Asumiendo significados contradictorios, negacionistas o ambiguos, ambos discursos se instalan problemáticamente en el lenguaje cotidiano de la memoria del conflicto armado para cambiar, a favor de los responsables de la violencia, la forma como se nombra y se comprende el pasado.
Por Andrés Suárez*
Foto: Flickr Agencia Prensa Rural
El lenguaje cotidiano de la memoria es aquel que va decantando las palabras con las cuales se va tejiendo la memoria y, al hacerlo, comunica mensajes explícitos o implícitos sobre cómo nombrar el pasado y proyectar el futuro, algunos controversiales, otros no problematizados, pero ambos con efectos políticos, sociales y culturales muy reales.
Los contextos de justicia transicional impregnan los lenguajes de eufemismos cuando los actores armados rinden cuentas para aceptar sus responsabilidades por la violencia perpetrada en el conflicto armado.
Leigh Payne ha dicho al respecto que no les podemos pedir a los responsables de la violencia un lenguaje distinto al del régimen autoritario que impone una situación de conflicto armado o dictadura, porque simplemente no pueden hablar otro. Y no le falta razón, lo problemático es que los medios de comunicación y segmentos de la sociedad reproduzcan ese lenguaje sin mayores réplicas ni interpelaciones.
Hay dos palabras que se vuelven habituales en el reconocimiento de las responsabilidades en la violencia: el “error” y el “exceso”. Dado que ambas se enuncian en situaciones en que se acepta la responsabilidad, muchos no las cuestionan porque consideran que hacerlo es impedir o dificultar un gesto que, aunque imperfecto, es necesario como acto de justicia y reparación para las víctimas. El problema es que no siempre tienen ese efecto en las víctimas. Además, cuando el reconocimiento marginaliza y limita las responsabilidades, instala en la memoria una interpretación distorsionada del pasado.
El discurso del error evade responsabilidades
El lenguaje del error, como lo llama Payne, es adoptado cuando los perpetradores ya no pueden negar lo evidente de la violencia. En estos casos, apelando al «error», los altos mandos de las organizaciones armadas trasladan su responsabilidad en las estrategias de violencia desplegadas, hacia las acciones individuales de algunos de sus miembros. Esto deriva en que cada vez que aceptamos el lenguaje del error, lo que hacemos es permitir la negación de la responsabilidad por la violencia sistemática y habilitar a los perpetradores para que asuman responsabilidad solo por omisión y no necesariamente por comisión.
Payne señala que el lenguaje del error asume casi siempre un énfasis burocrático en el que los mandos insisten en las fallas para enterarse y detener la violencia, y con ello reafirmar que ésta nunca fue ordenada. Payne nos recuerda que el error permite condenar la violencia sin condenar el régimen, lo que significa, a mi entender, que no se cuestiona la estrategia que hizo posible la violencia.
Entre los muchos casos que pueden ilustrar la situación en el caso colombiano, podría ponerse en consideración la masacre de 79 personas en Bojayá, Chocó, el 2 de mayo de 2002, reconocida por la guerrilla de las FARC como «un error» asociado a un problema de precisión del cilindro bomba que cayó y explotó en la iglesia, sin reconocer, simultáneamente, que desde la segunda mitad de la década de los noventa existía un uso generalizado de esta arma artesanal en las tomas insurgentes de tantos poblados. De manera que el uso de los cilindros bomba era un riesgo conocido y asumido por ese grupo guerrillero, y era parte de una estrategia que se aceptaba con todas sus consecuencias.
No muy distinto fue el reconocimiento de las atrocidades y la sevicia de los grupos paramilitares en las masacres. En la masacre de 60 personas en El Salado, Bolívar, cometida entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, las Autodefensas Unidas de Colombia insistieron en que los hechos de sevicia obedecieron a decisiones individuales y que, en cualquier caso, eran hechos aislados, con lo cual negaron que estos fueran parte de una estrategia de guerra a pesar de su recurrencia en otros eventos.
El discurso del exceso evita condenar la violencia
El error tiene su complemento en el exceso, un lenguaje en el cual, a diferencia del primero, el énfasis no se pone en la falla, sino en la desproporción en el uso de la violencia. Este cumple a menudo el mismo propósito que el error: negar la dimensión estratégica en el uso de la violencia, solo que en este caso ni siquiera hay una condena a ésta, es decir, se cuestiona un límite transgredido, pero no la violencia en sí misma.
De modo que se trata de un lenguaje en el que el reconocimiento no está cuestionando la legitimidad de la causa, de hecho, lo que hace es reivindicarla y poner en el fervor, o en la euforia del sentido del deber, la causa de la violencia excesiva.
Entre los múltiples ejemplos que pueden ilustrar el caso colombiano están los hechos violentos que involucran a agentes de Estado como la masacre de Llana Caliente en el Magdalena Medio, donde soldados del Ejército colombiano, acantonados en la zona, abrieron fuego indiscriminado contra una marcha campesina el 28 de mayo de 1988. También es recurrente que los grupos paramilitares o las guerrillas inscriban las atrocidades y la sevicia como parte de la euforia en el cumplimiento de una acción insurgente o contrainsurgente que consideraban legítima.
Tampoco escapan de este registro los casos de policías o soldados asesinados fuera de combate, cuando estaban desprovistos de medios de defensa, la destrucción de bienes y el asesinato de civiles en las violentas tomas a poblaciones en las que se invocaba el ataque a un objetivo militar, el uso de carros bombas contra objetivos militares, pero con efecto indiscriminado contra la población civil, y las torturas o la sevicia en las incursiones paramilitares.
Por supuesto que el exceso como el error pone en los individuos la responsabilidad, pero el marco en el que se inscriben uno y otro es distinto. En el error, la violencia no debió ocurrir porque no se controló o no se pudo detener, en el exceso no se cuestiona la ocurrencia de la violencia en sí misma, sino los límites respecto a sus dimensiones o su ferocidad.
El reconocimiento del conflicto armado implica aceptar que hay aparatos organizados de poder en competencia y los mismos perpetran violencia organizada y sistemática a gran escala, así que permitir que se cuelen en el lenguaje el “error” y el “exceso”, en que tanto insisten los perpetradores, no solo niega el carácter organizado de la confrontación armada, sino que permite la imposición de una memoria que explica el pasado violento desde una agregación ilimitada de acciones individuales, basadas en las emociones humanas de los combatientes, que los mandos no pudieron controlar.
De modo que cuando se aceptan el “error” y el “exceso” en el lenguaje de los máximos responsables, se les está exonerando de la comisión de los hechos violentos, porque lo que ellos aceptan es ante todo la omisión. Recuérdese cómo éstos insisten una y otra vez en que algunas prácticas de violencia estaban proscritas en los códigos o manuales de conducta de los combatientes, poniendo el énfasis en la existencia de esa norma escrita y apelando a ella para eximirse de toda responsabilidad, como si la existencia de la norma implicara per se que ésta no fue violada. Y no solo recalcan que las conductas estaban prohibidas, sino que ellos mismos reivindican y aceptan haber aplicado las normas como una violencia justiciera.
De manera que cuando se tiende a aceptar sin problematizar el reconocimiento de responsabilidades sobre hechos de violencia —muchas veces sobre eventos concretos y no sobre un conjunto de hechos ocurridos en un periodo determinado—, se refuerza la negación de la violencia sistemática y se ofrece un escenario propicio para no cuestionarse por responsabilidades políticas o sociales más amplias en relación con el conflicto armado, la legitimidad o no de la lucha y el costo de la misma; no solo por lo que hizo cada quien, sino por lo que hicieron todos, producto de una situación que, como el conflicto armado, es ante todo una relación, una interacción violenta, pero al fin y al cabo relación.
Así que las responsabilidades no se reducen a lo que han hecho unos y otros, sino también a lo que propiciaron unos y otros para reproducir la confrontación y la espiral de violencia. Pero poner el énfasis en los hechos permite ese distanciamiento para preservar incólumes las causas políticas que reivindican unos y otros y mantener al margen sus responsabilidades políticas y morales por las condiciones que crearon para que se desencadenara la violencia.
El discurso del “error” y el “exceso” acaba entonces por inscribir el pasado violento en una contingencia de la naturaleza humana, en la que la responsabilidad de lo sucedido recae sobre muchos individuos que se equivocaron o que se excedieron, y no en las condiciones que fueron creadas y organizadas para que eso ocurriera, ni en los artífices o arquitectos de las mismas.
Lo que hace que el lenguaje del “error” y el “exceso” sea exitoso, no es solo la disposición a aceptar la redención de los perpetradores en una transición política, ni los discursos sociales y políticos que exaltan la necesidad de estar dispuestos a todos los sacrificios por la paz y la reconciliación, es sobre todo el hecho de que es un lenguaje que se conecta casi naturalmente con el lenguaje de lo cotidiano, de lo que constituye nuestra normalidad, porque no hay día en que no apelemos a nuestra condición humana para pedir disculpas por un error o por un exceso, sea en nuestro trabajo, en nuestra familia o con nuestros amigos. Entonces, ese dispositivo de la culpa, inscrito en nuestra cotidianidad, nos llega por fuentes distintas, pero acaba por reforzar el efecto buscado por los perpetradores y los responsables.
El problema de esta inscripción exitosa es que borra las condiciones que fueron creadas y reproducidas por los protagonistas del conflicto armado y que sirvieron de marco para las acciones de los individuos. Así que si errar y excederse es parte de nuestra condición humana, eso no significa que podamos permitirnos perder de vista, borrar o ignorar, el contexto en el que unas personas causaron daños a otras, porque el conflicto armado pudo normalizarse, pero la transición debe justamente romper con esa normalidad y crear una nueva realidad en la que no se habilite una ética de que todo vale sin importar las circunstancias.
El pasado violento no se puede resolver pensando que el conflicto armado fue una mera agregación de errores y excesos de los individuos, y negando que en éste hubo estrategias, organizaciones y discursos, agenciadas por seres humanos, las cuales en muchos casos han sido exaltadas antes que sancionadas o condenadas.
* Sociólogo y magister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia. Fue investigador y asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, así como coordinador del Observatorio de Memoria y Conflicto de la misma entidad. Actualmente es el Director del Museo de Bogotá