entrar por primera vez como estudiante, otro porque era la primera vez que presenciaba un tropel, por el miedo que sintió al ver tanta gente encapuchada; alguien recuerda que su primera reacción ante la tragedia fue decir “qué más se podía esperar, la universidad no es para eso”. Habría que agregar: alguien lo recuerda porque su pareja estuvo hospitalizada, porque un amigo se recluyó en su soledad y renunció a cualquier activismo, porque un estudiante se fue de la ciudad, porque un hijo terminó encarcelado, porque una amiga murió. Y finalmente, habría que agregar: alguno lo recuerda desde su participación directa, alguno recuerda que nunca había visto una fila tan larga en una cocina (donde se fabrican explosivos), alguno recuerda que le dio mala espina cuando un sector se bajó del bus un día antes, alguien recuerda que entre la multitud de gente perdió la ubicación de su grupo, otro recuerda las vueltas que dio para salir de la universidad y esconderse.
Imprimimos nuestra memoria colectiva a través de los relatos que se han hecho sobre el tema. Relatos que se encuentran en trabajos de grado sobre el movimiento estudiantil, en reconstrucciones realizadas por participantes, en murales e impresiones visuales que retratan a Magaly y Paula. También en los registros del momento: en lo que se publicó en la prensa, lo que se indicó en actas, lo que se consignó en los procesos judiciales.
Entre la memoria individual y la memoria colectiva sobre el 10F se han tejido narrativas sobre lo que significó este momento. Entre tantas, la de quienes se han acercado a los estudios sobre protesta estudiantil —entre quienes me incluyo— es la siguiente: el 10 de febrero del 2005 llevó al derrumbe de un movimiento estudiantil que venía en ascenso desde el 2003 y que en el 2004 había alcanzado un alto nivel de acción. Los repertorios violentos de protesta se hacían frecuentes en medio de una estructura de movilización caracterizada por intentos conflictivos de articulación, rechazo a las formas de la representación estudiantil y creación de mecanismos de dialogo entre la asamblea general y las directivas universitarias. Después del 10F, este movimiento se disolvió y, un año después, a partir del 2006 algunos líderes impulsaron la reactivación de la lucha estudiantil. Esta narrativa parece ser compartida por varios líderes del momento si tenemos en cuenta que se basa en gran medida en lo que han planteado a través de entrevistas y en las reconstrucciones que han hecho.
Pero ¿para qué recordar el 10F? ¿Por qué no dejarlo alojado en los recuerdos individuales, en los registros del momento, y en las inscripciones textuales y visuales que ya se han producido? ¿Para qué volver sobre un acontecimiento que sucedió hace veinte años y sobre el cual parecería que no hay mucho más por decir? No tengo una respuesta concluyente y este texto es más bien una invitación a reflexionar al respecto.
Para empezar, las memorias son esenciales para la conformación de la identidad, el sentido de nosotros. ¿Qué nos dice el 10F sobre lo que somos hoy? De otro lado, como plantea Todorov, las memorias pueden ser literales, centrarse en el dolor, anclarnos a nuestra experiencia particular e inhibir la posibilidad de diálogo y reconstrucción social; o pueden ser ejemplares, identificar lecciones, impulsar la imaginación de futuro y promover la solidaridad. ¿Qué memoria tenemos sobre el 10F? Las memorias son plurales y la universidad como escenario democrático se nutre de múltiples versiones del pasado. ¿Cómo queremos que las versiones sobre el 10F dialoguen en la esfera pública universitaria? Finalmente, recordar el 10F es la posibilidad de abrir reflexiones sobre el tropel: ¿Cuáles son sus efectos? ¿Cómo justificarlo? ¿Qué validez tiene hoy, veinte años después? ¿Qué validez tenía entonces? ¿Qué logramos con él? ¿Qué perdimos entonces y qué perdemos ahora?
El 10F es un referente colectivo cuya memoria requiere conversación.
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* Juan Camilo Portela García es docente investigador del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia. Es antropólogo y doctor en Investigación en Ciencias Sociales con mención en Sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Sus temas de investigación abarcan las relaciones entre protesta, cultura y cambio social.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.